Una legión de señoras en bata

Las señoras con bata que conozco de cerca son gallegas o del norte de Portugal y las visten tanto para apañar berberechos como para recoger lechugas de su huerta.
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En estos asuntos la voz de los antepasados es la única que cuenta y, hasta donde la memoria me alcanza, mi abuela siempre la llamó bata o mandilón. Es una especie de vestido sin mangas confeccionado con tela fina de cuadritos, tipo mantel, u otro estampado menudo. Hay dos modelos tradicionales, el cruzado, atado en la cintura, y el suelto, cerrado con botones. En invierno se usan por encima de la ropa normal y en verano como vestidos.

Las señoras con bata que conozco de cerca son gallegas o del norte de Portugal y las visten tanto para apañar berberechos como para recoger lechugas de su huerta. Las posibilidades son infinitas. Si un visitante llegase sin referencias e hiciese una ruta por la península ibérica, como aquellos viajeros del siglo XIX, probablemente describiría a la mujer de estas tierras con su bata, los brazos en jarras y un cuchillo en la mano. Un cuchillo que tanto podría servir para despiezar un pollo como para cortar una manzana y llevarse los pedazos a la boca en el borde mismo del filo. Con pequeños matices de unas zonas a otras, hay en todas ellas una especie de acervo común aunque no se conozcan, un código de honor bajo el cual la bata es el símbolo de quien es capaz de todo.

Una empieza a entender cuando seguramente ya es tarde que lo cotidiano entraña tanto misterio como aquello a lo que aspiramos y nos parece lejanísimo. Heredé hace unos años una bata de mi abuela y la he guardado todo este tiempo como un recuerdo más que como un símbolo. La memoria puede estar en cualquier parte, incluso en una prenda gastada de poliéster y algodón. Hace poco, medio en broma, le pedí a mi madre que si pasaba por un mercadillo me comprase una bata. En ese momento me pareció una buena idea tener una propia. Cuando llegó a Berlín, nueva e impecablemente doblada, me pareció un objeto distante y casi irreconocible.

Caí en la cuenta de que mi cerebro no concebía la posibilidad de que una bata estuviese en algún momento sin estrenar, sin una mancha ni un hilo suelto y empecé seriamente a preguntarme cuántos detalles más se me habrán pasado por alto mientras estaba atenta a otras cosas. Las verdades obvias están siempre ahí, acechando, demostrándonos que no lo sabemos todo, que un paisaje conocido puede ser un enigma que nos empeñamos en no desentrañar, con todo el peligro que eso implica. No reconocer de dónde venimos lleva aparejado el peligro de no saber quiénes somos.

Decía Milan Kundera que lo kitsch es una especie de barniz que se aplica a la fealdad cotidiana con el fin de hacerla más atractiva para todo el mundo, un filtro estético que apela al sentimentalismo fácil. Los personajes y los objetos se despojan de matices incómodos y se vuelven más agradables, más inofensivos. Aplicando esa regla, una señora en bata sería una abuelita entrañable dando de comer a las gallinas, una madre abnegada amasando pan, una tía soltera que pinta tazas de loza los domingos con las amigas. Una postal de candor, en definitiva.

Sin embargo, una señora remangada con su bata y su cuchillo de cocina es cualquier cosa menos un personaje inofensivo. Podría perfectamente protagonizar un relato mítico o una película de terror, con la misma valentía y la misma crueldad que cualquier héroe. No es fácil ser capaz de matar una gallina con tus propias manos y luego freír los huevos sin romper ni una yema, escarbar para buscar berberechos y más tarde regatear como una tahúr para venderlos, guiar vacas, cocinar en fuego, lavar a mano, vestir y velar muertos. Un entrenamiento en la disciplina desde la infancia que, durante años y generaciones, va dejando la huella física y mental de una soldado perfectamente adiestrada cuya bata es su uniforme. No hay perfil idílico que consiga abarcarlas sin ofenderlas, no lo busquéis.

Estudiar, viajar o vivir en una urbe cosmopolita no cambia la memoria que te precede. De ahí venimos aunque nuestras aspiraciones nos dirijan a otro lugar, y no es nada malo que lo hagan. De hecho, para que el camino vital tenga sentido, el punto de partida es tan importante como el punto de llegada. Y los referentes que tomamos tienen que ser sólidos en toda su dimensión, sin filtros de Instagram que los endulcen, por respeto a ellas y a nosotras mismas. Por eso, id a un mercadillo y compraos una bata, sabed lo que se siente estrenando una prenda diseñada para sobrevivir a todo y cuando os crucéis con una de ellas saludadlas siempre con muchísimo respeto.

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Bibiana Candiaes escritora y periodista. Ha publicado con Ediciones Torremozas dos poemarios 'La rueda del hámster' y 'Las trapecistas no tenemos novio', el libro de relatos 'El pie de Kafka', y el artefacto narrativo 'Fe de erratas' con Franz ediciones.


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