En Mi propiedad privada (traducción de Patricio Grinberg, publica Kriller 71), Mary Ruefle (Pittsburgh, 1952) escribe de todo y como le da la gana: escribe de un zorro lector, se pone en las plumas de “un jilguero amarillo que llegó a su comedero una hora antes de que muriera”. Sueña con Dios colgando fotos de él mismo con diferentes trajes; ella dice que le gusta uno que en realidad le da miedo y Dios le dice que no tiene gusto. Se le inunda el salón, según ella todo tiene que ver con darse un capricho: albaricoques confitados desde Australia, ochenta y seis con veinte dólares. Como se siente culpable se queda en la cama mientras el agua sale de una “misteriosa fuente”. Fantasea con la capacidad visionaria del visionario Charles Baudelaire a partir del descubrimiento de una floritura de tinta. Hay cuentecillos y una especie de pantone de la tristeza: “La tristeza azul es la dulzura cortada en tiras con una tijera y después en pedacitos con un cuchillo, la tristeza del ensueño y la nostalgia”; “La tristeza púrpura es la tristeza de la música clásica y la berenjena, el filo de la medianoche […]”. En cambio, “La tristeza negra es la Cenicienta, sus restos están esparcidos por varias provincias, es la tristeza de los rastrillos y de los apellidos dobles […]”. Está la tristeza gris (“La de los clips y las banditas elásticas”), la roja, que “es la secreta”, la verde (“vestida para la graduación”), o la rosa: “la tristeza de las anchoas blancas”. Otras tristezas: naranja, amarilla, blanca y marrón. Las tristezas de colores aparecen entre los capítulos del libro, casi a modo de separador y siempre de dos en dos. A diferencia de las otras piezas, estas no llevan título, solo una pequeña floritura de tinta. Da igual de qué escriba, cada texto es casi un hechizo, un encantamiento que hace Ruefle con las palabras para el lector.
Tiene muchísima gracia, por ejemplo, cuando cuenta la primera vez que fue a un concierto de música clásica: eran las Canciones de cuna de Brahms y ella se quedó dormida. Tiene algunas piezas divertidísimas, como “Pausa”, dedicado a la menopausia, que describe así: “Eres alguien de trece años con la experiencia y rutina diaria de alguien de cuarenta y cinco. Algunos días tienes ganas de follarte un árbol, o un perro, lo que esté más cerca. Tienes ganas de dejar a tu esposo o amante o pareja, lo que sea. […] Vas a sentir que tu vida ha terminado y tendrás toda la razón”. Explica Ruefle que envejecer es hacerse invisible, y que “ser invisible es el secreto más grande del mundo, el regalo más maravilloso que alguien podría haberte dado”. En “Por ejemplo, Frank”, habla de Frank, “un chico brillante” al que no paran de recomendarle libros con la promesa de que “su mente volaría por los aires”, y Frank, claro, no quiere que le pase eso. El profesor que le recomienda Bartleby, el escribiente siente “pena por el triste destino de la literatura, que debería ser capaz de salvar el mundo pero no puede, sin tener la culpa”. En “Batido”, Ruefle cuenta cómo era a los trece años (“joven, insensible y cruel”). Una broma le llevó a mejorar el batido y desde entonces los adereza con sal y pimienta. Dedica varias páginas a la práctica de la reducción de cabezas en diferentes culturas. “Como un pañuelo” es de mis piezas favoritas: una mujer recibe como regalo un pañuelo que no le gusta e inventa una historia para no decir que no le gusta a quien se lo ha regalado; la historia pasa de boca a oreja y hasta aparecen testigos que aseguran haber visto con sus propios ojos lo que nosotros sabemos que es una mentira. El cuentecillo del zorro lector tiene un especial encanto: al zorro el otoño le sienta mal. Está alterado hasta que en el libro que está leyendo (“una novela de misterio, cuyo héroe era un analista forense que trabajaba para la policía, examinaba documentos falsificados”) encuentra una frase que le da paz: “incluso el agujerito de una costura puede ser el faro que ilumine la verdad”.
La mirada de Ruefle a lo que le rodea es siempre inesperada, como sus frases, que suelen contener un elemento de sorpresa. Hay una calma ganada por la experiencia que traspasa el papel y se contagia al lector, también a los zorros a los que el otoño altera.