Imagen: Escena de Get the hell out.

Toronto 2020: Pandemia dentro y fuera de la pantalla

En esta edición del Festival Internacional de Cine de Toronto, los estragos de la pandemia son los principales protagonistas, tanto en las modalidades de exhibición como en las cintas que se presentan.
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El crítico y teórico cinematográfico David Bordwell ha advertido en más de una ocasión que entender el cine solamente como un medio reflexivo de lo que sucede alrededor –un mero transmisor del zeitgeist– es reduccionista, sino es que tramposo. ¿Realmente podemos afirmar que una película se realizó con la intención directa de reflejar el estado de cosas de un país, de una sociedad, de una época? ¿Estaba consciente, digamos, Alejandro Galindo de que, con Una familia de tantas (1948), estaba realizando la gran alegoría sobre el surgimiento de la modernidad urbana en el México del alemanismo?

Lo que alega Bordwell es que una película es el producto creativo de muchas personas –el cineasta, el guionista, los actores, el fotógrafo, etc.– y, además, su financiamiento puede provenir de múltiples fuentes que desean, en primera instancia, obtener una ganancia, y que pueden tener ideas muy distintas sobre lo que producen. Además, la realización de un filme suele ser un proceso tan lento y tortuoso –desde que alguien concibe la idea primigenia hasta el estreno del filme pueden pasar varios años– que cuando vemos que una cinta muy reciente refleja, de una u otra manera, el estado de cosas actual, lo más probable es que sea una mera coincidencia.

Dicho todo lo anterior, es inevitable hacer estas conexiones reflexivas. En algunos casos, los menos, porque la relación sí es directamente comprobable; en otras, porque aun si en sentido estricto las relaciones encontradas entre la ficción fílmica y la realidad no son, en su origen, intencionadas, de todas formas resultan fascinantes. Este es el caso de algunas cintas exhibidas en el Festival Internacional de Cine de Toronto que, en su edición de este año, la cual llega a su fin este sábado, ha elegido una modesta presentación híbrida. Es decir, una cantidad notablemente inferior de películas programadas, con escasas funciones presenciales, organizadas con estrictas medidas de seguridad sanitaria y una exhibición a distancia, y en línea, de estos mismos filmes para los espectadores dentro de Canadá, negociadores audiovisuales y críticos de cine acreditados de todo el mundo. No es la forma ideal de organizar un festival tan importante como Toronto, ni la mejor manera de ver cine, pero en estos pandémicos tiempos esto es lo que tenemos, esto es lo que hay.

La pandemia, pues, está presente, afuera, en la calle, en esta emisión del Festival de Toronto, pero también está en la pantalla, en la programación. En 76 days (EU, 2020), en competencia en la Sección Oficial, los cineastas chinos Weixi Chen y Hao Wu han entregado un impresionante documental en el estilo del clásico cinéma vérité, en el que somos testigos del inicio y la propagación de la pandemia de covid-19 durante los 76 días en los que las autoridades chinas aislaron por completo a la ciudad de Wuhan, donde apareció el virus. Editada por Hao Wu desde Estados Unidos con pietaje tomado por Weixi Chen y otros colaboradores anónimos desde China, en la propia Wuhan, 76 days es un vibrante fragmento de historia reciente que sigue viva y, literalmente, a nuestro alrededor.

La pandemia también tiene presencia, aunque de forma indirecta, en el terreno de la ficción. Se trata de dos curiosas coincidencias que han aparecido para representar, de manera más o menos afortunada, el zeitgeist en el que vivimos. En Get the hell out (Taiwán, 2020), opera prima de I.-Fan Wang programada en la Competencia Oficial, nuestro par de protagonistas –una valiente y lúcida joven política en desgracia y un ingenuo agente de seguridad convertido en diputado– tendrán que luchar contra dos plagas arrasadoras: la aparición de un virus que convierte en infectados caníbales a todos los miembros de la clase política taiwanesa, encerrada en el parlamento; y al capitalismo voraz e irresponsable que provocó la mencionada pandemia, al permitir –por medio de sus parlamentarios corruptos– abrir una planta química causante de la peste de rabia caníbal.

La alegoría es transparente –los políticos como zombis sedientos de nuestra sangre, las invisibles fuerzas económicas dispuestas a sacrificarnos con tal de sostener sus ganancias–, pero esto no es un defecto sino la característica central de una caótica comedia de horror gore que salpica de sangre una y otra vez el lente de la cámara, y que echa mano de una estética que pasa del cómic al videojuego y de ahí a la lucha libre mexicana, pues la ingobernable protagonista Ying-Ying (Megan Lai) aplica la inmortal hurracarrana, de nuestro Huracán Ramírez, en varias ocasiones, con el fin de neutralizar a los villanos. Es cierto que la película pierde tracción hacia la mitad –es difícil encontrar variantes novedosas en el cine de infectados zombiescos–, pero de todas formas el debutante Wang logra una de las escenas más memorables del año: después de que el propio presidente taiwanés se contagia y salta, feroz, para devorar a un pobre tipo, dos imperturbables guaruras –traje impecable, lentes negros, posición en guardia– se colocan detrás de él para que su patrón pueda comerse a gusto al susodicho ciudadano. El gesto de los guaruras, entre el profesionalismo y el aburrimiento, demuestra que no les sorprende que el presidente se haya convertido en un zombi caníbal. Total, de seguro lo han visto hacer cosas peores.

Mucho más sutil, y bastante mejor en su planteamiento argumental y ejecución, resulta Mila (Grecia-Polonia-Eslovenia, 2020), opera prima de Christos Nikou, el nuevo fichaje de la weird Greek wave representada por el cine de Panos H. Koutras, Athina Rachel Tsangari y del internacionalizado Yorgos Lanthimos, de quien Nikou fue segundo asistente de director en Colmillos (2009). La cinta, presentada en concurso en Venecia 2020, se ha programado fuera de la competencia en Toronto.

El guion original de Mila, escrito por el propio cineasta en colaboración con el también debutante guionista Stavros Raptis, parece provenir de la imaginación de Lanthimos: un nuevo virus se esparce por el mundo, el origen es desconocido y las terribles consecuencias son el aislamiento no físico sino existencial. Quien se contagia por el virus pierde completamente la memoria: no recuerda su pasado más remoto ni tampoco el más reciente. El olvido es selectivo: quien se infecta sabe cocinar, puede hablar perfectamente, sabe para qué sirve cada cosa, pero no puede recordar, por ejemplo, si le gustaban las manzanas, si sabía manejar un automóvil o cómo debería comportarse si quería encamarse a alguien después de ir a bailar a algún bar.

El protagonista, de quien solo sabemos su número, el 14842 (Aris Servetalis), aparece dormido en el transporte público, sin identificación de ninguna especie. No sabe quién es, cómo se llama, qué profesión tiene, si está casado, si tiene hijos, si tiene familia. Abandonado en un centro que acoge a los amnésicos no reclamados, el 14842 entra en un programa especial de reeducación creado por las autoridades médicas, quienes le rentan un pequeño departamento y diariamente le dejan instrucciones grabadas de qué debe hacer, si no para recuperar su memoria, sí para empezar a aprender a vivir en sociedad. Así, nuestro impávido héroe amnésico aprende a andar en bicicleta, va a un table dance a solicitar un baile privado, asiste a una fiesta de disfraces, choca intencionalmente su auto contra un árbol y hasta va al cine a ver Masacre en cadena (Hooper, 1974) –porque hay que conocer los auténticos clásicos cinematográficos, faltaba más.

Precisamente en la sala de cine conoce a otra amnésica que, como él, parece estar sola en el mundo, pues nadie, ningún familiar, ningún marido, ningún amigo, la ha buscado. Pareciera, pues, que entre los dos desmemoriados puede haber algo más que compartir experiencias y tareas mutuas. Pero el guion de Nikou y Raptis nos tiene reservado una inesperada vuelta de tuerca que cambia todo lo que hemos visto hasta el momento, de tal forma que de una ingeniosa comedia satírica y de costumbres, Mila –o Apples, que es el título en inglés con el que se identifica esta cinta, por las manzanas que 14842 devora con singular alegría– se transforma, hacia el desenlace, en una melancólica reflexión sobre la memoria, la pérdida y el amor. Al final, queda claro que el virus más letal al que podemos enfrentarnos somos nosotros mismos, y está acechándonos en nuestra memoria, en nuestros recuerdos.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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