“Porque hay tanto que decir de sus proezas y ánimo invencible, que de solo ello se podría hacer un gran libro.” Estas palabras sobre don Hernando Cortés marqués del Valle, escritas por uno de los primeros franciscanos en México, Toribio de Motolinía, en su Historia de los indios de la Nueva España, resultaron ser mucho más clarividentes de lo que el fraile pudo haberse imaginado.
Mientras Motolinía redactaba su profecía, Hernán Cortés (1485-1547) aún se encontraba vivo y su secretario-capellán, Francisco López de Gómara, se hallaba en ciernes de escribir el libro que, impreso una década después bajo el título Historia de la conquista de México, iniciaría la leyenda del famoso conquistador. Partiendo de las Cartas de relación que el mismo Cortés dirigía al rey, Gómara sentó las bases de una tradición literaria que combinaba una narrativa sobre la guerra entre españoles y aztecas de 1519 a 1521, presentándola como una gloriosa y predestinada conquista de México, con el relato de la vida del conquistador, escrito como una hagiografía de culto al héroe. De ese modo, el libro de Gómara y la segunda y la tercera Cartas de relación de Cortés quedaron como la raíz de cuyo tronco emergen todas las ramas de la narrativa tradicional de la conquista.
Periódicamente han surgido brotes de intensa popularidad, pero la notoriedad esencial del tema se ha mantenido profundamente arraigada durante cinco siglos. Son pocos y espaciados los intentos serios de desarraigar la leyenda o de ver “más allá” de ella (para citar el subtítulo de una biografía reciente: Hernán Cortés. Más allá de la leyenda, de Christian Duverger); casi todos los libros han buscado exaltar o demonizar, celebrar al héroe o denunciar al antihéroe. Para poder ver “más allá de la leyenda”, primero se debe entender su naturaleza. Para tal fin, la siguiente discusión rastrea el desarrollo póstumo de Cortés como un César y un Moisés, como héroe y antihéroe. Estos dos últimos son dos caras de la misma moneda, pues la imagen de antihéroe se ha inclinado a mantener el mito de Cortés más que a socavarlo o destruirlo. Hacia el final de este ensayo, identifico dos cualidades míticas de Cortés que sustentan su leyenda; dejarlas en suspenso puede llevar a un entendimiento más profundo del Cortés histórico y de la época de la guerra entre españoles y aztecas de 1519 a 1521.
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César
El lema que escogió Cortés para su escudo de armas era Judicium Domini aprehendit eos et fortitudo ejus corroboravit brachium meum (“El juicio del Señor se apoderó de ellos y su poder fortaleció mi brazo”). Tomada de un recuento del asedio y toma de Jerusalén, escrito por Tito Flavio Josefo, la frase implica que Cortés había sitiado y capturado una segunda Jerusalén. La referencia refleja la autoasumida y exaltada noción de que sus acciones en México fueron divinamente guiadas, de que su papel era el de un cruzado universal. También refleja la tendencia española, común en los primeros siglos de la Edad Moderna, a comparar los logros de la España imperial con los de los antiguos griegos y romanos.
Dentro del esquema mayor surgió un específico leitmotiv donde se comparaba a Cortés con Julio César. Cortés nunca hizo tal afirmación. El propósito de sus Cartas era, después de todo, mostrar su lealtad inquebrantable a un rey que, como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, era el César del momento. Pero los clérigos e intelectuales que durante los últimos años del conquistador formaban en España la facción en favor de Cortés, y contra Bartolomé de las Casas, resaltaban tres supuestas similitudes: ambos eran generales excepcionales; los dos eran figuras literarias incomparables por haber registrado detalladamente sus más grandes campañas (las Cartas de relación, de Cortés; La guerra de las Galias, de César), y ambos poseían una visión administrativa, que guiaba los mundos mexicano y romano, respectivamente, hacia nuevos horizontes. Las comparaciones no se limitaban a Julio César (en su oda a Cortés de 1546, por ejemplo, Francisco Cervantes de Salazar también lo comparó con Alejandro Magno y con san Pablo), pero era la referencia al César la que predominaba.
El paralelo entre Cortés y César permaneció por siglos. A Cortés se le presentaba, dentro y fuera del mundo español, como modelo de un César moderno. Por ejemplo, en su History of the conquest of Mexico, by the celebrated Hernan Cortes (publicado por primera vez en 1759 pero reimpreso docenas de veces hasta entrado el siglo XX), W. H. Dilworth buscaba cultivar y entretener a “la juventud británica de ambos sexos”. El libro afirmaba contener “un detallado recuento, fiel y entretenido, de todas las impresionantes victorias de Cortés” y una historia “abundante en pinceladas de Generalato y las más refinadas máximas sobre política civil”. Desde Dilworth y William Prescott hasta los autores modernos (que han dedicado libros enteros a contrastar a Cortés con César o con Alejandro Magno), Cortés ha salido generalmente bien librado en las comparaciones con los generales antiguos, según la evaluación de sus criterios de logística militar, visión de gobierno o justificación moral. Para el biógrafo mexicano del conquistador, Mateo Solana (Don Hernando Cortés, marqués del Valle de Oajaca, 1938), Julio César estaba mucho más motivado por sus propios intereses que Cortés: el español no solamente fue glorificado, sino santificado, considerado un “épico boxeador” y un “cruzado místico” que encarnó mucho más a su época que a sus propias ambiciones.
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Moisés
Siguiendo la lógica de la leyenda de Cortés, la desunión política entre los mesoamericanos ha sido considerada, tradicionalmente, como un logro del conquistador, aunque se cuestiona si su estrategia de “divide y vencerás” se debe más a la influencia de Julio César, a la de César Borgia y Maquiavelo o a la de la Biblia. Inevitablemente, el elemento cristiano (el “cruzado místico” de Solana) le dio a Cortés una ventaja moral sobre cualquiera de las otras posibles influencias (sin incluir la Biblia). Así, empezando con los relatos más antiguos sobre la conquista, escritos por los franciscanos y otros eclesiásticos, Cortés fue presentado como la versión piadosa de un general clásico, superior a los antiguos, porque llevaba consigo la verdadera fe.
“No quiero aminorar el valor de los romanos –escribió Diego Valadés en 1579–, sin embargo, hay que exaltar con mayores alabanzas y con nuevas y esclarecidas palabras el inaudito valor de Hernán Cortés, y de los religiosos que llegaron a estos nuevos mundos.” Comparando las posesiones del Imperio romano con “la parte de las Indias que ha venido a manos nuestras, es esta infinitamente mayor que aquellas”. Sin embargo, para Valadés no solo era una cuestión de tamaño. El logro cortesiano fue de carácter religioso y lo que puso, “por tanto, de manifiesto su valor el bueno de Cortés” fue la manera en que él y los primeros frailes destruyeron templos, expulsaron sacerdotes y prohibieron “diabólicos sacrificios”. De este modo, fueron su naturaleza, magnitud y velocidad las que convirtieron a la empresa en “la más heroica” (Retórica cristiana, edición facsimilar de E. J. Palomera y traducción de Tarsicio Herrera Zapién, UNAM/FCE, 1989).
Valadés, hijo de un conquistador español y una mujer nahua de Tlaxcala, fue el primer mestizo en ingresar a la orden de san Francisco. Su perspectiva era tanto tlaxcalteca y colonial como franciscana. Fue uno de los primeros en articular la inventada tradición de que, a instancias de Cortés, los tlaxcaltecas fueron los primeros en recibir el bautismo como cristianos en México. Otro mestizo tlaxcalteca, Diego Muñoz Camargo, también hijo de un conquistador español y madre nahua, contribuyó a este elemento esencial de la formación de la leyenda de Cortés como un Moisés. Su Historia de Tlaxcala, completada en 1592, relata la reunión de Cortés con los cuatro gobernadores de Tlaxcala, en medio de la guerra entre españoles y aztecas. En aquel encuentro, Cortés pronunció un sermón en el que confesaba que su auténtica misión en México era la de traer la verdadera fe. Explicando el cristianismo y sus rituales, exhortaba a los señores a destruir sus “ídolos”, recibir el bautismo y unirse a él en una campaña de venganza contra Tenochtitlán. Los señores tlaxcaltecas persuadieron a sus súbditos, que luego se reunieron para celebrar públicamente un bautismo masivo, donde Cortés y Pedro de Alvarado fungieron como padrinos.
Este suceso, parte de una mitohistoria que sobrevivió hasta la modernidad, probablemente surgió de la combinación de la historia popular tlaxcalteca y la imaginación de Muñoz. Pero se convirtió en una realidad porque colocaba, tanto a Tlaxcala como a Cortés, bajo una luz positiva y promovía a la primera como el punto de partida voluntario para el bautismo cristiano y al segundo como un agente efectivo de proselitismo. Este Cortés fue un pacificador, no un violento dominador; un conquistador espiritual que desplegó la palabra, no la espada, inspirando la conversión, no imponiéndola.
El fomento que hicieron los franciscanos de la idea de Cortés como el Moisés del Nuevo Mundo, durante y después de su vida, tiene tres causas. En primer lugar, los doce padres fundadores del catolicismo en México eran franciscanos que llegaron, en 1524, con el apoyo de Cortés. La segunda, muchos de esos doce compartían una visión milenaria de su misión: su objetivo era la conversión de los indígenas mexicanos para el retorno de Cristo, una tarea sagrada hecha posible gracias a Cortés. Por último, como la alianza entre Cortés y los franciscanos se vio obligada a competir, en México, contra el clero secular y las órdenes rivales (especialmente los dominicos que se alinearon con los primeros funcionarios de la Corona enviados a gobernar la Nueva España), todos críticos de Cortés, los franciscanos escribían narrativas que lo elogiaban.
A través de los siglos, autores de muchas lenguas entretejieron los hilos de la devoción religiosa de Cortés con los que mostraban evidencia de intervención divina dentro de la historia de la conquista. El conquistador guio a los indígenas hacia la luz de manera tan efectiva que “la reverencia, i postración de rodillas que aora hacen los indios de Nueva España a los sacerdotes, se la enseñó D. Fernando Cortés, marqués del Valle, de felice memoria” (como escribe Gregorio García en 1607, en Origen de los indios del Nuevo Mundo e Indias Occidentales). En manos de autores protestantes de los últimos siglos, el leitmotiv de Moisés se transformó ligeramente: en 1904, John S. Abbot, un historiador estadounidense, lo describe como “fanatismo religioso”, pero el elemento legendario esencial permaneció. Al tomar el mando de la expedición a México, Cortés asumió su “misión divina” con el celo de un “sincero, intrépido e iluso entusiasta”. Su destino era “marchar como apóstol del cristianismo para derribar los ídolos en los pasillos de Moctezuma y levantar la cruz de Cristo”. Los investigadores posteriores fueron cada vez menos aduladores, argumentando que Cortés y sus colegas eran, “en lo concerniente a la religión, simples productos de su tiempo”. Pero muchos permanecieron convencidos de que el carácter y los objetivos de Cortés fueron principalmente religiosos y que ningún otro explorador o conquistador de América lo igualaba “en perseverancia y en la profundidad de su celo por la santa fe católica” (C. S. Braden, Religious aspects of the conquest of Mexico, 1930).
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Héroe
Valadés resumió la empresa de conquista militar y espiritual de Cortés como maxime heroicum –“la más heroica”–. El término “héroe” era cada vez más popular para describirlo desde finales del siglo XVI en adelante, vinculado a un conjunto de adjetivos que definían sus cualidades heroicas: grandioso, invencible, valeroso. Aunque algunas veces se relacionaba con lo religioso (como Moisés-héroe), generalmente el propósito de tal adulación era político y patriótico, promoviendo la figura de Cortés como héroe nacional y fuente de inspiración. El leitmotiv de héroe está presente en el canon usual de fuentes de la conquista, desde Gómara hasta Madariaga, así como en una extensa variedad de fuentes menos conocidas. Como ejemplo, Gaspar Pérez de Villagrá, al dirigirse al rey, menciona a Cortés como el héroe que “conquistó un mundo entero” (Historia de la Nueva México, 1610).
A principios de la Edad Moderna, la poesía épica era el medio, natural y vívido, para adular a Cortés y promover su leyenda. Uno de los mejores ejemplos, tanto en su calidad de verso como en su amplia circulación durante siglos, es la Primera parte de Cortés valeroso, y mexicana (1588) de Gabriel Lasso de la Vega, que comprende más de nueve mil endecasílabos en los que se elogia “al gran Cortés”. Seis años después apareció una segunda edición, el doble de extensa. Cinco años más tarde, Antonio de Saavedra y Guzmán, mexicano de nacimiento y amigo de Lasso de la Vega, asumió el reto y publicó su propia crónica: El peregrino indiano, en donde dedica más de seis mil endecasílabos a promover la leyenda de Cortés, igualmente construida en torno de la narrativa tradicional de la conquista de México.
Las representaciones de Cortés como héroe persistieron en el mundo protestante. Por ejemplo, para Thomas Nicholas, el traductor isabelino de la Conquista de Gómara, las “deleitables y dignas” hazañas de Cortés eran un modelo digno de ser emulado. Cualquier inglés que tuviera ambición de descubrimiento y conquista podía aprender del caso de Cortés “cómo la gloria, el renombre y la perfecta felicidad no se consiguen sino con grandes penurias, esfuerzos, riesgos y peligros de muerte” (The pleasant historie of the conquest of the Weast India, now called new Spayne, 1578).
Nicholas presentó a Cortés como ejemplar, pero no excepcional, entre su pueblo. De hecho, no hay nada en la introducción a su libro que refleje los estereotipos de la leyenda negra acerca de los españoles en América. No solamente hace eco a las alabanzas a Cortés que halló en el texto de Gómara, sino que sugiere que algo puede aprenderse del férreo espíritu de los españoles en su conjunto. Insinúa que los ingleses deberían emular a gente tan plena de “celoso esfuerzo” que ha construido un “grande” y “maravilloso” imperio. Un siglo y medio después, otro traductor inglés –el de la exitosa Historia de la conquista de México de Antonio de Solís– expresó una similar admiración por los logros españoles, sosteniendo que los ingleses deberían estar incluso agradecidos con sus rivales pues “el descubrimiento y conquista de ese nuevo mundo ha beneficiado a Inglaterra con una no pequeña parte de su riqueza; y publicar las empresas de este héroe constituye un punto de gratitud, en nombre de mi país para con tan ilustre conquistador”.
La persistente percepción de Cortés como figura heroica dentro del mundo protestante puede explicarse, en parte, por el simple hecho de que una gran historia necesita de un gran héroe y de que para finales del siglo XVIII la conquista de México venía ya empaquetada en una narrativa en la que Cortés era ese héroe (a veces imperfecto, pero siempre triunfante). Dentro de ese relato, Moctezuma desempeñaba el papel del trágico y condenado semihéroe y Diego Velázquez de Cuéllar (gobernador de Cuba y principal rival de Cortés) el de antihéroe. De este modo, no sorprende que la historia fuera tan atractiva para los poetas españoles, que esperaban que el tema patriótico les trajera éxito. Pero también era igual de atractivo para los pintores, poetas, compositores y escritores del Romanticismo. Los románticos encontraron particularmente cautivador a un personaje, la Malinche, listo para ser reinventado. Se convirtió en una parte central de la historia cuando fue transformada en una especie de versión femenina de Moctezuma: representante del mundo indígena mexicano que se rinde, no por debilidad o superstición, sino por irresistibles emociones de atracción romántica y sexual. El efecto fue el de transformar a Cortés, a su vez, en un personaje sexualmente irresistible para las mujeres, un símbolo del machismo, un héroe moderno, el “César romántico”, como lo llamó José Vasconcelos.
Cortés, el héroe romántico, pudo haber sido reconocido por los parisinos que vieron la ópera de 1809 de Gaspare Spontini, Fernand Cortez, y por los europeos que vieron copias de las litografías de Nicolas-Eustache Maurin en las que se representaban escenas de la conquista de México. En “Clémence de Fernand-Cortès”, de este último, el capitán español es el ar- quetípico héroe romántico: marcial, pero magnánimo; triunfador, tanto en la batalla como en el amor; el soldado-héroe, el macho que seduce un imperio y funda una nación. Desde los días de Gómara hasta los de Maurin, atravesando todo el siglo XX, Cortés ha conservado “un indiscutible lugar entre los héroes de las naciones”. A través de los siglos, las hiperbólicas evaluaciones de su heroísmo han aumentado en vez de haberse disipado. Para algunos, Cortés era simplemente el “héroe” supremo; para otros, su “grandeza interna” brillaba demasiado fuerte para ser contenida. La “conquista fue una cosa de superlativos –dice Jean Descola en The conquistadors (1957)– y los hombres que participaron en ella eran superhombres”, con Cortés el superhombre. Aun cuando los historiadores y escritores modernos intentaron evaluar a Cortés de manera más equilibrada, viéndolo como héroe y villano, bajo “la brillante luz y la sombra” (como lo expresó su biógrafo mexicano Elizondo Alcaraz, en El escorpión de oro, de 1996), ha continuado como una figura más grande que la vida, un “verdaderamente extraordinario” y “fascinante personaje”. La apología del culto al héroe ha servido solo para darle un renovado impulso a la leyenda. En las palabras de un libro de texto estadounidense de 1968 (Men who changed the map: ad 400 to 1914, de E. Berry y H. Best): “Puede que sea imposible para nosotros, hoy en día, aprobar a hombres como Cortés y los conquistadores, pero al menos podemos admirar su valentía, ingenio y fortaleza.”
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Antihéroe
Es la imagen del donjuán gallardo, apuesto, hermosamente vestido y despiadado de las litografías de Maurin, la que sobrevivió en el imaginario popular el tiempo suficiente como para ser interpretado por César Romero en la película El capitán de Castilla, de 1947. Aunque la consumación del romance es parte de la trama, el Cortés que interpreta Romero posee el suficiente encanto para someter a un imperio. Pero, para 2015, en la serie Carlos, rey emperador, producida por Televisión Española, Cortés se había transformado en un promiscuo depredador (incluso un uxoricida), imagen que reflejaba una creencia popular en México, que se remonta al menos hasta el siglo XIX, de que el conquistador era un macho violento que había asesinado a su esposa.
Probablemente estas dos imágenes de Cortés son dos caras de la misma moneda, pues la leyenda del antihéroe se crea, a menudo, a partir de la modificación de las características del César-héroe del Romanticismo, para resaltar su brutalidad sobre su audacia, su crueldad sobre su astucia, el arrebato sobre la seducción. En términos históricos específicos son tres raíces de percepción negativa las que crearon al Cortés antihéroe: su conflicto con Diego Velázquez de Cuéllar, la leyenda negra y el nacionalismo mexicano.
Este no es el lugar para explorar la primera de las tres, pero baste afirmar que la compleja, amarga y polémica relación que Cortés mantenía con Velázquez influyó y apuntaló casi toda su vida adulta. Durante los últimos veinticinco años de su vida, Cortés estuvo atrapado en una colosal batalla legal y política contra Velázquez y, a la muerte de este, contra sus aliados. Entre 1520 y 1545 se presentaron decenas de demandas privadas contra Cortés mientras su Juicio de Residencia (revisión administrativa oficial por parte de la Corona) se alargaba indefinidamente. El conflicto con Velázquez estaba en el centro de una vasta telaraña legal y política cuyas numerosas insinuaciones y acusaciones resonaron a través de los siglos, y donde podían ser alegadas nuevamente (al grado de que, en una serie de televisión, una escena donde Cortés asesina a su esposa pueda ser no solamente posible sino creíble para el público).
La segunda raíz del mito moderno del antiheroico Cortés es una serie de acusaciones similares en el siglo XVI que resurgieron siglos después. Aunque Bartolomé de las Casas fue uno de los más estentóreos críticos de Cortés, durante y después de su vida, sus mordaces acusaciones se limitaban a manuscritos en castellano y latín que no se publicaron hasta finales del siglo XIX o principios del XX. Los apologistas modernos del Imperio español erróneamente imaginaron a escritores protestantes de siglos anteriores utilizando a Las Casas para demonizar a Cortés; irónicamente, después de que estos mismos apologetas inventaron la leyenda negra, las críticas del dominico se convirtieron en parte de la moderna leyenda negra de Cortés. El mito del antihéroe puede ser “estéril, anacrónico y, en última instancia, falso” (como señala Enrique Krauze en De héroes y mitos, 2010), pero se alimenta de todo un siglo de modernas reinterpretaciones de textos anteriores y eventos, independientes del descubrimiento de la obra de Las Casas, y ha sido estimulado por ese poderoso movimiento que es el nacionalismo mexicano (su tercera raíz).
Para Ignacio Romero Vargas, el paladín mexicano que escribió Moctezuma el Magnífico y la invasión de Anáhuac a mediados del siglo XIX, Cortés no era más que un “bandido” y su invasión, “un acto de barbarie contrario a la justa ley y una violación de las leyes de la civilización humana”. En una época en que se aclama a Las Casas por prever los movimientos modernos de los derechos humanos y donde Moctezuma y Cuauhtémoc son periódicamente sujetos a intentos de rehabilitación como héroes nacionales, algunos ven a Cortés como una especie de precursor de los monstruos y megalómanos actuales.
Durante los últimos dos siglos, los mexicanos han tratado de reconciliarse con la conquista y el colonialismo español como parte del proceso de identidad nacional. Política y culturalmente, este continuo proceso ha sido complejo, articulado en términos sofisticados por generaciones de figuras intelectuales que van de Lucas Alamán a José Vasconcelos y también a Octavio Paz. A lo largo del camino, Cortés ha sido lanzado de un lado para el otro, denunciado y defendido de numerosas maneras, pero al final ha permanecido como una figura sumamente ambigua. Incluso los grandes muralistas de la Revolución mexicana lo han tratado de maneras diversas: desde el sifilítico deforme de Diego Rivera hasta el desnudo de José Clemente Orozco, que lo plasmó como el Adán del Génesis mexicano. En el quinientos aniversario del nacimiento de Cortés, Paz comentó lo paradójicos que son los sentimientos que los mexicanos tienen hacia el conquistador, que lo reconocen, al mismo tiempo, como violador y como fundador, y afirmó que “el odio por Cortés no es odio por España. Es odio por nosotros mismos” (“Hernán Cortés: exorcismo y liberación”). Como lo hizo notar Felipe Solís, en el documental The conquerors (2005), Cortés es “un personaje muy controvertido” porque “para los mexicanos representa la ambivalencia, la presencia del europeo destructivo; pero también es el gran guerrero europeo, el conquistador”. De igual modo, hasta los investigadores de habla inglesa, cuyas simpatías se inclinan hacia los aztecas, más que hacia los conquistadores (como Benjamin Keen), han dejado escapar, a regañadientes, su admiración por el “taimado y magistral caballero-aventurero”.
En otras palabras, Cortés ha evolucionado en los tiempos modernos en un antihéroe, renuente pero constantemente admirado. Como Satán en El paraíso perdido de John Milton, o J. R. Ewing en la serie de televisión Dallas, es un antihéroe tan atractivo, tan central para la historia, tan necesario para la formación de otros personajes, que es lo primero que capta nuestra atención; al final, amamos odiarlo.
Por supuesto que el Cortés antihéroe, el monstruo moderno, no está más cerca de ser una figura histórica creíble que la de Cortés-César, Moisés o héroe nacional. En la canción de Neil Young, “Cortez the killer” (“Cortés el asesino”), es, simplemente, el medio por el cual la idílica sociedad azteca es destruida, como si fuera un arma, no un hombre (“What a killer”). Cuando se escribió la canción, la imagen de Cortés llevaba tanto tiempo asociada con la idea de destrucción que se pudo utilizar como un símbolo de pérdida fácilmente reconocible. De hecho, la estrofa final revela que el tema mexicano es simplemente metafórico, donde el paraíso perdido del mundo de Moctezuma representa el paraíso romántico que Young perdió con el fin de una relación.
Prohibida al principio en la España franquista, el título de la canción se suavizó y se cambió a “Cortez, Cortez”, con lo cual se pudo distribuir. La leyenda había llegado tan lejos como para que una canción acerca de un diferente tipo de conquista y pérdida pudiera ser el campo de batalla entre las imágenes de Cortés como César romántico, como héroe nacional y como letal antihéroe. Una batalla similar, combatida durante siglos, ha sido la de sus restos, estatuas y monumentos. Comenzó con sus huesos, enterrados, cambiados de lugar y vueltos a enterrar en cada uno de los siglos posteriores a su muerte; continuó con el extraño cuento de su mausoleo en 1794 y el moderno misterio en torno a sus huesos, y ha proseguido en décadas recientes con la controversia, suscitada en 1982, alrededor de la denuncia y vandalización de una estatua de él, la Malinche y su hijo Martín, que tuvo que ser retirada y eficazmente escondida en la Ciudad de México, así como con la desfiguración, en 2010, de otra de sus estatuas, colocada en 1890, en Medellín, España, su ciudad natal (“una cruel y arrogante glorificación del genocidio y un insulto a los mexicanos”, declararon los vándalos al periódico El Mundo).
Dentro de semejante historia subyace alguna remembranza de debate sobre la guerra entre españoles y aztecas pero, en general, la violencia y la tragedia de la guerra se enmascaran detrás de posturas políticas y disputas presentistas salpicadas, algu- nas veces, de involuntaria comicidad. Mientras el tema del que se habla sea Cortés (no solamente su estatus de héroe o antihéroe sino su póstuma figura histórica), es poco probable que el conflicto resulte en un mejor entendimiento de la guerra que lo hizo famoso e infame.
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Autoconservacionista
En un estudio reciente, realizado entre los ganadores de la Medalla Carnegie al heroísmo, dos profesores de la Universidad de Harvard no encontraron “casi ningún ejemplo de héroes cuyo primer impulso fuera de autoconservación pero que pudieron sobreponerse a tal impulso con la decisión consciente y racional de ayudar” (E. Yoeli y D. Rand, “The trick to acting heroically”). La última palabra está en el corazón de nuestra manera de entender el heroísmo (ayudar a otros, salvar sus vidas) y sugiere que lo opuesto, el antihéroe, podría ser visto como un autoconservacionista. Por casi medio milenio desde de su muerte, Cortés ha sido visto como una combinación de héroe, Moisés, César o antihéroe: un genial “general letrado” escogido por Dios para salvar a España de sus enemigos y a millones de indígenas de la condenación eterna. En la Edad Moderna, mientras la civilización tomaba el lugar de la salvación religiosa como la justificación del imperialismo, las hagiografías de Cortés seguían saliendo de la imprenta: como el padre fundador de la Nueva España y padre de un hijo mestizo, representaba al progenitor civilizador del México moderno. Al mismo tiempo surgió la narrativa contraria, la del antihéroe, con “Cortés el asesino”, el villano mataesposas responsable de matanzas apocalípticas, mortandad epidémica y anomia cultural.
Dentro de esta historia hay dos características esenciales de Cortés que han persistido: casi toda descripción y representación, independientemente del siglo y el medio del que provenga, lo muestra como excepcional, dominante y lleno de recursos. Sin embargo, si prescindimos de estas suposiciones, dos cosas se desmoronan: la heroica leyenda de Cortés y la narrativa tradicional de la conquista de México. Las dos están indisolublemente unidas y son mutuamente dependientes y explicativas. Parafraseando a Octavio Paz: para disipar el mito uno debe atacar la ideología que lo engendró. Si Cortés deja de ser excepcional, si deja de estar en completo control, se crea un espacio (un mundo entero de espacios) en el que otras personas y otras explicaciones pueden ser descubiertas. Se puede ver a otros españoles tomando decisiones, transformando los hechos. Los protagonistas indígenas se vuelven personajes activos, no pasivos, que guían los acontecimientos e influyen en sus desenlaces. Aquellos con un pequeño (o nulo) papel en el drama pueden pasar, periódicamente, al centro del escenario (nahuas y no nahuas, dirigentes de rango menor, “reyes” y “generales”, mujeres y hombres) en formas que cambian drásticamente nuestras perspectivas y nuestro entendimiento. Otros factores explicativos, que a menudo se vieron como fenómenos secundarios que “ayudaron” a Cortés –las enfermedades epidémicas, la desunión indígena o el micropatriotismo–, pueden ahora ser reconocidos como más centrales y humanos.
Y luego está el asunto de la guerra misma. Divorciar la biografía de Cortés de la “conquista de México” y dejar atrás esta frase con la connotación de que fue una campaña que tuvo un impresionante –aunque inevitable– triunfo nos permite ver la guerra entre españoles y aztecas como lo que fue: un terrible conflicto que se extendió por más de dos años, marcado por masacres contra civiles y atrocidades de todo tipo, con tasas de mortandad de alrededor de dos tercios, que afectó tanto a los invasores españoles como a las comunidades mesoamericanas. Ciertamente, vista a través del lente del caos impredecible de la guerra, la imagen de Cortés como excepcional, dominante y lleno de recursos es totalmente absurda, alejada de la realidad: es el retrato de un comandante ficticio en una campaña imaginaria. Pero vista dentro del contexto de la guerra como realmente fue, la excepcionalidad de Cortés se reduce a un hecho pequeño pero revelador: sobrevivió. No solamente fue uno de los pocos españoles que experimentaron la totalidad de la guerra, también sobrevivió a otras expediciones y campañas, para morir de causas naturales en España (Duverger ha afirmado que fue el único conquistador de México que lo hizo). Al final, tal vez el gran logro de Cortés fue la supervivencia. ~
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Traducción del inglés de Laura Guevara Pereda.
Una versión de este texto forma parte de The meeting,
de próxima publicación en Ecco/HarperCollins.
Es etnohistoriador y profesor de historia de América Latina en la Universidad de Pensilvania. Ha publicado, entre otros títulos, The black middle, Africans, Mayas, and Spaniards in colonial Yucatan (Stanford University Press, 2013)