Foto: Lauren Hobart/FEMA News Photo

Triste mundo nuevo

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Si no estรกs nervioso es que no estรกs prestando atenciรณn.
     โ€” Miles Davis

รšltimamente, cuando declina el dรญa, hago mi diario recorrido por el barrio de Nueva York en que habito. Casi todos los dรญas paso por la calle North Moore, hacia el oeste, rumbo al rรญo: el majestuoso Hudson. Mohammed Atta utilizรณ el rรญo como indicaciรณn geogrรกfica para dirigir el 757 contra la Torre Norte del World Trade Center.  Me dirijo al rรญo y me sumerjo en su luminosidad.

El 11 de septiembre de 2001, y en las semanas siguientes, quedamos separados de nuestro maravilloso rรญo. Las calles y las avenidas estaban repletas de patrullas y camiones de bomberos, los pesados vehรญculos de diecisรฉis ruedas que se llevaron las vigas estropeadas y las trabes retorcidas del sitio de los ataques, todos conducidos por la infanterรญa dedicada a las emergencias. Los ciudadanos estaban detrรกs de las barreras instaladas por la policรญa y los aclamaban al pasar.

A veces pasaban aullando las ambulancias rumbo a los hospitales, pero despuรฉs de los primeros dos dรญas supimos que ya no habrรญa heridos que los mรฉdicos pudieran salvar. Todos estaban muertos. De unas ochocientas, entre las 2,832 vรญctimas, no hubo siquiera fragmentos que pudieran identificarse por su ADN. Quedaron pulverizadas. Se habรญan evaporado. Las dos torres se desplomaron en diez segundos (aunque, en la memoria, el derrumbe fue en cรกmara lenta, al estilo de Sam Peckinpah). Cada torre contenรญa 96,000 toneladas de acero. La fuerza del derrumbe fue tan feroz que las personas atrapadas en las torres ardientes se disolvieron en las dos enormes nubes opacas de polvo y cenizas. El 11 de septiembre esas nubes se deslizaron primero hacia el oeste del Hudson, y luego hacia el gran puerto, en la parte este del rรญo, para llegar despuรฉs a Brooklyn. Gran parte de la ciudad se convirtiรณ en un cementerio.

Ahora ya han abierto de nuevo las calles. Y todos los dรญas paso por la escuela secundaria Stuyvesant, convertida en centro de primeros auxilios durante la emergencia, y posteriormente cerrada durante varias semanas debido a la contaminaciรณn. Era una escuela pรบblica de elite, cuyos alumnos ingresan sรณlo si pasan estrictos exรกmenes de admisiรณn. Antes de escribir Las cenizas de รngela, Frank McCourt pasรณ aรฑos dando clases en esta escuela. Durante varias semanas, las instalaciones quedaron cubiertas de otra clase de cenizas. Ahora ya es de nuevo un plantel.

Una vez que paso por la escuela, me dirijo rรกpidamente al borde del rรญo, respirando los salados aromas que recuerdo de mi infancia, cuando el suelo mismo que hoy piso todavรญa era rรญo. Me dirijo al paseo que bordea la corriente en Battery Park City. Cuando tenรญa ocho, nueve y diez aรฑos, mi mamรก nos llevaba al rรญo desde el lejano Brooklyn, donde vivรญamos. Las calles y los puertos de Nueva York solรญan ser entonces la principal diversiรณn para los irlandeses pobres. Ella nos llevaba a los muelles, donde la United Fruit hacรญa atracar sus barcos procedentes de la Amรฉrica Central, y nos contaba de su padre, Peter Devlin, que habรญa sido ingeniero en esos barcos. Aรฑos mรกs tarde, fui aprendiz de periodista en un edificio que daba a esos mismos muelles. De noche trabajaba en el New York Post, y desayunaba en el mercado de Washington Street, aspirando los perfumes del rรญo, tomando a sorbos tacitas de cafรฉ que vendรญan viejos sirios cristianos mientras leรญan diarios en รกrabe. Los rรญos y el puerto eran parte de mi geografรญa interior, una de las raรญces de los neoyorquinos de nacimiento.

Ya han desaparecido todos.

El paseo de Battery Park City, que recorro ahora, se construyรณ en el terraplรฉn arrebatado a fines de los sesenta en el sitio del nuevo World Trade Center. Se cerraron los viejos muelles, sus pilotes quedaron enterrados en el cieno del rรญo. Hoy pocas veces navegan los viejos barcos de pasajeros, con gran majestad, hasta los muelles del norte de la ciudad; casi todos han quedado abandonados. Los buques de carga atracan en el puerto de Newark, al otro lado del rรญo, y los estibadores, inmortalizados por Marlon Brando en Nido de ratas en el decenio de 1950, son una especie en extinciรณn. Sigo viรฉndolos a todos. Para mรญ, siguen vivos, y la ciudad en que fui niรฑo sigue allรญ, por debajo de los senderos que recorro. Los fantasmas son otra forma de la memoria.

Actualmente, en la acuosa distancia, la Estatua de la Libertad y la Isla Ellis se yerguen sobre el puerto como artefactos fantasmales de otro Estados Unidos. Siguen llegando inmigrantes, pero entran en nuestra ciudad y se funden en nuestras vidas por autobรบs y automรณvil y aviรณn. Algunos dรญas casi puedo ver el Mauritania, que trajo a mi mamรก cuando tenรญa diecinueve aรฑos, huรฉrfana que llegaba a Nueva York, con perfecta puntualidad irlandesa, el dรญa que se derrumbรณ la bolsa en 1929. En alguna parte de la ciudad, ese dรญa, mi padre vivรญa y era joven y no sabรญa que la conocerรญa en un baile de los inmigrantes irlandeses y que juntos formarรญan su familia americana. Ya no estรกn tampoco, reposan en la tierra de Nueva York.

Entonces, al llegar a la calle de Vesey, detrรกs del monumento a las vรญctimas de la hambruna del siglo XIX en Irlanda, contemplo el vacรญo.

Ahรญ estaban las Torres Gemelas. Ahรญ precisamente. Ahรญ, en el vacรญo.

El vacรญo hoy es tan parte de Nueva York como lo fueron las torres mismas. Son una ausencia, un espacio en blanco en el que habrรกn de escribir nuevas personas, los urbanistas, los arquitectos, los ciudadanos. Los asesinos fanรกticos que convirtieron los aviones en misiles borraron lo que habรญa allรญ. Todos los siete edificios llamados el World Trade Center ya no estรกn. Queda mรกs de la Roma del siglo III y del Templo Mayor de Tenochtitlan que del World Trade Center.

Hubo un luto hondo y dolido por las personas asesinadas el 11 de septiembre de 2001, pero no se resintiรณ tanto la pรฉrdida de las propias torres. Los menores de treinta aรฑos no conocieron Nueva York sin ellas; las personas mayores de esa edad โ€”yo entre ellasโ€” recordaban el otro Nueva York, a menudo con aรฑoranza. No era la simple aรฑoranza de la juventud: habรญa nostalgia en esa aรฑoranza, pero tambiรฉn una especie de rabia permanente, en lenta ebulliciรณn.

Para nosotros, las Torres Gemelas eran una afrenta cotidiana. Desde el punto de vista arquitectรณnico, eran la expresiรณn รบltima de la lรณgica deshumanizada de la Bauhaus. Como planificaciรณn urbana, no revelaban haber entendido el florecimiento de las ciudades, una manzana tras otra, cada una con su carรกcter. Como inmueble comercial, eran un completo fracaso, su mayor parte no logrรณ alquilarse durante los primeros veinte aรฑos despuรฉs de su inauguraciรณn, y se ocupรณ totalmente apenas en los รบltimos aรฑos de su existencia, durante el auge de la era de Clinton. Nadie querรญa trabajar allรญ. Eran demasiado altas (en Brooklyn siempre se nos decรญa: “Nunca hay que vivir mรกs arriba de lo que alcanza la escalera de un capataz”). Eran demasiado impersonales.

Fui uno de los neoyorkinos que tambiรฉn las consideraba un gigantesco acto de vandalismo municipal. Cuando este centro financiero fue planificado por los Rockefeller y los hombres que gobernaban la Autoridad Portuaria de Nueva York y Nueva Jersey (instituciรณn a la que compete la vitalidad del puerto), no existรญa una Comisiรณn de Monumentos de Nueva York que protegiera nuestro legado arquitectรณnico. Y en los casi 65 kilรณmetros cuadrados del sitio donde se construyรณ este centro financiero habรญa muchas casas que databan de 1840, en calles รญntimamente conectadas con la historia de la ciudad. Una de ellas era la calle de Cortlandt, mejor conocida como Radio Row, lugar al que acudรญ repetidamente con mi padre en su bรบsqueda interminable de bulbos baratos para radio (cuando las personas eran capaces de abrir sus aparatos de radio y componerlos). Habรญa otras tiendas pequeรฑas, bares, departamentos donde vivรญan los estibadores, mercados. Algunos de esos edificios habรญan alojado herrerรญas, otros habรญan sido establos. Algunos habรญan albergado el bullicio de las imprentas y su personal, otros habรญan sido burdeles. Y todas esas viejas casas fueron arrasadas para construir el centro financiero, y se excavรณ una fosa de ocho pisos, donde se vertiรณ acero y concreto para impedir que se filtrara el agua del Hudson. El centro comercial literalmente borrรณ algunas de aquellas calles, incluida la Cortlandt, y las llenรณ de gรฉlidas plazas que nadie utilizรณ jamรกs.

Ademรกs, las Torres Gemelas estropearon ese accidente esplรฉndido: el horizonte urbano de Nueva York. Desde fines del siglo XIX hasta los primeros aรฑos de la dรฉcada de 1950, el sur de Manhattan fue transformรกndose con cada edificio que se construรญa, cuyas agujas se disparaban hacia el cielo. No hubo un plan maestro, pero los edificios pronto adquirieron unidad, una expresiรณn colectiva de la ambiciรณn humana, de la rendiciรณn total a Mammรณn. Una de las obras maestras, el edificio Woolworth, fue diseรฑado por Cass Gilbert y denominado la “Catedral del Comercio”. En 1905, en su primera visita a Nueva York, su ciudad natal โ€”despuรฉs de haber pasado treinta aรฑos en Europaโ€” esos edificios asombraron a Henry James. No le gustaron, pero reconociรณ que eran una novedad, y algo muy americano: los primeros grandes edificios del mundo que no eran obra de reyes ni cardenales.

Todas estas construcciones eran expresiรณn de la voluntad civil, inspirada por la codicia y la ambiciรณn, con una fuerte influencia de las tradiciones del diseรฑo europeo, posibles gracias a la tecnologรญa (el elevador era la mรกs importante) y a un optimismo casi invencible. Los constructores creรญan en un futuro capitalista ilimitado, y esos edificios eran la expresiรณn mรกs vigorosa de esa codiciosa fe. “ยกMรญrennos! โ€”decรญanโ€”. No somos unos simples saltimbanquis: llegamos para quedarnos.”

En conjunto, esos edificios formaron el horizonte urbano. Desde la lejanรญa de Brooklyn vi volver la luz en el “Dรญa D”, en 1944, despuรฉs de aรฑos de apagones por la guerra. La lรญnea del horizonte parecรญa surgir de la negrura esa noche como sรญmbolo del triunfo. Si se habรญan convertido en sรญmbolo de algunos de los males del capitalismo, para mรญ representaban el triunfo contra los nazis. Claro, eso era ingenuo, una perspectiva infantil. Pero la mantuve durante muchos aรฑos, y nunca he visto el horizonte urbano sin pensar en la guerra. Desde Nueva York, al oscurecer, las agujas de los edificios que reflejaban el oro del crepรบsculo parecรญan mรกgicas, una imagen del Paรญs de Oz. En los aรฑos cincuenta, Truman Capote decรญa que el horizonte urbano parecรญa un “iceberg de diamante”.

Las Torres Gemelas arruinaron el horizonte urbano. Eran demasiado altas, se erguรญan con un frรญo desdรฉn de las proporciones graduales que habรญa adoptado la involuntaria configuraciรณn del horizonte urbano. Colocadas entre las viejas agujas elegantes, su presencia contundente, de techo plano, sin rostro, parecรญa abusiva y totalitaria. Las habรญan embutido en el lado oeste de la isla, sin presencia que las equilibrara en el lado este. Para algunos visitantes, su peso parecรญa capaz de hundir el sur de Manhattan en el agua. Desde el restaurante que habรญa en el piso 107, llamado Ventanas del Mundo, los demรกs edificios parecรญan juguetes, y las personas, comas. Las Torres Gemelas parecรญan rezongar: “Si no les gustamos, no nos miren.”

Con todo, el vacรญo es mucho mรกs que arquitectura y recuerdos. Tambiรฉn se trata de lo extraordinario que siguiรณ a los ataques del 11 de septiembre. La primera noche comenzaron a llegar los herreros con sus herramientas. Ningรบn polรญtico los habรญa convocado. No formaban parte de plan alguno. Simplemente fueron llegando. Uno de ellos dijo: “Cortamos el acero: van a necesitarnos.”

Cientos de ellos llegaron, trabajaron sin cobrar esa noche y el dรญa siguiente, y muchos dรญas despuรฉs. Durante las primeras noches, cuando no habรญa electricidad y la zona estaba tan oscura como a principios del siglo XIX, trabajaron con el duro reflejo del tungsteno y las luces halรณgenas, conectados a los cables de extensiรณn mรกs largos de la historia. Tenรญan un objetivo y ayudaron a improvisar los planes de recuperaciรณn. Los herreros sindicalizados levantan los marcos de acero de los edificios, y los quitan cuando les llega el momento. No hicieron desaparecer las Torres Gemelas: los terroristas cumplieron esa horrenda tarea; pero su participaciรณn fue importante en lo que siguiรณ. Cortaron las trabes estropeadas en tramos fรกciles de manipular, con aptitud e  inteligencia para resolver problemas que los trabajadores estadounidenses nunca habรญan afrontado. Utilizaron su fuerza. Pusieron en juego sus conocimientos. En realidad, fueron la vanguardia de un ejรฉrcito de casi dos mil hombres y mujeres (todos ellos pagados mรกs adelante), que al principio buscaban cuerpos, y despuรฉs limpiaron el millรณn y medio de toneladas de escombros que quedaron del World Trade Center. Se habรญa previsto que esta obra durara un aรฑo y medio. La terminaron en ocho meses.

Esos hombres โ€”junto con los bomberos, los policรญas y el personal de urgenciasโ€” fueron parte de una enorme transformaciรณn de la conciencia. No termina todavรญa. Le recordaron a los estadounidenses que los obreros, lo que antes se llamaba la clase trabajadora, siguen siendo una parte fundamental de la vida americana. Salvo los oficiales de la policรญa, pocas veces forman parte de la narrativa de la cultura americana. No hay programas de televisiรณn sobre los herreros, ni sobre los plomeros o carpinteros. El 11 de septiembre los devolviรณ a la imaginaciรณn estadounidense.

La enormidad de las pรฉrdidas tambiรฉn produjo una transformaciรณn en la identidad estadounidense. Como se sabe, Mohammed Atta y sus compaรฑeros musulmanes fascistas no sรณlo asesinaron estadounidenses. Mataron a personas de 88 distintos paรญses. Algunos eran banqueros de gran รฉxito, corredores de la bolsa, empresarios. Algunos eran cocineros y recaderos mexicanos o dominicanos. Murieron cristianos, judรญos y musulmanes en compaรฑรญa de ateos y agnรณsticos. Toda distinciรณn de nacionalidad, religiรณn, clase y raza se evaporรณ en la nube de polvo y cenizas. Los fanรกticos mataron sin discriminar. Crearon una democracia de los muertos.

Al mismo tiempo, le dieron lo que le faltaba desde hace mucho a la vida americana: un sentido de la proporciรณn. El regordete de media edad con opciones bursรกtiles, cuentas de banco en el extranjero y varias casas en los Hamptons, Aspen y el sur de Francia, muriรณ en forma idรฉntica que el joven inmigrante que vivรญa en un departamento de Queens con otros cinco. Durante las semanas siguientes a los ataques, los jรณvenes parecรญan todavรญa mรกs transformados que los demรกs. Eran los estadounidenses mรกs afortunados: maduraban despuรฉs del final de la Guerra Frรญa, viviendo en un mundo de dinero fรกcil y gran lujo. Hasta que reventรณ la burbuja de los punto com (mucho antes del 11 de septiembre), habรญan creรญdo que en la vida habรญa un solo rumbo: hacia arriba. Ahora, ante el horror verdadero โ€”no una falsificaciรณn cinematogrรกficaโ€”, se les veรญa por la ciudad mรกs callados, mucho mรกs educados. Despuรฉs de lo que pasรณ, ยฟcรณmo podรญa un joven reclamarle al mesero por el vino? ยฟCรณmo quejarse por el estado del aparato en el gimnasio? Al hablar con algunos de ellos, sus deseos parecรญan singularmente idealistas. Hablaban de dar clases durante unos aรฑos en alguna escuela pรบblica, de recorrer el mundo, mientras existiera, y aprender de los que vivรญan en una pobreza tan terrible que preferirรญan morir antes que seguir vivos. Querรญan leer los libros que no habรญan leรญdo, o irse a Italia un aรฑo y dedicarse a pintar, o trabajar en alguna organizaciรณn de la comunidad. Muchos artistas se lanzaron a diseรฑar planos para la superficie damnificada del sur de Manhattan.

Esperรกbamos las palabras de los poetas. No llegaron. Tuvimos que acudir al viejo consuelo de Auden y Yeats. Tardan mรกs las novelas y el cine. Ya llegarรกn, tratando de tocar las verdades mรกs profundas que hay en el fondo de los horribles sucesos. Despuรฉs del 11 de septiembre, los acadรฉmicos e intelectuales sin duda se habrรกn entregado a la introspecciรณn. Muchos se habรญan dedicado durante demasiados aรฑos a la teorรญa. La teorรญa literaria. La teorรญa feminista. La teorรญa econรณmica. Como adeptos a algรบn culto, a menudo se rendรญan a las doctrinas y el lenguaje especializado de la teorรญa, como los prisioneros del catecismo catรณlico, como los que se aturden en las madrazas del mundo islรกmico. Pero despuรฉs del 11 de septiembre, ยฟquiรฉn podrรญa seguir parloteando sobre los diversos y fatigados dogmas del posmodernismo? ยฟQuiรฉn podrรญa seguir escribiendo en los opacos cรณdigos de un criticismo derridiano a medio cocinar? ยฟQuiรฉn podrรญa insistir en que el lenguaje carece de sentido verdadero, o que sรณlo es un arbitrario sistema de signos esencialmente vacรญo?

 

Querrรญa que uno de los teรณricos acadรฉmicos dijera: โ€”He desperdiciado aรฑos en esta mierda. He estrechado mi inteligencia, en vez de ensancharla. Ahora me dedicarรฉ a ver el mundo como es. La razรณn de lo particular a lo universal, en vez de comenzar con mi preciosa teorรญa y buscar exclusivamente pruebas que la sustenten. Ahora escribirรฉ del mundo con precisiรณn y lucidez. Tratarรฉ de celebrar la alegrรญa y la risa de los niรฑos y el aroma salado de los rรญos. Me harรฉ miembro permanente del Partido de la Vida.

A la fecha, no he leรญdo nada que siquiera se aproxime a esas cosas. En cambio, ha habido las acusaciones previsibles, que hunden sus raรญces en el decenio de 1960 y atribuyen a los estadounidenses sus propias muertes. “Recibieron lo que se merecรญan” es la sรญntesis de esa posiciรณn. Quienes la formulan utilizan el lenguaje de la รฉpoca de Vietnam para definir Afganistรกn, aunque ambas cosas no se parezcan en absoluto. Lo hacen porque piensan que, si los estadounidenses participan en acciones militares, ellos deben ponerse de parte de los contrarios. La teorรญa debe preceder a la experiencia y, despuรฉs de todo, los hechos son construcciones realmente arbitrarias. En lenguaje filosรณfico, la esencia precede a la existencia. Una peligrosa inversiรณn de Sartre. Pero los viejos restos mortales de la izquierda suelen ignorar una verdad fundamental sobre Al Qaeda y los talibanes: son movimientos de derecha, llenos de certezas salvajes, opresores de las mujeres, enemigos del arte, dispuestos a asesinar extraรฑos con tal de imponer su punto de vista en el mundo. Son radicales, quรฉ duda cabe, pero su radicalismo quiere reducir la libertad humana, no ampliarla. Desconfรญan de la inteligencia y la decencia de las personas, e insisten, por ende, en gobernar con los preceptos del siglo VII.

Pero la derecha estadounidense se ciega de igual manera a las contradicciones de su discurso polรญtico. No aceptan la idea de que los terroristas islรกmicos se parecen a muchos fundamentalistas cristianos: estรกn convencidos de su propia superioridad moral, y empuรฑan la Biblia como sus contrincantes el Corรกn. Desdeรฑan la independencia de las mujeres modernas, estรกn obsesionados con el aborto, estรกn convencidos de la pena de muerte (aunque Jesucristo haya sido el objeto mรกs famoso del castigo capital en la historia, tras un juicio fraudulento). Se enfurecen ante toda indicaciรณn de “equivalencia moral”. Toda la fe de los miembros de la derecha participa, en alguna forma, de la yihad, convencidos de que su divinidad es la รบnica divinidad (aunque, en realidad, los cristianos de derecha no han asesinado a masas de personas con aviones secuestrados, y Timothy McVeigh parecรญa carecer de fervor religioso). Sin duda, inmediatamente despuรฉs de los ataques, Dios estaba en todas las reacciones estadounidenses. El presidente Bush mencionaba a Dios en todos sus discursos. Se interpretรณ interminablemente el God Bless America, himno estadounicรฉntrico popular. En la televisiรณn, los predicadores hablaban de Dios como si le hubieran marcado al celular y supieran que era un republicano inscrito en el partido. Muy pocas personas, ningรบn polรญtico en absoluto, se molestรณ en seรฑalar que Dios estaba en el centro del asunto, que los terroristas estaban motivados por visiones religiosas, por imรกgenes del divino paraรญso, por certezas asesinas sobrenaturales. Creรญan, como muchos cristianos โ€”desde los que murieron en Roma en el siglo III hasta algunos de los cristerosโ€”, en la redenciรณn por el martirio.

En un mundo atiborrado con seis mil millones de personas y sin suficientes alimentos, habrรก mรกs mรกrtires. Cuando la vida es intolerable, hay que achacรกrselo a alguien. Los mรกs fรกciles de culpar son los estadounidenses, por las razones mรกs fรกciles. El arrogante unilateralismo del gobierno de Bush lo estรก haciendo todavรญa mรกs fรกcil, aun entre amigos. Acusar es juzgar. Si se juzga culpables a los estadounidenses, entonces cada vez mรกs personas se sentirรกn con derecho a matarlos.

Recorriendo el paseo hacia el sur, entre corredores, carriolas y ciclistas, veo un mundo que otra vez luce normal. A mi izquierda, jรณvenes de ambos sexos juegan futbol en el tupido prado del North Meadow. En una banca, un saxofonista interpreta All the things you are. Un mexicano, con su esposa y dos niรฑos pequeรฑos, sentados en una manta, disfrutan de sus helados. Hay enamorados besรกndose en las bancas, abrazados, o contemplando las lanchas de carreras que surcan el rรญo. Una anciana lee una versiรณn con tipografรญa de gran formato de un best seller. Son ejemplos del fatalismo de Nueva York, que ha hecho soportable la vida. Al hablar con ellos, todos creen que seguramente habrรก mรกs ataques terroristas. Si Bush se lanza a la guerra contra Irak, podrรญa haber bombas o รกntrax en el metro. Podrรญan volar los puentes, reducir a escombros los tรบneles.

Pero no ahora. Hoy no. No en este momento. Todavรญa no.

Un crucero se dirige a los Estrechos para salir al Atlรกntico; los pasajeros se despiden desde la cubierta. Hay helicรณpteros patrullando en el cielo; pasan cada diez minutos. Un aviรณn sale de Newark y cruza sobre el puerto, elevรกndose hacia el norte. A la izquierda estรก el vacรญo. Detrรกs, altos edificios que todavรญa no reviven y que podrรญa ser necesario derruir. Otro helicรณptero vuela bajo, cerca de las azoteas de los edificios de Battery Park City. Las gaviotas se dispersan entre los รกrboles del Museo del Holocausto.

Nadie mira hacia arriba.

En Nueva York, sรณlo los turistas miran hacia arriba. ~

 

โ€” Traducciรณn de Rosamarรญa Nรบรฑez

 

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(1935-2020) fue un periodista, novelista, ensayista, editor y educador estadounidense.


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