Hoy es un deporte extendido vilipendiar a U2. El grupo irlandés sobrevive aferrado a sus viejas glorias, poco capaz de generar nueva música que conmueva no solo a las nuevas generaciones, sino a sus viejos seguidores. Bono, su rostro más visible, letrista y voz principal, hombre público que decidió sumarse a las buenas causas y a la filantropía, ha sido crucificado con duros y bien fundamentados cuestionamientos.
Pero no siempre fue así. Hace 30 años, cuando apareció Achtung Baby, U2 se aprestaba a encumbrarse como la banda de rock más popular y exitosa sobre el planeta.
Tres décadas ofrecen una buena perspectiva para celebrar, sin regateos, el exitoso salto mortal que acometió el cuarteto. En un punto de la ascendente trayectoria que lo había llevado de un postpunk entusiasmado y creyente a un rock atmosférico, que abrazaba de forma abierta las raíces del blues y a figuras cuasi sagradas como B.B. King, Billie Holliday, Bob Dylan y The Beatles, U2 leyó bien el entorno y cerró con dignidad los capítulos de The Joshua Tree (1987) y Rattle and Hum (1988).
En ambos se había solazado en su experiencia americana. Los amplios espacios abiertos, los mitos, las figuras y hasta los abusos geopolíticos del imperio habían quedado registrados en el primer álbum, que de modo magistral también lograba amalgamar búsquedas no siempre satisfechas de amor humano y cósmico. Rattle and Hum era un compendio, grabado en parte en estudio y en parte en directo, de la vida en el camino durante la gira de The Joshua Tree. La película que acompañó al álbum mostraba a un Bono agigantado, predicador, admonitorio; una joven estrella de rock queriéndose convertir no solo en vocera de su generación, sino en su prefecto y guía moral. Un Jim Morrison menos esquivo y más afecto a los reflectores, un pez en el agua de la celebridad mediática.
Las críticas que le llovieron al cuarteto, no solo a su fachada más notoria, seguramente llevaron a U2 a replantearse la forma y el fondo, a sacudir las fórmulas que ya habían confirmado como exitosas, a experimentar nuevos sonidos y a confrontar su propia imagen.
No es irrelevante que hayan decidido iniciar los trabajos de lo que sería Achtung Baby en los legendarios estudios Hansa Ton, de Berlín. Hasta ellos había peregrinado David Bowie para acometer la reinvención artística que dio como frutos los álbumes Low, “Heroes” y Lodger. Tampoco lo es que en la aventura los acompañara Brian Eno, quien colaboró con el gran camaleón en su trilogía berlinesa.
Bono, el guitarrista The Edge, el bajista Adam Clayton y el baterista Larry Mullen Jr. finalizarían las grabaciones de su séptimo álbum en su natal Irlanda, pero es evidente que una huella de cambio y disrupción, propia de la circunstancia berlinesa, había quedado en el espíritu de la obra. El Muro de Berlín había caído el 9 de noviembre de 1989, así que U2 trabajaba en un entorno de radical novedad y bienvenida incertidumbre.
Puesto a la tarea de sopesar el valor del Achtung Baby, releí el ensayo “Bringing up Baby”, que Rolling Stone comisionó a Eno y que la revista publicó el 28 de noviembre de 1991, apenas diez días después de la aparición del álbum. (Se reeditaría después como parte de U2. The Rolling Stone files, Hyperion, 1994). Inspirado intelectual del rock, Eno expone el modus operandi de la banda, su dinámica en el entramado de la industria discográfica (que ya no es lo que era), el entorno y, de manera especial, las influencias musicales que en ese momento aguijoneaban a U2. También reconoce las labores de producción e ingeniería de Daniel Lanois, Steve Lillywhite y Flood.
En el Berlín de los 90 del siglo XX (“renacido, caótico y optimista”, en los adjetivos de Eno), U2 se administraba Sly Stone, T. Rex, Scott Walker, My Bloody Valentine, KMFDM, the Young Gods, Alan Vega, Al Green e Insekt, un menú tan ecléctico como constatable en el producto que resultó.
Eno también calibra el riesgo que aquello involucraba: “Si sabes que probablemente vas a vender millones de álbumes por la fortaleza de tu trayectoria, ¿te mantendrías consistente con ella? ¿Estás decepcionando a la gente al moverte en nuevas direcciones? ¿La gente te valora por tu consistencia o por tus sorpresas?”.
Desde mi primera oída del álbum sufrí la abducción de su naturaleza rítmica. U2 podía bailar e invitaba a hacerlo. Era un abrazo abierto al erotismo de una banda que hasta entonces parecía más interesada en las causas elevadas y la búsqueda espiritual. De algún modo, en Achtung Baby U2 se permitió la abierta sensualidad y la carnalidad sin metáforas. ¿Qué quedó de sus exploraciones de la música americana?, le preguntaron a Bono en una entrevista de 1993. Su respuesta: “Una palabra: ritmo. Que es el sexo de la música. […] Era lo que necesitábamos. […] No puedes escribir canciones acerca de sexo si no lo tienes en la música.”
El ritmo podía venir de donde fuera; era bien recibido. Los estertores y quejidos mecánicos con los que abre “Zoo Station”, resonancia del metro berlinés, marcan el pulso de una obra en la que los grandes éxitos, como “Even better than the real thing” y “Misterious ways”, lucen por su capacidad propulsiva para danzar y extender los músculos.
En el talante arriesgado y experimental del Achtung Baby tiene un gran mérito The Edge, quien logra sonidos que hacen pensar en algo más que guitarras eléctricas y teclados. Sin hacer a un lado la garra propia de un alma educada en el rock, saca de la chistera uno de los mejores solos en la discografía de U2 en “Until de end of the world”, de abiertas resonancias wimwendersianas. Requinto brioso en track galopante, pieza clásica a partir de la figura de Judas Iscariote.
Pero si el álbum que nos ocupa tiene su lado voluptuoso y cinético, también alberga piezas como “So cruel”, “Acrobat”, “Love is blindness” y “One”, considerada por muchos la mejor balada y hasta la mejor composición de la agrupación irlandesa. El U2 que se asoma en ellas es el de la perplejidad frente al torbellino amoroso, el de las interrogantes sentimentales, el del yo codepediente (“Somos uno, pero no somos lo mismo / Tenemos que cargarnos el uno al otro”). Hay que tener presente que el matrimonio de The Edge acababa de fracasar y las heridas estaban frescas; eso también lo destila el álbum.
En un ejercicio de distanciamiento frente a la figura cuasi mesiánica que llegó a su clímax en Rattle and Hum, Bono creó los alter egos para el escenario de The Fly y McPhisto; con ellos se permitió liberar su figura de rock star. En las líneas de “The Fly”, la canción, se escucha: “No es un secreto que la conciencia puede ser a veces una peste / No es un secreto que la ambición muerde las uñas del éxito”.
De raíces, ambientes y estilos distintos, The Joshua Tree y Achtung Baby no solo son las cumbres más elevadas en la discografía de U2; son obras imprescindibles en el canon del rock. Luego vendría Zooropa (1993), otra disfrutable expedición por el techno, el soul y el matrimonio del rock y la cultura dance. Este periodo de U2 llegó a su fin con Pop (1997).
En estos tiempos de descargas digitales, en los que la cultura del álbum parece asunto de empecinados dinosaurios, coleccionistas, nostálgicos e incurables audiófilos, tal vez U2 ya no llegue a sorprendernos con otra reinvención afortunada. Podrá ser un asunto extramusical, pero a la banda también le afectan los cuestionamientos a su cantante, no solo por vanidoso y egocéntrico, sino por su cercanía a poderosos de la política y la empresa como George W. Bush o Bill Gates, por sus inversiones en Facebook, Apple, o en paraísos fiscales. En Bono: En el nombre del poder (Sexto Piso, 2013), Harry Browne documenta las incongruencias entre la persona física, el activista y el ídolo de multitudes ya no tan juveniles.
Pero en 1991, hace treinta años, muchos creíamos en Bono y en U2. Achtung Baby era un vibrante argumento para hacerlo. Y ahí sigue, a pesar de todo lo que vino después.
Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.