Para Gus Pérez, stone por décadas.
Los 70 ya iban en su segunda mitad y en las salas de arte de Gustavo Alatriste apenas se exhibía Ladies and gentlemen: The Rolling Stones, la película que pizcaba lo mejor de dos conciertos en Texas de la gira con la que sus Satánicas Majestades habían promocionado en 1972 su álbum doble Exile on Main St. Yo soñaba con ser Keith Richards, con su mechón de pelo blanco en la melena, sus botas y sus pantalones de campana, aunque el espejo me reflejara un regordete cuatrojos sediento de identidad.
Escuchaba de tarde en tarde “Rock a la Rolling” (“monumento al sonido pesado de los Rolling Stones”) que se transmitía por Radio Capital y me sabía lo mejor del repertorio del grupo, desde “(I can’t get no) Satisfaction” hasta “Gimme Shelter”, pasando por “Jumpin’ Jack Flash” y “You can’t always get what you want”. Sticky Fingers (1971) se había convertido en mi álbum favorito de los Stones y braceaba en mi torrente sanguíneo de modo natural tras un viaje a Huatulco, Oaxaca, que hoy puedo adjetivar como iniciático. Lo tuve por primera vez en caset y lo escuchaba con audífonos desde mi walkman. Disculpen el lector y la lectora mis nostalgias del periodo paleozoico.
Tampoco olvido que en mi último año de secundaria uno de mis compañeros me sorprendió con la grave admonición: “El Papa dijo que los que escuchen a los Rolling Stones se irán al infierno.” Eran tiempos del viajero Juan Pablo II; hice caso omiso de la condena, supuesta o real, y opté por un presente de blues-rock venenoso en lugar de un incierto futuro en el averno (el infierno, diré sartreanamente, son los otros. Y el calentamiento global).
Este 12 de mayo, Exile on Main St. cumple medio siglo. Para muchos es la obra cumbre de las Piedras Rodantes, si bien hay otros que lo acusan de exceso de paja y tracks. Y si bien mi opus stoniana cumbre es Sticky Fingers, con su warholiana funda pop (la de los jeans oscuros, la cremallera y el cierre), me es imposible no concederle a Exile on Main St. un sentimiento particular, un ambiente, un groove y una forma especial de manufactura.
Los Stones ya habían rolado por mucho tiempo por la Unión Americana, no solo en pos de su conquista de ese mercado fundamental, sino también por razones fiscales. Los contestatarios cuasirevolucionarios de Sympathy for the devil (One Plus One), el libérrimo documental de Jean-Luc Godard, nomás no querían socializar sus cuantiosas ganancias y preferían emigrar a donde las tasas impositivas fueran menos elevadas. De acuerdo con Robert Greenfield en Exile on Main St. A season in hell with the Rolling Stones (Da Capo Press, 2006), cada stone le debía al fisco inglés un promedio de $240,000 dólares –“una suma mucho más astronómica entonces de lo que es ahora”– y así terminaron en 1971 en Villa Nellcôte, en Villefranche-Sur-Mer, abajo de Niza y Cannes, en la costa azul francesa.
Richards había encontrado esa enorme propiedad de 16 habitaciones, en la que vivía con Anita Pallenberg, su pareja de entonces (quien ya lo había sido de Brian Jones y Mick Jagger), y en la que podía alojar a quien quisiera y habilitar cuantos espacios fueran necesarios para ensayar y grabar. Su estudio móvil ya le había reportado comodidad y ubicuidad a los Stones y otros grupos, así que hasta Francia llegaron a trabajar el productor Jimmy Miller y los ingenieros Glyn y Andy Johns.
Exile on Main St. (cuyo título de trabajo provisional fue Tropical Disease) también es considerado el disco de Richards, no solo porque se hizo en sus terrenos, a su manera y a sus horas, sino porque el impulso primordial provenía del guitarrista, sus excesos, sus pasiones, la confianza que le daba saber que el difunto Brian Jones ya no le disputaba el liderazgo musical de la banda, y que contaba con un joven (23 años) y talentoso requintista, Mick Taylor, con quien podía hacer y deshacer a la hora que le viniera en gana. Dicho de otro modo: podía despertarse al mediodía, bajar las escaleras, ensayar y grabar; o amanecerse intentando toma tras toma de la misma pieza e irse a la cama hasta bien entrada la mañana.
Los mejores recuentos de testigos sobre esos meses de creatividad desbordada –son notables los del ya citado Greenfield y los de Nick Kent– describen una especie de comuna con muy poco de tranquilidad arcádica y mucho exceso y decadencia de aristócratas sin freno. Richards y Pallenberg no acaban de estar totalmente limpios de su adicción a la heroína. Mick Jagger recién había contraído nupcias con Bianca Rose Pérez Moreno de Macías, modelo nicaragüense, y prefería estar en otros sitios cercanos, más propios del jet set, del que ya se sentía integrante distinguido. Eso sí, estuvo ahí siempre que se le requirió y supervisó la mezcla final del álbum doble en Los Angeles; es decir, le dio forma y lo pulió.
Si me pongo a jugar a las vencidas con los que opinan que al Exile le hace falta una buena edición y/o le sobran varias canciones, no les costará trabajo doblarme el brazo. Pero cualquier grabación que incluya cortes como “Tumbling dice”, “Sweet Virginia”, “Happy”, “Rocks off”, “Rip this joint” y “Shine a light” se defiende sola. El arte gráfico de Robert Frank, fotógrafo creador del clásico testimonio The Americans, es la mejor envoltura, la más significativa, para un producto cultural en el que los Rolling Stones realizan uno de los más asombrosos milagros de la polinización cruzada en el arte popular: un puñado de músicos ingleses al borde de la treintena consiguen en 18 canciones que duran poco más de una hora en total, un crisol sonoro en el que resuenan el blues, el gospel, el country, el folk y el rock’n’roll. Exile on Main St. es el fruto de una peregrinación acaso más natural, espontánea y lograda que la que décadas más tarde conduciría a U2 a realizar grabaciones como The Joshua Tree y Rattle and Hum. Es América (es decir, los Estados Unidos de) resemantizada por los ingleses para consumo feliz de la juventud de ambos lados del Atlántico y más allá.
Con este álbum legendario los Stones afinan un sonido y una formación que les permiten posicionarse para siempre como “the greatest rock’n’roll band in the world”, al dotarlos de los poderosos metales de Bobby Keys (gran saxofonista y compadre de Richards en riesgosos placeres administrados por vía intravenosa) y del trompetista Jim Price, así como de los teclados juguetones, pintorescos e inspirados de Nicky Hopkins (que algunos tuvimos la fortuna de escuchar en vivo el 27 de agosto de 1977, acompañando a un bamboleante Joe Cocker en el demolido Toreo de Cuatro Caminos). También toca el piano Ian “Stu” Stewart, quien no solo le dio su boogie woogie al grupo, también multitaskeaba como secre.
La lucrativa corporación a la que no han logrado frenar la misteriosa muerte de Brian Jones, la deserción del bajista Bill Wyman ni el deceso el año pasado del discreto caballero Charlie Watts, la banda de los inconfundibles labios y lengua diseñados por John Pasche –uno de los logos más poderosos del capitalismo tardío– ya cumplió con la gira que había dejado pendiente en 2020 en los Estados Unidos de América por culpa del coronavirus y se apresta a dar la vuelta por Europa, arrancando el 1 de junio en el Wanda Metropolitano de Madrid.
Los Stones han acumulado dólares, propiedades, riquezas, pero no demasiados álbumes repletos de buenas canciones desde Some girls (1978), sin duda su última colección con homogéneo y elevado puntaje de bateo. Su siglo XXI ha sido de sencillos para alentar giras de elevado voltaje, iluminación y tramoya. Jagger sigue siendo ejemplo de acrobacias peterpanescas sobre el escenario (“moves like Jagger”, canta alguno de sus sucesores) y de insaciable donjuanismo. Richards apuntala segundo a segundo su fama de inmortal (“Yo nunca tuve problemas con las drogas –declaró alguna vez a Rolling Stone–; yo tuve problemas con la policía”.)
Alguien se animará algún día a hacer el retrato paralelo de las ambiciones de la generación del baby boom al analizar trayectoria y decisiones de la organización co-liderada por Jagger y Richards, que alguna vez, en los lejanos años 60, alabó la figura del “Street Fighting Man”. Sorprendente tránsito de la admiración por las barricadas hasta los complejos esquemas financieros para que el espectáculo pueda continuar y ser rentable. Yo, por mi parte, sigo sin apanicarme porque oír completo Exile on Main St. pueda condenarme a una eterna rostizada en el infierno. Es más, lo recomiendo. Es solo rock’n’roll, del mejor que se ha hecho en el antropoceno; y no me asusta.
Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.