Llevamos más de quince años luchando contra el populismo y al populismo le va cada vez mejor. Igual es que luchamos mal, o que no luchamos tanto. A veces parece que los populistas se han hecho elitistas, y viceversa. Por ejemplo, se decía que el populismo consiste en proponer soluciones simples a problemas complejos. Ya me dirán ustedes a que se dedican parlamentos y gobiernos de todo pelaje, convertida cualquier cuestión pública en un problema meramente comunicativo. También se explicaba que el populismo enfrenta a un pueblo quintaesenciado, honrado y paciente con unas élites remotas y codiciosas, que lo manipulan y vampirizan. Veamos.
El impulso de los “indignados” y el 15M tuvo mucho que ver con extender sobre las “élites”, en sentido amplio, una sospecha genérica. Las élites, todo sea dicho, lo pusieron fácil. En la política como en los medios, la crisis de la intermediación llevaba a impugnar todo el sistema: ya fuera la democracia parlamentaria, con sus diferimientos y su engorrosa obsesión procedimental, o los medios tradicionales. Hoy produce sonrojo releer las cosas que llegaron a decirse de, por ejemplo, Wikileaks; y muchos de los que medraron en aquellos ambientes participan ahora de unos círculos de poder que pretenden restaurar las puertas en el campo; o, dicho en fino, el gatekeeping.
En política también se ha producido un desplazamiento, acelerado en España por el acceso al gobierno de la coalición blanda entre socialistas, izquierda populista y nacionalismos. Se mezclaban las ingenuidades populistas de una parte del electorado y los nuevos cuadros con que otros, en el PSOE y el antiguo comunismo, nunca perdieron de vista de qué va eso de mandar. El procés catalán y la tradición política vasca aportaron también su expertise. Una coalición negativa –una, por así decirlo, “moción de censura cotidiana”– no podía sino volcar sus mayores esfuerzos en deslegitimar a la oposición, antes que a construir un proyecto propio y común. Y a eso se dedicaron el gobierno y sus medios afines desde el primer día; una táctica que, además, le es familiar y le ha dado buenos resultados al PSOE desde hace veinte años. Lo decisivo en la nueva vuelta de tuerca es una interpretación generosa de quién pueda ser la “oposición”, categoría que ahora incluye a periodistas incómodos, empresas, bloques de votantes y, en fin, ciudadanos particulares. Una interpretación, esta sí, puramente populista, en el sentido latinoamericano.
El caso de más alto perfil ha sido el del Fiscal General del Estado saliente, porque lo que se ventilaba en el debate público sobre su actuación –no en el Supremo, cuyo fallo excede como es obvio este artículo– era la potestad del ministerio fiscal para revelar datos de un particular, bien que fuese para “desmentir un bulo”; y con el presumible fin último de perjudicar a un rival político. Y el gobierno y buena parte de los medios que lo sostienen –de nuevo, en muchos casos, herederos del quinceemismo y aquel supuesto “periodismo ciudadano”– abrazaron alegremente la tesis de que tal potestad existía, o incluso que era más bien un deber.
Decía que el caso del Fiscal es a lo más alto que ha llegado la cuestión, porque por lo bajo hay competencia. Los cargos de Podemos se apuntaron con fruición al señalamiento de particulares desde posiciones de poder –¿qué otra cosa cabía esperar de ellos?–; e Irene Montero acabó pagando la reiteración con una condena en el Supremo en 2023 por llamar “maltratador” a Rafael Marcos, ex pareja de María Sevilla, fundadora de Infancia Libre. (Sevilla, por cierto, había sido indultada por el gobierno el año anterior.) Se recuerdan también exabruptos similares de Ione Belarra, Ángela Rodríguez o la misma Yolanda Díaz. Los usos y costumbres de la izquierda dura se han contagiado rápidamente a otros ministros y cuadros socialistas de las últimas hornadas, que tampoco son exactamente extraños a la voluntad de poder.
Una vez más, las lógicas perennes del poder arramblan con los fines declarados, los discursos y el espíritu y hasta la letra de las leyes: un reglamento europeo nos obliga a considerar tediosamente cookies que a duras penas entendemos; pero se acepta que Hacienda, el Ministerio público o una camarilla de periodistas manejen datos confidenciales y la reputación de particulares con la misma ligereza que un principito predemocrático cualquiera. Porque, y pongamos esto como tesis provisional, han sido la insustancialidad y la inconsecuencia de un cierto concepto demótico del poder las que han permitido que ahora esté menos controlado que hace quince años.
Otro factor ha sido el apalancamiento del gobierno sobre ciertos movimientos sociales –véanse el 8M, hoy desinflado, desdoblado y avergonzado por los propios partidos que lo elevaron; o ciertas manifestaciones climáticas–. Que, en la práctica, parecen orientarse más al marcaje de los ciudadanos que al de los poderes. En buena medida porque las organizaciones que protagonizan esos movimientos no son contrapoderes, sino adherencias o entramados de poder paralelo, aislados de cualquier rendición de cuentas.
Será difícil encontrar un caso mejor de estudio sobre todos estos fenómenos que la pandemia y su respuesta política. En lugar de fiscalizar la actuación de los gobiernos y de las fuerzas del orden –que siguen por fiscalizar, salvo ridículas escenificaciones de parte–, los españoles se dedicaron a aplaudirles bajo la especie de estar celebrando a los “sanitarios”; a poner musiquita y a reñir a quienes, con una u otra razón, escapaban siquiera un rato del encierro o la mascarilla. El confinamiento atizó nuestro espíritu reglamentista y nuestra imaginación constitucional: el colegio de gestores de fincas y las contratas de seguridad legislaron sobre derechos fundamentales. Se acusó en bloque a los jóvenes de apiolar a sus abuelos; y, como la pandemia nos había sabido a poco, mantuvimos el tapabocas, convertido en emblema de conformidad, más allá de ningún otro país desarrollado –hoy también afloran algunos de los motivos ocultos–.
Como todo esto sucedió bajo un gobierno de izquierdas, fue divertido –por decir algo– ver a los mismos que nos daban la tabarra cotidiana en la facultad con el Panóptico y con Foucault convertidos en los defensores más ardientes del control biopolítico. En fin, se cumplió con la generación del 15M la invectiva de Lacan contra los estudiantes del 68: buscaban un amo y lo encontraron. Lo que pasa es que, por el camino, nos lo han endosado a los demás.