Albert Camus, el moralista en combate

La editorial Debate acaba de publicar "La noche de la verdad: Los artículos de Combat (1944-1947)". En el prólogo Manuel Arias Maldonado señala las virtudes democráticas y antitotalitarias del escritor franco-argelino, la evolución de sus posiciones políticas y su acercamiento poco sistemático a la filosofía.
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Albert Camus fue nombrado redactor jefe de Combat, periódico que hablaba en nombre de la Resistencia francesa contra el nazismo, en otoño de 1943; apenas contaba treinta años. El dato es chocante: pensamos en un autor reputado cuando pensamos en Camus, pero entonces no lo era todavía. Es cierto que su vida había empezado a acelerarse y ya solo se vería frenada por el accidente de coche que lo mató en enero de 1960, dejándonos para siempre la imagen emblemática del escritor que se da un aire al Humphrey Bogart de la Warner y fuma Gauloises en blanco y negro. Pero a comienzos de la Segunda Guerra Mundial solo era un escritor vacilante que encadenaba aventuras amorosas moviéndose entre Argel y Orán, lejos de París y por tanto del éxito que tanto anhelaba. Es la publicación casi simultánea de El extranjero y El mito de Sísifo en 1942 la que le abriría las puertas del estamento literario. Poco después de su aparición, tras pasar una temporada recuperándose de su vieja tuberculosis en un sanatorio situado al norte de Occitania, Camus entró a trabajar a tiempo parcial en la editorial Gallimard, mientras su esposa Francine le esperaba en Argelia. Y fue entonces cuando —tras haber sido rechazado en varias ocasiones por el ejército por razones de salud— asumió la responsabilidad editorial en Combat, formalizando así su relación con la Resistencia. El joven Camus se convertiría con ello en una de las voces más prominentes de aquella Francia minoritaria que no se resignaba a ser Vichy.

En este volumen se recogen, a partir de la edición minuciosa de Jacqueline Lévi-Valensi, la totalidad de los textos que Camus escribió para Combat entre marzo de 1944 y junio de 1947, con el añadido de varias piezas aparecidas en 1948 y 1949. Son textos firmados por el escritor francés o que pueden atribuírsele con cierta seguridad: 138 editoriales, 27 artículos. El periódico existía desde diciembre de 1941, cuando tiraba irregularmente apenas mil copias; a finales de 1943 llegaba a las 250.000. Su alcance era notable y la publicación servía como centro de relaciones para los miembros de la Resistencia. Hay que recordar que los nazis seguían en Francia; por algo dice Camus en su primer artículo que es necesario implicarse: la Francia que mira debe sumarse a la Francia que lucha. Combat importa porque la exaltación del buen patriotismo es parte del esfuerzo bélico: los franceses están unidos por una “solidaridad del martirio” que exige la oposición activa contra el enemigo común.

Camus describe Combat como un periódico cercano al socialismo, que es crítico con el marxismo y el cristianismo pero se empeña –con poco éxito– en dialogar con ambos. Dirá también, al final de la aventura, que Combat nunca quiso ser un periódico de partido; se trataba de contribuir al debate pluralista con arreglo al espíritu de la Resistencia: “Al sublevársele el corazón consolidó [la Resistencia] unas cuantas verdades de la inteligencia”. Es una manera muy francesa de describir una empresa precaria organizada alrededor de Charles de Gaulle, hombre providencial con rango de general al que Combat –acaso por falta de alternativa– se mantuvo siempre fiel; tanto que, como ha señalado Olivier Todd, no impugnó el mito gaullista según el cual Francia fue liberada por los propios franceses

((Olivier Todd, Albert Camus: Una vida, Barcelona, Tusquets, 1997.
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. Se ve que el imperativo moral que nos obliga a decir siempre la verdad, después de todo, también conoce algunas excepciones. En todo caso, Camus fue el primero en admitir en estas páginas que la Resistencia no estaba compuesta de santos, porque no aspiraba a una nación de santos. Quizá pensaba en él mismo: durante todo este periodo, nuestro hombre se mantuvo separado de su esposa y entabló una intensa relación sentimental con la célebre actriz de origen español María Casares, a la que conoció en una reunión con gente del teatro interesada en montar El malentendido. Solo al terminar la guerra, cuando Camus se reunió con Francine y esta quedó embarazada, Casares rompió con él.

Camus el editorialista

¿Qué interés presentan hoy estos textos periodísticos? Han pasado más de setenta y cinco años desde la aparición del primero de ellos; el siglo XX se va alejando de nuestra vista. Sin embargo, nos sigue fascinando: tanto la lucha democrática contra el totalitarismo nazi como el brutal experimento comunista poseen una fuerza emocional y simbólica difícilmente parangonable. Se trata, por añadidura, de conflictos humanos universales llamados a reproducirse bajo formas distintas; de ahí que aún nos miremos en el espejo de aquel siglo. A la pregunta sobre el interés de estos artículos puede responderse así de manera inequívoca: hay que leerlos. Pero no hay una sola razón para hacerlo, sino que esta dependerá del aspecto que más llame nuestra atención. Y es que son una pequeña historia, oblicua si se quiere, de un momento apasionante de la historia europea y francesa, además de una intervención vigorosa en el debate de ideas de su tiempo. Para especialistas como David Carroll, prologuista de la edición estadounidense, su principal interés es así político; son textos pegados al terreno de los grandes acontecimientos y en ellos puede dibujarse una trayectoria personal —que es la de Camus y tantos otros— que va del entusiasmo a la decepción.

Desde luego, la temática es exhaustiva. En estas páginas se habla de justicia, comunismo, revolución, imperialismo; se discute la depuración desarrollada en Francia tras el desmantelamiento de Vichy; se medita sobre el significado de la democracia y su relación con el socialismo. Pero también hay una riqueza de detalles que nos aproximan vivamente a una época que solemos ver representada con trazos gruesos: el editorialista Camus se queja de que el Gobierno impone una tributación opresiva a la industria del cine, habla de la arquitectura internacional cuyo estilo empezaba a insinuarse, visita un sur de Alemania cuya rubia serenidad le sorprende, o reacciona a un discurso que Churchill ha pronunciado la víspera. Es además uno de los pocos intelectuales franceses que expresa su horror ante el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, concediendo sin embargo que pudo ser necesaria para forzar la rendición del imperio japonés. El razonamiento es típico de Camus: se horroriza ante una realidad atroz sin ofrecer una alternativa plausible. ¿Reside aquí una de las razones de su éxito?

Para el lector español, la compilación se ve enriquecida por sus frecuentes alusiones a nuestro país. Recordemos que Camus estaba vinculado familiarmente a España, ya que sus bisabuelos maternos emigraron a Argelia desde la depauperada Menorca de mediados del siglo XIX; el interés natural de los europeos por la insurrección franquista y la instauración de la dictadura se veía reforzado en su caso. Combat se hacía eco de una esperanza que Camus convirtió aquí en mandato: “Esta guerra europea que empezó en España hace ocho años no podrá terminar sin España”. Para nuestro editorialista, la situación española venía provocando desde 1938 una “vergüenza oculta” a los auténticos demócratas, que no podían olvidar cómo el Gobierno progresista encabezado por Daladier internó a medio millón de refugiados españoles que huían de la guerra en campos de concentración; entre ellos, un Antonio Machado a quien Camus aludía con amargura. A finales de 1945, lo que quedaba era el deseo de que España estuviera en la agenda de los Aliados. Y un reproche: la retórica democrática de estos últimos se veía comprometida por la sola existencia del régimen franquista. La realidad se interponía una vez más en el camino de la moral; no cabe duda de que España fue otra de las decepciones de Camus en la posguerra.

Historiador del momento

Sin embargo, estos artículos no se definen solo por sus temas. Son también un estilo, un modo de decir las cosas cuyo eco resuena particularmente ahora que se ha renovado el interés por las condiciones de la conversación pública y el papel que los medios de comunicación desempeñan en ella. Hoy vuelve a preocuparnos –como preocupaba a Camus y preocupó a Orwell o a Aron, incorporado a Combat después de la derrota nazi– la intrincada relación entre persuasión y verdad. Por lo demás, se trata de textos firmados por un escritor (o atribuidos a él) que sigue siendo reeditado, leído, citado; un escritor que, además, sigue en pie como uno de los mitos literarios de una época que los producía con facilidad. Leer al Camus que ejercía como editorialista durante la larga noche europea permite comprender mejor al Camus que trabajaba por entonces en La peste o formulaba por vez primera ideas que luego fructificarían en El hombre rebelde. Merece la pena leer a este periodista que a menudo se pone el traje del filósofo político. ¿Prestaríamos atención a estos editoriales si no los firmase Camus? Es difícil saberlo; el caso es que los firma él.

En estas páginas, se define al periodista como a un “historiador del momento” que, enfrentado al carácter elusivo de la verdad, debe comprometerse éticamente con la objetividad y la prudencia. Y Camus parece dirigirse a nosotros, que hablamos de posverdad y noticias falsas, cuando advierte que, en el terreno del periodismo, es mejor no reemplazar los hechos por los propios deseos. Curiosamente, Aron reprochará a Camus tener poco interés por los detalles; como otros habían lamentado, durante sus años de formación, su acercamiento poco sistemático a la filosofía. No es sorprendente: el interés de Camus estaba en las ideas y se deslizaba hacia la reflexión moral, donde los detalles cuentan pero la realidad puede estorbar. Pero sus intuiciones sobre la neutralidad de instituciones democráticas y medios de comunicación son acertadas: mientras que el Estado no puede enseñar en las escuelas “verdades no reconocidas por todos”, la prensa solo puede cumplir su papel si rehúsa abrazar ideologías particulares y proporciona una arena para el diálogo a lo largo del espectro político. De modo que la primera mitad del siglo había dejado claras sus lecciones; hoy parecieran olvidadas.

Hay que tener en cuenta que, en su mayor parte, lo que Camus escribe son editoriales bajo seudónimo. Se trata de un género con servidumbres propias, que sin embargo encaja como un guante con las inclinaciones moralizantes del escritor francoargelino. No en vano, él mismo advierte que se vive en una “era de la indignación” que no permite el empleo de la ironía; las circunstancias no invitaban a la ligereza. Para más inri, la tendencia de los comentarios editoriales a la separación de buenos y malos, acompañada por lo general de exigentes llamamientos a la acción, se veía naturalmente reforzada en el marco de la guerra buena contra la Alemania nazi; si alguna vez ha existido eso que ahora llamamos “claridad moral” fue entonces, cuando millones de personas se sacrificaron en la lucha contra unos malos inequívocos. Y con todo, esa claridad quedó irremediablemente emborronada allí donde la ocupación nazi dio lugar a regímenes colaboracionistas como el de Vichy. La herida abierta en el corazón de la sociedad francesa exigía sutura inmediata, aunque fuera por medio de la ficción gaullista que distinguía la Francia verdadera de la falsa Francia. En uno de sus primeros editoriales, Camus habla de una Francia partida en dos: “la Francia de siempre y los que quedarán destruidos por haber intentado destruirla”. ¡Vigorizante ilusión! La dificultad de trazar una línea de separación entre ambas se verá con claridad en la posguerra, cuando los intentos por “purgar” Francia produzcan dilemas morales que —como veremos luego— transformarán la concepción camusiana de la justicia.

En Camus hallamos, al igual que en Orwell, la preocupación por el mot juste o “palabra correcta” sin el cual no podemos debatir de manera genuinamente democrática. Se trata de una creencia conmovedora, una suerte de esperanza en los significados unívocos que remite al mito de Babel. Lo cierto es que palabras como “justicia”, “libertad” o “democracia” no tienen un único sentido; otra cosa es que debamos ponernos de acuerdo sobre aquel que vamos a usar cuando nos sentamos a hablar. En todo caso, Camus sabía emplear las palabras, como atestiguan sus editoriales. En ellos despliega una retórica particular, un discurso que se presta a la declamación y que se define por un conjunto de decisiones estilísticas que se mantienen estables a lo largo de esta serie de artículos. No en vano, el novelista conocía el oficio. Había trabajado como periodista en Argel bajo el manto protector de su amigo Pascal Pia y lo había hecho en unas condiciones materiales precarias, alimentando la publicación de Alger Républicain y de Le Soir Républicain con la reelaboración de teletipos.

¿Cómo dice entonces Camus lo que dice? Ya se ha apuntado que hace un uso generoso de la primera persona del plural: sea para hablar en nombre de la Resistencia o para sugerir el acuerdo unánime de todos los franceses, el “nosotros” constituye el punto de vista habitual en los editoriales. Estos tienen siempre una extensión similar y arrancan con una idea, complementada por uno o dos ejemplos; salvo que lo hagan con un suceso particular cuyo comentario conduce a la exposición de la idea. Destaca en ellos el empleo retórico de la interrogación; como si los artículos fuesen un diálogo con los lectores o consigo mismo. Camus formula las preguntas a partir de las respuestas que desea ofrecer, pero el texto da una mayor impresión de viveza así organizado. De este modo comienza el artículo publicado el día después de la capitulación de Alemania: “¿Quién podría pensar qué expresión atribuirle a este día delirante que no lo traicionara?”. En otras ocasiones, el tono es didáctico, como cuando se pregunta qué es la milicia, cómo debe hacerse la guerra o qué es un periodista. El interrogante puede también ser enigmático (“¿Cuándo se dice que un hombre ha puesto su vida en orden?”) o atribuir al nosotros que habla la cualidad de juez moral (“¿Vamos a aprobar o no esa condena?”). Y no falta, en fin, la alusión irónica como respuesta a la aclaración de que la censura militar de la prensa solo es un control que obedece a razones de seguridad: “¿Cómo no inclinarse ante tanto pudor y tan firme cortesía?”.

Sobre todo, Camus se solaza en el juego de contrarios: como si la moralidad fuera una dialéctica. Por ejemplo: “a partir del momento en que ya se nos ha reconocido nuestro derecho, empieza nuestro deber”. O bien: “No somos hombres que odien. Pero no nos queda más remedio que ser hombres justos”. Sus oposiciones pueden ser descriptivas (“Alemania lo sacrificó todo para no conseguir nada”), temporales (“Este París que lucha esta noche quiere mandar mañana”) o sentimentales (“Pero el problema que se plantea, en cambio, no es cosa de la Administración. Es cosa del corazón”). En una época caracterizada por las ideologías totalitarias, hay que comprender el recurso a la disyuntiva tajante: quien no está con la Resistencia, dice Camus, está contra la Resistencia. Es habitual también, en consonancia con el género periodístico del editorial, el recurso al epigrama sentencioso. A menudo es brillante y el fraseo nos recuerda al teatro de su autor: “Y es que para muchos hombres el éxito es una ley y la brutalidad, una tentación”. En otras ocasiones, la brillantez es superficial: “el patriotismo no es una profesión”. Y aun otras, Camus incurre en una grandilocuencia tremendista que habría encajado bien en las redes sociales de nuestro tiempo: “Francia y Europa tienen hoy que crear una nueva civilización o perecer”. Pero el escritor termina reapareciendo y es difícil encontrar mejores formas de comenzar una réplica que aquella que dirige a François Mauriac, en el contexto de su larga controversia sobre la depuración, en diciembre de 1948: “Contestarle es asombrarme”. No es una pose: Camus sospechaba que Mauriac tenía razón al preferir la indulgencia a la justicia y así terminaría reconociéndolo.

La sombra del marxismo

Y es que el estilo no lo es todo; está, debe estar, al servicio de aquello que se quiere decir. En su descripción del periodista, Camus señalaba que este debe tener ideas; no digamos ya el editorialista. Es aquí donde cobra importancia el contenido de estos textos, cuyos temas más recurrentes están presentes de una manera o de otra en la obra ensayística, narrativa y teatral de su autor. Olivier Todd señala que Camus no es una excepción entre los miembros de la Resistencia y sale de la guerra lleno de ilusiones revolucionarias simplistas; quizá la esperanza posbélica no podía adoptar otra forma. En el caso de Camus, es posible identificar cierta ingenuidad cuya expresión más común es el deseo de que lo improbable pueda hacerse posible. Así sucede cuando dice que la única buena política de cualquier gobierno es contar siempre la verdad o cuando vislumbra una economía internacional en que “las materias primas se pongan en común, en que la competencia comercial se convierta en cooperación, en que los mercados coloniales estén abiertos para todos”. ¡Un mundo feliz! Se trataba, al fin y al cabo, de maridar política y moral: una cuadratura del círculo en la que no quedaba más remedio que creer, en vista de un continente devastado, ahora que el horizonte de la paz comenzaba a insinuarse.

Para Camus, la primacía de la moralidad en la política implicaba el rechazo tanto de la ideología como de lo que denominaba “realismo político”. A la altura de septiembre de 1944, llega a decir que los miembros de la Resistencia están decididos a “reemplazar” la política por la moralidad. Se ve aquí con claridad la función de ese lenguaje sin ambigüedades al que ya se ha hecho referencia: el tiempo de la moralidad es aquel “en que el lenguaje se vuelve límpido y en que es posible usarlo incluso frente a los realistas”. Es patente que Camus aspira a otra forma de hacer política: una que evite la repetición de los desastres de la primera mitad del siglo europea, cruenta sucesión de conflictos bélicos que en el caso francés se remonta hasta la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Y, como buen enemigo del realismo, su primera tarea es evitar que los medios terminen por ser más importantes que los fines.

En este punto, la sombra del marxismo es alargada: ya sea en su versión revolucionaria o estatalista, la convicción de que la felicidad total de los hombres es científicamente cognoscible y políticamente realizable contamina sin remedio la siempre difícil relación entre medios y fines. Es un tanto desconcertante que Camus afirme al respecto que todos estamos de acuerdo en cuanto a los fines, pero diferimos sobre los medios, porque no está claro que sea el caso.

Por una parte, su posición es firme: el fin no justifica los medios. Y se equivocan quienes, borrachos de finalidad, piensan lo contrario. Camus tiene aquí el acierto indiscutible de igualar las ideologías nihilistas, como el fascismo, con las filosofías que toman la Historia como un absoluto. Lo hacía, además, bajo el fuego cruzado de las exitosas publicaciones periodísticas del poderoso Partido Comunista Francés, que incluían el diario L’Humanité y el semanario Action. Camus había militado en el partido en Argelia, pero terminó saliendo por la puerta de atrás debido a las suspicacias que provocaba su heterodoxia intelectual; ahora decía en las páginas de Combat que ellos, que querían representar a la Resistencia, no eran comunistas. Eso no significa que Camus viera por entonces a la URSS como un régimen totalitario, pese a que había figuras cercanas a él que habían manifestado ya sus dudas: André Gide había escrito su Regreso de la URSS en 1936, mostrando abiertamente sus recelos hacia el régimen soviético y describiendo sus incongruencias con sorprendente lucidez

((André Gide, Regreso de la URSS, Madrid, Alianza, 2017.
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. A finales de 1946, empero, Camus se adelanta a muchos de sus colegas cuando afirma que el marxismo es absolutamente falso porque reclama para sí el monopolio de la verdad.

Así que, a diferencia de los comunistas, Camus no cree que cualquier medio sea bueno para hacer felices a los seres humanos. Sorprende, en cambio, que dé por supuesto que compartimos los mismos fines. Tal vez se deba a que Camus consideraba la idea del socialismo como una gran idea, siempre y cuando se diferenciase entre un socialismo marxista y un socialismo liberal. ¿En qué consiste este último? Camus sugiere que es la conciliación de una economía colectivista y una política liberal, cuyo resultado no es otra cosa que una “democracia popular”. De qué manera haya de hacerse esa conciliación, en ningún momento se nos aclara; quizá porque se trata de un desideratum más que de otra cosa. Lo que Camus busca es asegurar por partida doble la justicia y la libertad: un Estado social donde cada individuo goza de las mismas oportunidades que los demás y un clima político donde la persona es respetada por lo que es y lo que expresa. En el fondo, Camus hablaba de la democracia liberal y bienestarista que se iría haciendo realidad durante la posguerra; aquella que defendería con tino su compañero de redacción Raymond Aron. Y resulta comprensible que, entre las ruinas del final de la guerra, defienda con ardor que Francia y Europa tienen que ganar la contienda primero y después hacer “una revolución”. Por esta se entiende ya algo diferente a lo que simbolizan 1789 y 1917, que a ojos de Camus “siguen siendo fechas, pero han dejado de ser ejemplos”.

¡La revolución! Es difícil exagerar la presencia que mantuvo, durante los dos primeros tercios del siglo XX, el debate sobre ella. El tiempo de las revoluciones inaugurado en Francia en 1789 y culminado en Rusia en 1917, sin olvidarnos de las revoluciones liberales de 1830 y 1848, ya había pasado. Pero la vigencia intelectual del marxismo, combinada con los procesos de descolonización primero y el estallido de la contracultura después mantuvieron viva la esperanza revolucionaria entre los intelectuales y en la izquierda organizada alrededor del comunismo en su florida variedad: leninismo, trotskismo, maoísmo. Las reflexiones de Camus sobre la revolución están todavía marcadas por la influencia del modelo soviético, que salió de la guerra fortalecido por la victoria ante los nazis y todavía no había exhibido ante el mundo –como haría en Budapest y Praga– su vocación totalitaria: ni se había publicado Archipiélago Gulag, ni Mao había puesto en marcha sus devastadores experimentos sociales. En este contexto, la crítica que hace Camus del marxismo tiene especial valor; lo mismo puede decirse de su defensa de la democracia.

Su argumentación sigue una línea coherente. Si en agosto de 1944 demanda “una auténtica democracia popular y obrera” que reconcilie la libertad con la justicia, advirtiendo de que esa democracia está aún por construirse y que habrá de erigirse cuando llegue la paz, previene asimismo contra las doctrinas –como el socialismo marxista– que se quieren infalibles. Es gradualista: la condición humana solo puede mejorarse paulatinamente. Pretender otra cosa, como hacen las ideologías utopistas, es inmodesto. He aquí una noción de gran interés, mediante la cual Camus se aproxima, acaso sin pretenderlo, al liberalismo político: la democracia no es tanto la forma ideal de gobierno como la mejor entre las disponibles. El escritor franco-argelino hace esta afirmación en el editorial, firmado con su nombre, que aparece el 30 de abril de 1947: “Es posible que no exista un régimen político bueno, pero no cabe duda de que la democracia es el menos malo”. Hay así razones para pensar que, cuando Churchill formuló esta misma idea en noviembre de ese mismo año, no fue el primero en hacerlo.

El valor de la democracia estriba, para Camus, en su modestia. No quiere tener toda la razón, como el marxismo; su propia estructura pluralista es ya la admisión de que nadie puede apropiársela. Y los límites que impone al ejercicio del poder político, entre ellos la separación de poderes y el imperio de la ley, protegen al individuo de su comunidad tanto como a la comunidad de sí misma. La modestia como virtud política, pues; lo contrario de lo que se venía estilando desde Hegel. Nótese que, como ha señalado el teórico político Patrick Hayden, esta llamada a la prudencia se deriva de la filosofía del absurdo que Camus había desarrollado en El mito de Sísifo: nos vemos arrojados a un mundo que no hemos elegido y sobre el que no podemos imponer teorías totalizantes, ya que ni siquiera sabemos cómo se relacionan los acontecimientos del presente con los del pasado y los del futuro.

((Patrick Hayden, Camus and the Challenge of Political Thought: Between Despair

and Hope, Basingstoke y Nueva York, Palgrave Macmillan, 2016, p. 41.
))

 

Virtudes democráticas para el siglo de los horrores

Ahora bien: dado que es necesario proyectarse en el futuro para sentir que la vida merece vivirse, Camus combina ya en los escritos de Combat del inicio de la posguerra la crítica del utopismo malo con la defensa de un utopismo bueno que conduzca al bienestar. Frente a la cerrazón de la ideología, reclama “un pensamiento político modesto, es decir, liberado de todo mesianismo y desembarazado de la nostalgia del paraíso terrenal”. En este caso, la apuesta por la moralidad lleva a Camus a la falible democracia, por oposición a un maximalismo cuyas certezas incuestionables privan de sentido a la moral misma y desembocan en una organización política totalitaria. Lo diría con claridad en El hombre rebelde, donde señala que quienes se lanzan a la historia “predicando su racionalidad absoluta […] desembocan en el universo de los campos de concentración”.

((Albert Camus, El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 1996, p. 296.
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Prudencia, modestia, mesura: virtudes democráticas para el siglo de los horrores.

Que el lector termina por encontrarse con un escritor desencantado al final de esta peripecia editorialista puede comprobarse si se sigue la evolución de dos temas a lo largo de estas páginas: Argelia y Vichy. No hay dudas acerca del lugar que el primero de ellos ocupaba en la conciencia de Camus, él mismo un pied-noir nacido en una localidad de la Argelia francesa, en la que vivió sin apenas interrupción los primeros treinta años de su vida. Ya durante su desempeño como periodista en Argel había denunciado la situación de los árabes, privados de la ciudadanía francesa y sometidos a distintos grados de explotación colonial; era evidente que el discurso universalista del que hacía gala Francia desde 1789 se veía desmentido por su práctica imperialista

en Argelia o Indochina. Para Camus, que publica en Combat una larga serie de piezas sobre la situación argelina después de que el Gobierno colonial reprimiera brutalmente las revueltas de Sétif y Guelma en la primavera de 1945, la democracia francesa no podía declararse cumplida si no se extendía al conjunto de los argelinos. No era un asunto que preocupase mucho en la metrópoli y por eso nuestro autor comienza su informe de manera directa, diciendo que quiere “recordar a los franceses que Argelia existe”. Hecho este recordatorio, Camus urge a los franceses a decidirse entre el asimilacionismo democrático o la descolonización pacífica; un dilema entre cuyas alternativas tampoco él acaba de decidirse. Todavía en 1957, tras recibir el Nobel en Estocolmo, un estudiante argelino le pediría una posición más clara sobre el asunto.

Para entender cabalmente el sentido de esta afirmación, merece la pena considerar el modo en que Camus afrontó el espinoso proceso de depuración llevado a cabo en la Francia liberada contra los colaboracionistas del nazismo; las complicaciones asociadas al ejercicio práctico de los ideales morales se pusieron de manifiesto en este proceso con dolorosa claridad. En noviembre de 1944, Camus habla de la justicia como de “algo que arropa el alma”; tres años más tarde, concede que la justicia absoluta es imposible. Acaso resulte sorprendente que nuestro autor empezase apoyando la pena capital, pues entendía que la severidad del castigo había de ser proporcional a la gravedad de los crímenes cometidos. Contra Mauriac, quien abogaba por la caridad, Camus defendía la justicia. A comienzos de 1945, escribía: “Como hombre, quizá admire al señor Mauriac por saber querer a los traidores; pero como ciudadano lo sentiré, porque ese cariño nos conducirá precisamente a una nación de traidores y de mediocres y a una sociedad que ya no queremos”. Camus, que por lo demás abogaba por la proporcionalidad de los castigos, pronto comprobó que sucedía lo contrario de lo deseable: se castigaba con severidad a los pequeños infractores, mientras los peces gordos escapaban sin daño. A eso hay que sumar la influencia anímica de los casos particulares, como el del escritor colaboracionista Robert Brasillach, cuya petición de clemencia firmó Camus mientras Sartre o Beauvoir se negaban a hacerlo; no en vano apunta Todd con sarcasmo que los intelectuales franceses demandaban castigos tanto más duros cuanto menos se habían arriesgado personalmente durante la ocupación. Brasillach no recibió el indulto, aunque sí lo hizo el escritor fascista Lucien Rebatet, por quien Camus también intercedió. En la primera mitad de 1945, Camus había cambiado ya su posición y se oponía con fervor a la pena de muerte; en agosto, consideraba la depuración completamente desacreditada.

En este caso, la vida enseñó a Camus a no ser demasiado rígido y contuvo su inclinación natural al moralismo. Esto no siempre es un problema: pocos momentos históricos se prestan tanto al juicio tajante como la larga guerra de las democracias contra el totalitarismo. Pero no puede decirse lo mismo de la posguerra; la atención al detalle exige matices que la severidad puede pasar por alto. También podemos mencionar la decepción que sufrió Camus con una prensa a la que quería ferozmente independiente y que terminaría sucumbiendo en la posguerra a las presiones habituales: la necesidad financiera y la influencia partidista. Se iba extinguiendo así la oportunidad que la guerra, situación excepcional que suspende el antagonismo entre quienes se ven amenazados por un enemigo común, parecía haber creado: la democracia francesa seguiría siendo terrenal y la fraternidad continuaría siendo un ideal antes que una realidad.

Cuando publicó su última pieza en Combat, una breve nota que apareció el 14 de marzo de 1949, Camus ya no era tan joven; tenía treinta y seis años y, aunque no lo sabía, solo le quedaban once por delante. Pronto publicaría La peste, que puede verse como una alegoría sobre la ocupación nazi y como un estudio sobre la valentía, si bien las amargas lecciones de la guerra quedarían condensadas de manera aún más cumplida en La caída, que aparece en 1956. Los editoriales compilados en este volumen ocupan así una posición central en el tenso arco de la obra de Camus: si queremos saber qué hizo el escritor durante la guerra, como se preguntaba aquella película de Blake Edwards, la respuesta se encuentra en estas páginas absorbentes. Lo que hizo Camus fue combatir; a su manera, con sus armas. Podemos agradecérselo de la mejor manera posible: honrándole con nuestra lectura.

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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