¿Aprobará o rechazará el pueblo la constitución política que propone la convención constitucional? Las encuestas dicen que hoy ganaría el Rechazo en todos los estratos socioeconómicos y en todos los tramos etarios. Según la encuesta Criteria del 5 de julio, la diferencia a favor del Rechazo es de 17 puntos. Según la de Cadem y Pulso Ciudadano del 10 de julio, es de 18%. Esta última, considerando solo lo que estiman como voto probable, le da 45% al Apruebo y 54% al Rechazo.
El plebiscito es el 4 de septiembre. La campaña puede hacer que cambien las opiniones. Los partidos de gobierno –la izquierda y la centroizquierda– están oficialmente por el Apruebo. Los de oposición –la derecha y centroderecha– por el Rechazo. Pero la cosa es más compleja: la expresidenta Bachelet está por el Apruebo, pero el expresidente Frei acaba de anunciar su apoyo al Rechazo, así como varios senadores y figuras relevantes de la Democracia Cristiana, pese a que el partido está por el Apruebo. De entre los exministros de la Concertación –la de los gobiernos de Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet dos veces–, solo 50.3% votará Apruebo. Hay figuras potentes por ambas opciones. De los dirigentes que firmaron el acuerdo del 15 de noviembre del 2019 –el que puso en marcha el proceso de elegir una asamblea constituyente–, 18 están por el Apruebo y 18 por el Rechazo. Cristián Warnken, conocido intelectual de centroizquierda, encabeza un movimiento –los “amarillos”– que ha concitado atención mediática e interpreta a los ex concertacionistas por el Rechazo.
¿Y el expresidente Lagos? Todas las miradas han estado en él. Es el gran estadista de la república. De lado y lado lo han buscado para sumarlo a sus filas. El propio presidente Boric, después de elogiarlo en un acto académico, fue a visitarlo a su oficina y se sacó una selfie que difundió por las redes sociales.
Pero Lagos sorprendió a todo el mundo: en una carta pública planteó que las opciones –Apruebo, Rechazo o voto en blanco– eran solo el inicio de un proceso constitucional. Porque el texto, de aprobarse, requería reformas sustanciales, y mencionó algunas cuantas de envergadura. Y de rechazarse, mantener el statu quo constitucional no era políticamente viable y se hacía imperioso un nuevo texto. “Una constitución no puede ser partisana… Chile merece una constitución que logre consenso… ninguno de los dos textos que pueden resultar del plebiscito lo tiene… El desafío por venir es construir una nueva constitución que nos una”, escribió Lagos. No revelará su voto.
Según la encuesta Cadem, solo 11% quiere aprobar el texto propuesto tal cual. Un 31% quiere aprobar para reformar, 35%, rechazar para iniciar un nuevo proceso constitucional y 20%, seguir con la constitución actual. Por lo tanto, 66% converge hacia una posición de centro: ni el statu quo constitucional ni el texto aprobado por la convención. Lagos interpreta a ese 66%.
El debate acerca del texto de la convención no tiene pausa. Se agrega la lluvia de mensajes en redes sociales y, pronto, franja televisiva en todos los canales, dos veces al día. La nueva constitución se vende en los kioskos y esquinas. Muchos de los partidarios del Rechazo interpretan el texto poniéndose en el peor de los casos posibles. Muchos partidarios del Apruebo lo hacen poniéndose en el mejor. Se vive en la confrontación y desconfianza recíproca.
Cuestiones disputadas de la propuesta constitucional
Los planteamientos más extremos de los convencionales fueron derrotados. El texto fue objeto de una deliberación real y cambió durante el proceso. La propuesta constitucional expresa algunos de los movimientos de las capas tectónicas que remecen a las sociedades contemporáneas: el feminismo (los cargos públicos serán rigurosamente paritarios); el medio ambiente (la naturaleza tiene derechos, se crea una agencia autónoma para la defensa jurídica de la naturaleza vis a vis el Estado y los particulares); la descentralización (“Estado Regional”); los pueblos originarios (tienen escaños parlamentarios reservados, áreas de autonomía, y justicia propia en ámbitos que definirá la ley, aunque al final zanja la Corte Suprema). La pregunta es si la manera en que se han recogido estos movimientos telúricos de hoy es adecuada y proporcionada o si, como sostienen con vehemencia sus críticos, es extrema, izquierdista, partisana, refundacional, revanchista, desmesurada.
Por otra parte, en el marco de un “Estado social de derechos” el texto contiene una larga y exigente lista de derechos sociales. Todos sabemos que su materialización requiere desarrollo económico. La salud y la previsión es mejor en Chile que en Bolivia y peor que en Dinamarca, más allá de lo que digan sus constituciones. Por eso, el artículo 20 del proyecto afirma que “el Estado debe adoptar todas las medidas necesarias para lograr de manera progresiva la plena satisfacción de los derechos fundamentales.” La pregunta, entonces, es si se establecen normas que estimulen la inversión y el crecimiento económico que permita hacer realidad esos derechos de carácter aspiracional. Esto importa siempre, pero en particular en una sociedad que se acostumbró a vivir con un ritmo de crecimiento acelerado y se estancó en 2014, lo que explica buena parte del clima de frustración, angustia y volatilidad política de estos años.
El proyecto mantiene, en lo medular, la independencia del Banco Central, que ha jugado un papel decisivo en el control de la inflación. Es positivo. Pero Chile es un país minero. No fue posible acordar en la convención un estatuto de las inversiones mineras. Cobre y litio son minerales esenciales para combatir el cambio climático. Quedó a la ley.
Otra cuestión disputada: se prohíbe a la ley limitar la huelga a cuestiones relativas a la negociación colectiva. Podría haber huelgas por asuntos políticos, medioambientales o de solidaridad, materias que no son resorte de la empresa. La norma así no contribuye a que el derecho al trabajo se materialice, pues no estimula el empleo.
En materia de propiedad quedó sin respaldo constitucional la propiedad industrial, factor esencial para el desarrollo tecnológico. Esto ya lo establecía la constitución chilena de 1833.
Tenemos escasez de agua. El calentamiento global deshace los glaciares que nutren nuestros ríos. Se establece, como corresponde, que el consumo humano es prioritario. Pero los derechos de aprovechamiento del agua, tradicionales en la agricultura chilena, desaparecen. Esos derechos en la actualidad pueden y deben ser restringidos para priorizar el consumo humano. Es lo que ocurre hoy en el río Aconcagua, por ejemplo. Con todo, son derechos que se transan en el mercado y sin ellos el valor de la tierra es otro. Chile tiene una pujante agricultura de exportación. Esos derechos son sustituidos por permisos administrativos revocables, que no constituyen propiedad y no son comercializables. Si a un agricultor le sobra agua y a su vecino le falta, no puede haber entre ellos una transacción comercial. La pregunta es si eso incentiva la inversión en tranques, canales y plantas desalinizadoras que se requieren con urgencia para enfrentar la crisis hídrica. Se busca administrar la escasez; no solucionarla. Y el riesgo de corrupción de esos funcionarios administrando el agua que demandan agricultores y mineros no se puede omitir.
Uno de los temas que más críticas suscita es la plurinacionalidad. El texto declara que Chile, aunque Estado unitario, es plurinacional. Se mencionan pueblos o naciones que corresponden a pueblos originarios, es decir, anteriores a la llegada de los españoles y que representan alrededor del 15%. No es una posición popular, según las encuestas. Se objeta que esto desmembrará y desintegrará el país. Es uno de los puntos centrales del Rechazo. Se sostiene que los indígenas pasan a ser privilegiados, que los cupos reservados rompen el principio de “una persona, un voto”, que adquieren un poder de veto, que se mutiplicarán los conflictos por las tierras que los indígenas reclaman.
En el Sur se suceden, con alarmante frecuencia, las quemas de camiones, maquinaria agrícola, escuelas e iglesias, y se dejan pancartas relativas a la causa mapuche. Esta violencia se entremezcla con la de mafias vinculadas al robo de madera y al narcotráfico.
Los territorios que les corresponden derivan de derechos de merced, concedidos a fines del XIX y comienzos del XX. Pero esas propiedades en muchos casos fueron vendidas ilegalmente y vueltas a vender. Se estima que el valor de los terrenos mal habidos, que habría que comprar para restituir –los originales u otros equivalentes– sería de alrededor de mil millones de dólares, lo que para el Estado es una suma alta pero abordable.
Desde mi punto de vista, lo propio del nacionalismo es suponer una relación uno a uno entre nación y Estado. En muchos países eso no es real, no es viable. Salvo construyendo a la fuerza una nación única. Porque el nacionalismo es “esa posición según la cual cada nación debe dar origen a un Estado y cada Estado viene a ser la expresión de una nación. Es decir, la tesis nacionalista implica que las reglas constreñibles solo obtienen su legitimidad de la nación.”
{{ Arturo Fontaine, “La tentación del pasado”, Estudios Públicos, 2009 }}
Por eso los nacionalismos son violentos. Y por eso conviene apartarse de ellos. Ha sido la globalización la que ha puesto en cuestión el ideal del Estado-nación.
(( Yascha Mounk, The great experiment, Nueva York, Penguin Press. 2022. ))
A mí me parece que es mejor intentar que un mismo Estado albergue a diversas naciones, me parece más natural. Aunque no sea fácil. Habrá una manera aymara o mapuche de ser chileno y una manera propia de ser chileno en Rapa Nui, junto a una gran mayoría de chilenos criollos, culturalmente mestizos. Veo que esto tiene riesgos, pero es un desafío. Vislumbro unidad en la diversidad. No desintegración. Y un patriotismo generoso nutrido por esa diversidad.
Salvo, claro, que cada pueblo se atrinchere en un mininacionalismo cerrado sobre sí mismo, que se construyan enclaves procurando eso que Vargas Llosa llamó con precisión “la utopía arcaica”, que se reinvente hoy un pasado antimoderno e inviable a partir de heridas históricas, que se niegue el pluralismo a sus integrantes: su derecho a cuestionar la visión de mundo recibida y a proyectar su propia vida a su manera. Es un riesgo. Pero creo que hay que correrlo. En todo caso, deberán respetar el marco de los derechos humanos que establece la constitución y los tratados internacionales.
Los nacionalismos y etnonacionalismos que reaviva la globalización a menudo buscan volver a las raíces, salir al encuentro de una sabiduría ancestral y un modo de vida impoluto, ajeno a los vicios de Occidente. Pero el proyecto es de personas libres, dueñas de inventarse una vida. Nada menos tradicional que elegir una tradición. A ellas se pertenece de antemano. Elegir a propósito nuestra tradición supone que podríamos no hacerlo. Admitir esa libertad nos sitúa en la modernidad y al interior de sus fisuras.
Por cierto, el aterrizaje del Estado plurinacional admite diversas modulaciones, aunque deben reconocerse ciertas áreas de autonomía. Se han tomado como modelo documentos de Naciones Unidas. Pero en un caso creo que se ha ido tan allá –mucho más allá de la constitución boliviana, inspiradora de buena parte de las normas de la constitución– que la norma resulta contraproducente.
En los territorios autónomos indígenas se exige su consentimiento –no solo su consulta, lo que sí parece razonable– para afectar sus derechos. Con todo, esos territorios específicos y sus derechos forman parte de la administración regional y deberán ser creados por ley. Pero la plurinacionalidad hay que cuidarla evitando ambigüedades que se presten para interpretaciones maximalistas.
Hay quienes prefieren hablar de “multiculturalidad”. Pero si uno se atiene a lo que sostiene, por ejemplo, Will Kymlicka
{{ En Multicultural citizenship: A liberal theory of minority rights (Oxford University Press, 1995) y en Multicultural odysseys (Oxford University Press, 2007). }}
como visión liberal de la “multiculturalidad”, no veo diferencias sustanciales con los que plantea el texto bajo el concepto de “plurinacionalidad.” Es posible afianzar lazos y, a partir de pueblos o naciones diversas, ir construyendo un país en común.
Queremos que las comunidades indígenas, desde su propia cosmovisión y tradiciones, se incorporen plenamente a la modernidad, al desarrollo económico y a la globalización. No queremos que se congelen formas de vida del pasado. Creo que este reconocimiento a los pueblos originales, largamente esperado, conlleva también, por parte del país, una suerte de compensación implícita por el daño que se les infligió y la manera desmedrada en la que se incorporaron a Chile en el siglo XIX. Ese impulso pienso que es justo.
En materia de régimen político, se desecharon las propuestas parlamentaristas y semipresidencialistas que al comienzo eran ampliamente mayoritarias. Ellas implicaban privar al pueblo de la posibilidad de escoger en votación directa a su gobernante, a su jefe de gobierno. En un país como Chile, la legitimidad de la democracia descansa, en importante medida, en esa elección popular. Fui uno de los que escribió en favor del presidencialismo y de la separación de poderes, pues el parlamentarismo fusiona el poder ejecutivo y legislativo.
{{ Arturo Fontaine, La pregunta por el régimen político, Santiago de Chile, Fondo de Cultura Económica, 2021.}}
Se produjo una intensa deliberación dentro y fuera de la convención. En definitiva, se creó un consenso entre los diversos colectivos de la convención que optó por el presidencialismo.
Subsistieron, eso sí, resabios del proyecto parlamentarista que crean un sistema confuso. Por ejemplo, la segunda cámara, que reemplaza al Senado, no tiene un poder de revisión general de los proyectos de ley. Sus atribuciones son menores a las de la primera cámara, la cámara poblacional. La segunda cámara no es un contrapeso suficiente al poder. Se restringe así a temas específicos la segunda mirada de la segunda cámara, cuya función es reexaminar y mejorar los proyectos de ley, y representar el poder de las regiones.
Por otro lado, en una fase de la discusión, la presidencia carecía de veto, lo cual dejaba a la presidencia sin un dispositivo fundamental en el sistema presidencial para ejecutar el proyecto que votó el pueblo. Al fin se logró establecer el veto, aunque debilitado en relación con lo que es habitual en Chile desde 1833 y en diversos países como Estados Unidos, México, Costa Rica o Argentina. No se estableció la elección de la primera cámara junto a la segunda vuelta presidencial, lo que buscaba evitar los gobiernos en minoría en la primera cámara. Una mayoría de 4/7 puede, contrariando al gobierno, imponer el salario mínimo al sector privado.
En suma, no se logró equilibrar adecuadamente gobernabilidad y contrapesos al poder. Y quedaron para discusión futura el sistema electoral y la regulación de los partidos, dos asuntos medulares. El multipartidismo actual –20 partidos en el Congreso– entraba a cualquier sistema político.
Omito otras cuestiones importantes. Por ejemplo, el expresidente Lagos critica las normas sobre el poder judicial –pasa a ser “sistemas de justicia”– que, según varios juristas, debilitan su independencia.
Todos los problemas que señalo derivan de normas que conspiran en contra de los objetivos de la propia constitución aprobada por la convención.
Y ahora, ¿aprobar o rechazar?
Mi inclinación natural es votar Apruebo. Es lo que me pide el cuerpo.
Pero, luego, “the pale cast of thought” desvanece “the native hue of resolution” –es la pálida máscara del pensamiento que, como el maquillaje, desvanece el color natural de la resolución–. Porque esa pálida máscara de la razón muestra que el texto propuesto, pese a sus muchos méritos y buenas intenciones, tiene fallas graves. Faltó, quizás, una cámara revisora que le diera una segunda mirada de conjunto y lo perfeccionara, eliminando normas autodestructivas.
Estoy entre los que quieren aprobar, siempre y cuando el texto sea rápidamente ajustado a la realidad. No son correcciones pocas ni triviales ni decorativas. Entonces, no solo hay que considerar el texto mismo, sino también la disposición de los partidarios del Apruebo para introducir un conjunto de reformas el texto de la convención. Es una apreciación política. Las enmiendas debieran aprobarse en el parlamento por 4/7 y ser plebiscitadas. Y esa disposiciónón es la que estoy ponderando con atención. ¿Existe voluntad real de modificar el texto a fondo o no? ¿Existirá mañana? Si gana el Apruebo, ¿no quedarán esas reformas para el día de San Blando? ¿No se concentrarán los esfuerzos solo en despachar las muchas leyes que requiere la nueva constitución?
Por otro lado, los impulsores del Rechazo –encabezados por senadores de la Democracia Cristiana, como Ximena Rincón, que podría ser candidata presidencial, y Matías Walker– están por rebajar los quórums de reforma constitucional actuales, facilitando así que, de ganar su opción, se escriba una nueva constitución, es decir, dan por muerta la constitución vigente. La alcaldesa Evelyn Mathei, excandidata presidencial de la centroderecha –muy bien evaluada en las encuestas y que también podría ser una carta presidencial– habla de un “tercer texto.” Los partidos de centroderecha, en un documento reciente, ponderado y conciliador, plantean una nueva constitución –ni la actual ni la de la convención. El triunfo del Rechazo nos deja en punto cero. Todo parte de nuevo.
En lugar de la “plurinacionalidad”, ese documento propone la “multiculturalidad”, pero se concede un punto importante: un “ámbito razonable de autonomía” para los pueblos originarios. No mencionan la justicia indígena ni los cupos reservados en el parlamento. Tampoco la paridad. Proponen restituir el senado tradicional. Aceptan “el Estado social de derechos” y los derechos sociales. También la economía social de mercado. Desde el Apruebo no les creen. Piensan que con el triunfo en la mano solo aceptarán reformas marginales. ¿Qué apoyos y resistencias suscitarán estas propuestas? Una encuesta del 6 de julio de Data Influye sostiene que 39% cree que habría más paz social si gana el Apruebo, y solo el 30% si gana el Rechazo (pese a que el Rechazo es mayoritario). ¿Por qué? Por otra parte, según una encuesta de Panel Ciudadano-UDD del 10 de julio, para que “Chile tenga una mejor constitución”, 50% señala que “es mejor que gane el Rechazo” y un “39% que gane el Apruebo”.
Si gana el Rechazo, ¿cómo construir esa nueva constitución? ¿Lo decidirá el pueblo en un nuevo plebiscito de entrada? Es probable. ¿Habrá, luego, una nueva asamblea constitucional? ¿Elaborará la nueva constitución el Parlamento, pese a su poco prestigio según las encuestas? ¿Qué es más factible políticamente, qué tendría mayor legitimidad: reformar el texto emanado de la convención (y plebiscitarlo) o empezar todo el proceso de nuevo (y plebiscitarlo)? Esa es la cuestión.
Lo que parece claro es que, gane el Apruebo o el Rechazo, el país entrará en un ciclo de transformaciones institucionales –constitucionales y legales– que durará varios años. Lo positivo es que se nota una creciente convergencia –ese 66%– que tiende a buscar un equilibrio y aprueba para reformar o rechaza para que se escriba una nueva constitución. Gane quien gane, el presidente Boric tiene la oportunidad de jugar un papel preponderante para forjar un gran pacto que centre la discusión, supere este clima de suspicacia y desconfianza mutua, y abra la puerta a una constitución razonable y de consenso. Por ahora, Chile está en suspenso.
es un novelista chileno. Su última novela es La vida doble (Tusquets).