Aurelio, un torturador que terminó vestido de sacerdote

Aurelio de la Vega, ex guerrillero y ex empleado en los sótanos de la Dirección Federal de Seguridad, hoy vive incorporado al diaconado.
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El hombre abre el folder de cartulina en el que guarda la primera plana del diario La Afición del 2 de marzo de 1998. En ella puede verse una fotografía de Norberto Rivera Carrera, a bordo de un Cadillac blanco descapotable, mientras saluda a los fieles en su camino a la Catedral Metropolitana, el día de su nombramiento como cardenal. La marcha del auto es escoltada del lado derecho por un hombre robusto, vestido de color blanco, el mismo hombre que tengo frente a mí, pero algunos años más joven. Es Aurelio de la Vega, ex guerrillero, ex empleado en los sótanos de la Dirección Federal de Seguridad, quien hoy vive con una bala en la pierna izquierda y una piel diferente.

Camisola y pantalón negros, un alzacuellos y un crucifijo de plata al cuello, De la Vega habla de los años de estudiante, cuando se intoxicó de comunismo, cuando los granaderos le abrieron la cabeza a toletazos durante la ocupación de la Vocacional 5, persuadiéndolo, como a otros muchos, de que la única vía para ser escuchado era la armada.

Roque, el guerrillero

Aurelio se fue de casa, se puso el sobrenombre de Roque y largó hacia la sierra de Guerrero, donde comenzó desde abajo, en acciones de propaganda realizadas por el PROCUP, y donde al poco tiempo tuvo la opción de trasladarse con Eleazar Pérez Manzano, líder de la Unión Campesina Independiente, a la sierra de Puebla y Veracruz, donde dice haber aprendido de miserias y caciques.

“Veíamos cómo la siembra, lo que cosechaban los campesinos, además tenían que venderlo. Pero para transportar la tangerina, el limón, tenían que rentar bestias para llevar la carga a la orilla de la carretera donde paraban los camiones controlados por la CNC que venían de Martínez de la Torre o de Tlapacoyan, Veracruz. […] Les compraban en una mierda lo que se había trabajado en un año; una cantidad inadmisible. El campesino recibía el dinero y de ahí tenía que pagar a los cortadores de tangerina y las bestias que había rentado. Lo que quedaba era para subsistir y alimentar a los animalitos […] Los dueños del camión, que eran los intermediarios, entregaban esa misma fruta a precio mucho más alto, al doble de lo que se la habían comprado a los campesinos. Resulta que el que se jodía, el que sudaba, el que ponía las tierras, era el que menos ganaba”

Roque tomó a su mando un grupo que durante años sirvió como brazo armado de los campesinos de la región y cuyo ejemplo animaba a otros a alzarse para expropiarles a los caciques las tierras que consideraban robadas a sus padres y abuelos. La suerte le duró un poco más de diez años, quizá demasiados.

Aurelio cayó mientras se escondía en una choza en Santana Vega Chica, Tlapacoyan, cuando la Unión estaba prácticamente desmembrada y Pérez Manzano ya había sido detenido. Elementos del Ejército y de Seguridad Pública a cargo de Adolfo Aguilar Ávalos habían rodeado el ejido un par de días antes y habían avanzado poco a poco hasta cerrar el cerco en torno al lugar donde se escondía. Roque revisó sus posibilidades y advirtió que le quedaban no más de dos cartuchos de retrocarga y tres, máximo cuatro, tiros en la .380, así que decidió no apostar. Cuando entraron por él, lo encontraron sin defensa, metido bajo una sábana, fingiendo estar enfermo.

Su miopía avanzada les facilitó todo a los militares. Le quitaron los anteojos, lo ataron de las muñecas y lo llevaron así hasta la carretera, pero antes se detuvieron en el río, donde lo hicieron resbalar, caer y salvarse por sus propios medios. Mojado y golpeado, finalmente lo tiraron boca abajo sobre la lámina de la caja de un vehículo militar en el que lo trasladaron a una cárcel clandestina donde lo mantuvieron aislado durante semanas, con interrogatorios y golpizas periódicas, las cuales solo terminaban cuando lo trasladaban a otro confinamiento o lo “liberaban” durante unos minutos en algún camino de terracería, solo, con su ceguera, diciéndole que podía irse.

Los militares y el propio Aguilar Ávalos —recuerda— lo sometían a falsos fusilamientos. Ojos vendados, lo obligaban a desnudarse, cortaban cartucho y jalaban del gatillo de los rifles que resultaban estar descargados. El sonido del claquetazo de las armas lo hacía orinarse encima. Pasó más de un mes para que lo llevaran a la cárcel municipal de Xalapa. Ahí siguió la tortura repetida, los toques eléctricos en los genitales para sacarle nombres y los señalamientos que lo acusaban de haber asesinado al líder de la CNC, Galvarino Barria Pérez.

Finalmente, De la Vega terminó en el Campo Militar Uno, donde permaneció preso un año en celdas en las que a los detenidos se les mantenía con la luz y una radio encendidas. Sin haber sido procesado oficialmente, el guerrillero fue soltado una noche en plena avenida Zaragoza de la Ciudad de México, al mismo tiempo que otros presos políticos eran liberados, en un canje con las Fuerzas Revolucionarias Armadas del Pueblo (FRAP) que tenían secuestrado a Terrance Georges Leonhardy, cónsul estadounidense en Guadalajara.

Roque se reintegró a la guerrilla, pero meses después, en una región de barrancas, en cuyas laderas se escondían de los militares y sobrevivían comiendo tortillas con pulque, descubrió la casa de uno de los líderes de la guerrilla, convertida en un almacén de muebles y aparatos electrónicos, comprados con el dinero que todos reunían mientras se privaban de todo. Decepcionado mandó al diablo todo y Aurelio de la Vega pudo regresar con su esposa.

El médico de los torturadores

Con estudios truncos en la Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía del IPN, pero impedido para retomar y terminar su carrera, De la Vega siguió a su esposa (también estudiante de medicina) a su internado en Guerrero, donde compartían las comidas que le tocaban a ella en el hospital, y posteriormente a Apulco, Jalisco, donde mientras ella hacía su servicio social, él se ganaba un dinero dando consultas y jugando a la baraja.

En 1980, ambos regresaron a la Ciudad de México. Aurelio obtuvo la amnistía y el permiso para volver al IPN tras firmar un compromiso de no participar en actividades políticas. Pero aún quedaba el tema de la comida y el techo, así que falsificó una carta del Hospital de Jesús #2 de Apulco, en la que se acreditaba que había cumplido con un curso de enfermería, con lo que ingresó como auxiliar de enfermero al IMSS.

Por intermediación de un amigo en el medio policiaco y un diputado que le extendió una carta de recomendación dirigida a Miguel Nassar Haro, el hombre llegó a la Dirección Federal de Seguridad (DFS) para incorporarse al Servicio Médico a cargo de Elías Abraham Mina, médico personal de Fernando Gutiérrez Barrios. Después de pasar por la oficina del jefe de la policía política, Aurelio fue contratado, pero fue colocado durante varios meses en el grupo de seguridad del edificio de Plaza de la República. Pronto le asignaron el trabajo de cuidar unos “paquetes” en los sótanos de las instalaciones, un lugar al que le llamaban “la discoteque”.

Al bajar a los separos, De la Vega encontró a un grupo de detenidos que ya habían sido torturados. Al verlos se acordó de sí mismo en las cárceles clandestinas y en la prisión militar, siempre vendado de los ojos, con ataduras en brazos y pies que solo le permitían quitarse para poder orinar o para probar bocado. Ahí empezó su verdadera labor.

“Mi trabajo era mantenerlos vivos para que los siguieran interrogando… Cuando se les iba la mano, me llamaban para hacerles una valoración médica, saber si había estallamiento de vísceras”, recuerda. “A veces algunos pasaban hasta tres meses antes de ponerlos frente al Ministerio Público”; la idea era presentarlos sin marcas, sin importar si se trataba de delincuentes o presos políticos.

La novocaína no siempre era suficiente para restablecer los cuerpos macerados. Vaciarle el ojo a un detenido durante un interrogatorio, obligaba a trasladarlo al Santa Lucía, un hospital atendido por monjas al sur de la ciudad en el que los médicos de la Federal de Seguridad operaban sus excesos, recuerda De la Vega.

La pistola y la charola le abrieron el mundo. En la DFS se perfeccionó en su conocimiento de golpes y presiones psicológicas, aprendió frases que detonaban confesiones (“hablas o traemos a tu madre, a tu hermana, y aquí nos las cojemos o las torturamos. Escoge”). Ya como subdirector del Servicio Médico, la adicción a la cocaína y el vicio de los gallos lo llevaron a tirar dinero a pasto.

Los cambios en la policía política, la desaparición en 1985 de la DFS y el nombramiento de Pedro Vázquez Colmenares al frente de la División de Investigación y Seguridad Nacional (Disen), lo obligaron a renunciar y a refugiarse en la Policía Judicial de Hidalgo, donde ocupó el cargo de coordinador del grupo de información política durante el gobierno de Adolfo Lugo Verduzco, al cual renunció dos años después por negarse a obedecer órdenes de la Federación de Estudiantes Universitarios de Hidalgo, controlada por Gerardo Sosa Castelán, quien más tarde fue dos veces diputado federal por el PRI.

El hombre de Dios

Su gusto por la cocaína lo perdió. Incorporado a la Judicial Federal, De la Vega pasaba dos meses en la sierra en Huetamo, Michoacán, y un mes en la casa familiar, tiempo en que vivía completamente intoxicado. “Te van a matar”, le soltó un amigo, que sintiendo lástima de él lo invitó una tarde a Monte María, una comunidad religiosa en el Estado de México, famosa en los años ochenta y noventa por las misas de sanación y los prodigios que se realizaban en ella.

Si bien no ocurrió un milagro en aquella ocasión, Aurelio empezó a aceptar invitaciones a otras reuniones con drogadictos reformados en las que se convenció de abandonar la cocaína. Más tarde, durante una misa que oficiaba el sacerdote Guillermo Ortiz Mondragón —hoy obispo de Cuautitlán— tomó la decisión de incorporarse al diaconado y renunciar a la Judicial.

Su milagro llegó tiempo después cuando había comenzado a trabajar en la clínica San Rafael del ISSSTE (esta vez recomendado por Elías Abraham Mina) y se sometió a una operación de la vista para corregir su miopía. Un acto de negligencia lo dejó sin cristalinos, por lo que fue liquidado por incapacidad permanente, aunque sin jubilación, pues no cumplía el requisito de 15 años de servicio para el Estado. La Aseguradora Hidalgo certificó la lesión y le dio un cheque por cien mil pesos que Aurelio de la Vega invirtió en una farmacia de la cual vivió algún tiempo.

Su esposa e hijos fueron sus lazarillos durante un año, hasta que durante una misa de sanación en la iglesia de la Purísima Concepción en Ticomán perdió el conocimiento. Ausente durante minutos, De la Vega despertó con la vista restablecida si bien no perfecta. Él dice que Dios le devolvió la vista, pero fundamentalmente la paz y la tranquilidad: “Yo antes siempre vivía con zozobra, sentía que tenía que traer tres o cuatro gentes atrás, cuidándome la espalda. Muchos de quienes eran amigos de la Federal de Seguridad están en los reclusorios, algunos narcos también. Son los mismos que ahora yo visito porque son mis amigos”.

Ataviado como sacerdote, aunque no puede ejercer todas las funciones de uno, el ex guerrillero se enorgullece de haber conocido a narcotraficantes como Nacho Coronel, y de haber estado siete años en la capellanía de la prisión del Campo Militar Uno, donde daba servicios espirituales a los presos y donde trabó amistad con militares de alto rango acusados de participar en la Guerra Sucia o de colaborar con los cárteles de la droga mexicanos.

“Sales de una mafia para entrar a otra”, recuerda que le dijo una vez su hija al resumir su vida. Él solo sonríe

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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