Una de las películas más singulares del año pasado fue Moonage Daydream, un documental con apariencia de film-ensayo sobre la figura del legendario músico británico David Bowie. Son 135 minutos de collage visual que transcurren sin la ayuda de un narrador a la manera tradicional: el propio Bowie es el único que toma la palabra, ya sea a través de sus canciones o regresando de entre los muertos gracias al material de archivo desenterrado por el realizador Brett Morgen. Acompañarlo en ese viaje es atravesar la historia del último tercio del siglo XX, del que la mayoría de los vivos todavía somos deudores; las comparaciones se hacen inevitables. Veamos.
La película es visualmente abrumadora y cuenta con una extraordinaria banda sonora en cuya elaboración ha participado Tony Visconti, quien fuera productor de álbumes importantes de Bowie; los clásicos en directo, algunos de los cuales datan de comienzos de los 70, se combinan con canciones cuya sección rítmica ha sido ocasionalmente reforzada y no pocos remixes editados para la película. Incansable experimentador de formas sonoras en el interior de la música pop, Bowie asoció ese proceso de búsqueda a las distintas transformaciones de su persona pública: adoptó tantas identidades durante su extraordinaria peripecia artística –que va del folk al glam-rock y del soul al funk, hasta desembocar en el pop de vanguardia y la electrónica, con permiso del rock duro de Tin Machine y una parada final en algo parecido al pop con acentos jazzísticos– que la prensa musical no pudo sino llamarlo “el gran camaleón del rock”. Es natural que Moonage Daydream funcione así como un elogio fúnebre. Pero el film tiene algunos problemas: no solo renuncia a explorar los periodos más oscuros en la vida de Bowie, como sus problemas con las drogas a mitad de los 70, sino que incurre en cierta reiteración temática debido al empeño por poner todo el acento en la metamorfosis incansable de nuestro hombre. Es arriesgado insistir tanto en una voluntad de búsqueda cuyos presupuestos filosóficos no dejan de ser –como el propio Bowie admitía– algo superficiales.
No importa: lo que vemos en pantalla es el despliegue abrumador de un artista de su tiempo, alguien que fue capaz de crear una docena larga de álbumes sublimes y llenar estadios con ellos. Súmense las portadas de las revistas y las apariciones en prime time televisivo: he aquí una figura con influencia sobre millones de personas que jamás renunció –tenía dinero para hacerlo– a seguir haciendo música. Por desgracia, Bowie tuvo su decadencia: nada fue igual a partir de Let’s dance, por más que fuera capaz de terminar vida y obra in style con un elegíaco álbum final. En eso se parece a Prince, quien también pareció vaciarse tras 15 años de genialidad imparable; otros protagonistas de la era dorada del pop, como Lou Reed o Neil Young o Bob Dylan, aún vivieron resurrecciones gloriosas justo cuando parecían haberse extraviado. El reciente fallecimiento de Tom Verlaine, líder de Television, muestra qué difícil es no ya triunfar sino mantenerse en la cima. Desde que empezara el nuevo siglo, solo Kanye West ha exhibido a la vez un talento musical renovador y la necesaria ambición artística durante un periodo de tiempo prolongado e infalible: doce años separan The College Dropout y su último álbum redondo, The Life of Pablo. Parece difícil que remonte ya.
Artista heroico: fin de raza
No se trata de convertir este blog en un apéndice de Rockdelux, nuestra veterana revista musical: solo quería subrayar que hay un cierto tipo de artista popular que se encuentra en trance de desaparición. Ese artista heroico, en ocasiones vinculado a las grandes turbulencias sociales del agitado siglo XX, no solo hizo música: la desaparición de Jean-Luc Godard marca el fin del director cinematográfico que abrió caminos formales y se comprometió políticamente con ambiciosos proyectos de transformación social. Recordemos que el propio Dylan fue tomado por un mesías en los años 60, papel al que renunció voluntariamente ante la presión creciente de sus fans; su grave accidente de motocicleta le permitió esconderse durante el tiempo necesario. En distinta escala, todos ellos fueron fenómenos de masas: recordemos a Beatles y Rolling Stones, despertando pasiones juveniles allá por donde iban.
¿Son posibles aún esas idolatrías multitudinarias? Es la pregunta que se hacía The Economist tras el estreno de dos películas dedicadas a sendos mitos del siglo XX: aunque el enfoque de sus realizadores difiere en aspectos importantes, tanto Baz Luhrmann en Elvis como Andrew Dominik en Blonde miran en la trastienda de dos performers cuya leyenda en vida solo fue superada por la mitología creada alrededor de sus figuras después de una muerte prematura. El caso es que ambos, Elvis y Marylin, siguen siendo famosos setenta años después: ¿será famosa dentro de setenta años alguna de nuestras celebridades? No es probable: mantenerse arriba en una sociedad global caracterizada por la fragmentación de las audiencias es prácticamente imposible, salvo que reduzcamos el número de seguidores que hacen falta para contar como celebrity. Por lo demás, que Elvis y Marylin saltasen a la fama en los años 50 tiene mucho sentido, ya que en esa década pasaron cosas que solo pasan una vez: nació el rock’n’roll, empezó a cobrar forma la cultura juvenil, se dieron los primeros pasos en la revolución sexual y las casas empezaron a llenarse de televisiones. ¡Así cualquiera!
Tiene su lógica que el ocaso relativo de la cultura de masas, al menos de aquella que floreció en la segunda mitad del siglo pasado, venga acompañada hoy del lamento por el declive paralelo de la contracultura que se desenvolvía a su sombra. Nuestro tiempo arroja sobre esta última una mirada entre curiosa y nostálgica: hemos visto el documental de Todd Haynes sobre The Velvet Underground y esperamos uno sobre la fotógrafa Nan Goldin, mientras en España se homenajea a ilustradores como Ceesepe y coinciden en las librerías dos libros dedicados a la contracultura sevillana de la segunda mitad de los 60, con especial énfasis en la eclosión del rock de inflexiones flamenco-psicodélicas: el ensayo de Francisco Matute Esta vez venimos a golpear y la “maxaubiana” novela de Javier Padilla Vida y obra de Gabriel Maceli Campalans. Aunque no se dice de manera explícita, late en estas miradas hacia el pasado una cierta melancolía, la añoranza por una época en la cual se producía un arte con aspiraciones revolucionarias o cuando menos rupturistas, dotado por tanto de un aura reconocible, hacia el que se mantenía una actitud de reverencia que se acrecentaba por la dificultad con que se accedía a él. Para colmo de nostálgicos, aquella música se hacía en comunidades locales ubicadas en lugares concretos: hasta que llegaba el ejecutivo de la discográfica con la primera oferta, había en aquellas redes algo que hoy nos parece entrañable. Hay más: la juventud que se ponía en contacto con aquellos movimientos culturales vivía una aventura cuyo significado biográfico era experimentado con la mayor solemnidad. Muchos querían, además, hacer la revolución. Y aunque la literatura contemporánea que pivota alrededor del feminismo radical mantiene viva esa aspiración, es difícil considerarla parte del underground a estas alturas: el Manifiesto SCUM de Valerie Solanas, quien ha pasado a la historia por pegarle un tiro a Andy Warhol, fue publicado en el lejano año de 1967.
Nos duele el futuro
Así que las cosas no son ya como fueron; lo que resta por decidir es si estamos peor que antes: si la nostalgia tiene razones que la sostengan o solo es un peligroso espejismo que induce al desánimo. Para el periodista norteamericano Ross Douthat, columnista católico del New York Times, la respuesta es inequívoca: las sociedades occidentales se deslizan inexorablemente por la pendiente de la decadencia. Así lo expuso hace dos años en un libro titulado The Decadent Society, que tuvo edición española (La sociedad decadente, Ariel, 2021); se le prestó cierta atención. Se trata de un ensayo interesante, cuya tesis central es compartida por los “declinistas” de todas las confesiones pese a encontrarse en las antípodas ideológicas de su autor. ¡Vamos mal! Quizá incluso fatal: son muchos quienes creen que estamos ante una crisis sistémica que llevará en el medio plazo a alguna clase de colapso de raíz medioambiental y, si hay suerte, a la caída del capitalismo. No sería exagerado hablar de un nuevo mal del siglo: a diferencia de los románticos del XIX, a los que dolía la racionalización del mundo que trajo la modernidad, a nosotros nos duele el futuro. Frente a los apocalípticos, empero, Douthat se inclina por la posibilidad de un declive prolongado no carente de bienestar. Y ahí reside su originalidad: en postular que estamos durmiendo una siesta en lugar de precipitándonos escalera abajo.
Hay que disculpar al periodista estadounidense que empiece su libro con la manida frase de Antonio Gramsci que dice que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer: que el pensador italiano muriese en 1937 y se lo siga citando hoy sugiere que su afirmación es sentida como cierta en cualquier tiempo. Para Douthat, el fin de la carrera espacial constituye el símbolo del estancamiento de las sociedades occidentales, que habrían dejado de ser expansionistas por vez primera desde los albores de la modernidad; no sé si habrá leído a Zizek cuando interpreta el accidentado regreso de Sandra Bullock a la Tierra en Gravity como el recordatorio de que este viejo planeta es lo único que tenemos. Esa ideología de la exploración habría servido para legitimar los abruptos cambios experimentados en la vida cotidiana de los millones de seres humanos afectados por la industrialización, la centralización estatal o la secularización. A su juicio, no es casual que la liquidación de la era espacial haya coincidido con un giro introspectivo del mundo desarrollado, donde la pérdida del optimismo y la desconfianza hacia las instituciones van acompañadas del éxito de las filosofías terapéuticas y las tecnologías simulativas, así como del declive de las ideologías y la religión. Douthat lo tiene claro: “Desde el Apolo, estamos en decadencia”.
Para Douthat, pues, vivimos una decadencia sin colapso. Más que un retroceso económico, padecemos un estancamiento; el deterioro institucional no hace caer las democracias; el agotamiento cultural e intelectual coexiste con un alto nivel de prosperidad material y desarrollo tecnológico. La situación resultante es una en la que “la repetición antes que la innovación es la norma; la esclerosis aflige por igual a instituciones públicas e iniciativas privadas; la vida intelectual parece moverse en círculos; los nuevos desarrollos científicos y exploraciones quedan por debajo de lo que la gente espera. Y, sobre todo, el estancamiento y el declive son a menudo la consecuencia directa del avance precedente. Una sociedad decadente es, por definición, víctima de su propio éxito”.
Los datos disponibles vendrían a avalar una conclusión que quizá intuitivamente no sintamos como cierta: aunque nos parece que todo va muy rápido, el cambio real se produce lentamente; apenas crecemos e innovamos poco. Se produce un descenso en el ritmo de crecimiento a partir de la década de los 70, aun con matices regionales, que a su vez vendría causando un tipo parecido de fenómenos políticos en las dos orillas del Atlántico; tanto la aparición del populismo como la reemergencia del extremismo obedecerían al contraste entre la promesa del mejoramiento infinito y la impresión de que todo sigue igual. Hay progreso tecnológico, aclara, pero su escala es más modesta que en el pasado; en cuanto a internet, su impacto en la vida cotidiana le parece poca cosa si lo comparamos con lo sucedido entre 1870 y 1970. Para colmo, las sociedades occidentales están envejeciendo y eso las hace menos dinámicas; cuando los miembros del baby bust se hagan mayores, el mundo puede ser un lugar solitario salvo que la inmigración masiva –que políticamente presenta notables dificultades– pueda remediarlo.
Tampoco las instituciones políticas parecen funcionar como debieran: por momentos se tiene la impresión de que las democracias se han convertido en vetocracias. En el ámbito de la cultura, priman la retromanía y la repetición; las innovaciones formales que fueron la norma hasta finales de los 70 en campos como el cine y la literatura, extendiéndose a lo largo de los 80 en la música pop, serían ya infrecuentes. ¿Tenía razón Fukuyama cuando describió el fin de la historia como un lugar triste y aburrido? Douthat cree que los boomers fueron los últimos que gozaron de condiciones favorables para la búsqueda y materialización de un ideal: llegaron a la mayoría de edad cuando todavía quedaban en pie tradiciones occidentales susceptibles de ser derribadas, lo que proporcionó a la contracultura de los años 60 un rival de entidad: las viejas normas de la conformidad burguesa, los restos del cristianismo, el relato patriótico posbélico, la cultura de masas. En cualquier caso, lo decisivo es la tensión que produce el antagonismo: la cultura heredada podía ser combatida y reinventada al mismo tiempo que se reivindicaba una alternativa utópica que aún no había tenido la ocasión de fracasar. Por contraste, el radicalismo político de ahora mismo parece un ejercicio nostálgico que trata inútilmente de resucitar viejos cadáveres ideológicos. ¡Mirad esos arlequines!
Aunque no sabemos lo que piensa Douthat de las manifestaciones que reclaman en Francia mantener la edad oficial de jubilación en los 62 años, su sugerencia es que nos encontramos ante una “decadencia sostenible”; la propia de sociedades ricas, democráticas, pacíficas. Nadie sabe lo que deparará el futuro: las cosas podrían salir mal si estalla una guerra mundial o se produce algún tipo de colapso ecológico, pero tampoco cabe descartar una aceleración tecnológica imprevista o una reorganización espiritual que conduzca a nuevas formas de convivencia. Ya veremos; o ya lo verán quienes sigan por aquí. De momento, sostiene Douthat, la tarea es sacar partido a este próspero estancamiento mediante una moderación de las expectativas: el boom de la segunda posguerra no volverá, la carrera espacial ha terminado y no está el patio del envejecimiento para experimentos socialistas ni libertarios. Su sugerencia es que aprendamos a vivir dentro de ciertos límites, distribuir de manera justa los recursos existentes, lograr una mejora marginal de las instituciones y las políticas públicas, ayudar a individuos desfavorecidos y países pobres. Nada de lo cual puede llevarse a término si seguimos empeñados en realizar los grandes proyectos ideológicos de la modernidad.
Modernidad y pesimismo
Habrá quien diga que la modernidad misma es un proyecto ideológico; yo tengo mis dudas. En un sentido elemental, claro que lo es: la modernidad define una forma de estar en y tratar con el mundo. Pero que el ser humano en todo tiempo y lugar quiere asegurar su posición en ese mundo, garantizándose los medios de subsistencia y procurándose niveles crecientes de bienestar, no es un proyecto ideológico sino una constante antropológica. Si aceptamos esa premisa, tendremos un criterio con arreglo al cual juzgar el desempeño de las distintas culturas; podemos discutir si el animismo de las tribus amerindias produce una sociedad más deseable que aquella que resulta del racionalismo ilustrado. Sea como fuere, en la modernidad estamos; y si no media una catástrofe imprevista, seguiremos en ella. Dicho esto, ha de reconocerse que la modernidad no ha conseguido jamás un apoyo unánime: de los románticos que padecían el mal del siglo a mitad del XIX a los nativistas de la primera mitad del XX y los comunitaristas del XXI, pasando por los revolucionarios de izquierdas y derechas, muchos han sido los descontentos que han ejercido resistencia contra ella.
Volvamos, sin embargo, al asunto de la decadencia: ¿vamos a menos? Si bien se mira, es paradójico que la confianza en el progreso pudiera sobrevivir a dos guerras mundiales y a los crematorios nazis: cualquiera pensaría que aquello suponía ya suficiente prueba de decadencia. Tanto los existencialistas como los francfurtianos entendieron que lo sucedido no había sido precisamente una minucia; no pocos artistas, de Rossellini a Camus y Rothko, sintieron lo mismo. Pero la postración no es un estado que pueda mantenerse indefinidamente. Así que mientras los progresistas encontraban solaz en la continuidad del experimento soviético y renovaban sus esperanzas internacionalistas con aquellos procesos de descolonización que enarbolaron la bandera del socialismo, el resto del mundo se entregó a la tarea de la reconstrucción: un complejo proceso de reorganización geopolítica y transformación interior descrito magistralmente por Tony Judt en Posguerra. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa se podía hacer? No hay duelo que cien años dure e incluso los que duran algo más –como los dos mil años del cristianismo– incorporan la esperanza de un futuro mejor.
De manera que la combinación de bienestarismo estatal, consumo de masas y rejuvenecimiento demográfico se las apañó para devolver la legitimación perdida al ideal de progreso. Por contraste con los violentos años veinte y la depresión económica de los treinta, las sociedades occidentales parecían haber alcanzado un equilibrio virtuoso: aquellos Treinta Gloriosos que hoy son objeto de tanta añoranza alimentaron la esperanza de que lo peor hubiera pasado. Ese medio siglo de expansión material que comienza en la segunda posguerra recibe en la actualidad la denominación de “Gran Aceleración” por parte de los historiadores medioambientales: la civilización de las energías fósiles trabajaba a pleno rendimiento. Es justamente la crisis del petróleo desencadenada en 1973 la que abre una primera grieta en el edificio neokeynesiano; el aparente éxito de las políticas liberales posteriores, prolongado durante los optimistas años 90, termina abruptamente con la Gran Recesión de 2008. Desde entonces, estamos instalados en el pesimismo y la serie de acontecimientos que siguen al crash de Lehman Brothers –Trump, Brexit, pandemia, Ucrania– no han sido de mucha ayuda.
Así que el acierto de Douthat radica en haber identificado un fenómeno que tiene que ver con las expectativas: aunque los defensores de la modernidad han reclamado desde sus inicios el salto a la mayoría de edad de la humanidad, ellos mismos se dejaron llevar por un entusiasmo casi infantil cuando dibujaban los contornos de esa tierra prometida a la que nos conduciría el ejercicio emancipado de la razón. Durante un tiempo, la realidad aguantó la comparación: se descubrieron los virus e instalaron inodoros, brotaban los rascacielos y circulaban los automóviles, los tractores araban los campos mientras las condiciones de trabajo mejoraban paulatinamente, sonaba el jazz y se iba al cine. ¡Ni siquiera había pasaportes! Estados Unidos simbolizó la nueva abundancia: el país prometía comida abundante y libertad religiosa a las poor huddled masses que llegaban a sus orillas. Simultáneamente, claro, se perpetraban toda clase de atrocidades: explotación colonial, aniquilación de especies animales, gaseamientos en el campo de batalla. Y en la tierra de la libertad, la discriminación sistemática de la minoría negra.
Reencantamiento con el mundo
Pero conviene subrayar que la modernidad industrial no fue para sus primeros protagonistas –poetas románticos al margen– una apisonadora que vaciaba al sujeto por dentro y lo condenaba al spleen irremediable. Recordemos las Exposiciones Universales, con su catálogo de novedades técnicas y curiosidades exóticas; pensemos en la experiencia urbana, llena de posibilidades y dinamismo. No: la modernidad temprana fue un reencantamiento del mundo, aunque supusiera un desencantamiento paralelo del mundo natural. Asunto distinto es que también para la modernidad se agote el tiempo de la juventud y las cosas terminen torciéndose: ¿cómo no iban a hacerlo, si el fuste de la humanidad está torcido él mismo? Douthat subraya algo que ya se ha mencionado antes en relación con los años cincuenta: que durante las décadas del optimismo moderno se dieron condiciones irrepetibles, entre ellas un rejuvenecimiento demográfico que contrasta poderosamente con el envejecimiento que viven las sociedades occidentales.
Sucede que esa cualidad inaugural se extiende mucho más allá de la segunda posguerra: en el periodo que va de la segunda mitad del XIX a la Segunda Guerra Mundial se producen tantas novedades –políticas, culturales, científicas, técnicas– que resultaba natural figurarse que la modernidad era un experimento infalible. Y aquello tampoco volverá, porque no puede volver: la revolución socialista triunfó y fracasó, solo hubo una Bauhaus y el Estado de Bienestar se defiende en nuestros días de las consecuencias de su propio éxito. Para colmo, vamos comprendiendo que la democracia liberal no es el reino de la verdad, sino una manera razonable de gestionar intereses y opiniones en conflicto. Sencillamente, estamos de vuelta: como los amantes que han sufrido ya varios desengaños y no pueden —por mucho que quisieran— experimentar la ilusión de antaño.
¿Cómo podríamos sostener el mismo impulso cuando el mundo ha sido ya explorado, catalogado y conectado? ¿De qué manera habríamos de engañarnos para seguir creyendo en las viejas utopías redentoras? ¿Cuánto habríamos de vendarnos los ojos para ignorar que somos parte del mundo natural y estamos expuestos a la violencia ciega del planeta? ¿Acaso es posible desandar el camino que recorrieron vanguardistas y modernistas, fingiendo que todo en el arte está todavía por hacer? ¿Queda alguien que crea en la posibilidad de vivir de nuevo el impacto extraordinario provocado, para bien y para mal, por la Revolución Industrial? ¿No hemos constatado ya que las democracias tienen limitaciones obvias como formas de organización política y, sin embargo, no tenemos nada mejor que ellas?
Más valdría que rebajásemos nuestras expectativas; solo así podremos apreciar lo que hay de valioso en nuestra época. A la espera de que lleguen los avances tecnológicos que permitan mitigar los efectos negativos del Antropoceno y nos ayuden a adaptarnos al cambio climático ya en curso, haríamos bien en disfrutar de esas mejoras en la vida cotidiana que hacen más cómoda la existencia: de las ventanas herméticas a la radioterapia de precisión. De lo que se trata es de facilitar su difusión, aprendiendo de las sociedades que mejores instrumentos aplican para combatir la pobreza y atenuar la desigualdad. En cuanto a la cultura, se ha hecho más fragmentaria; quizá no estamos ya en la cultura de masas. Internet hace posible la proliferación de plataformas, comunidades y mercados, lo que a su vez multiplica los públicos, que se segmentan y especializan. Entiéndase: sigue habiendo fenómenos populares, de Rosalía a Parásitos, pero carecen del poder de concentración de antaño. Pero eso no es una mala noticia: hay más gente que nunca intentando hacer cosas de diferentes maneras para audiencias tan diversas como dispersas. Perdemos en experiencias compartidas lo que ganamos en acceso a creaciones polifacéticas.
Glocalización
Si algo distingue a estas últimas, culminadas ya las revoluciones modernistas en todos los campos de la cultura, es la mezcla: una mezcla que no es solo de estilos, sino de tradiciones geográficamente distantes. No se han materializado los temores de quienes identificaban la globalización con una monótona americanización: la cultura pop es ahora multipolar. Existen precedentes: si Talking Heads pudo incorporar los ritmos africanos a su legendario Remain in Light fue porque Fela Kuti había desarrollado ya el Afrobeat durante la década de los 70; lo mismo vale para el Bowie berlinés. En esos años explotó también la salsa neoyorquina cantada en español; ya habíamos disfrutado con las composiciones del rocksteady jamaicano que incorporaban el soul americano a la tradición vernácula. Hoy se produce una radicalización de esta tendencia; dice The Economist que el porcentaje de las canciones en inglés descargadas en Spotify no hace más que descender, sobre todo en aquellos países que cuentan con una industria musical propia. Y lo mismo pasa con el cine o las series televisivas; no digamos con la comida. La globalización es glocalización: se alimenta de tradiciones locales, reinventándolas en un espacio cosmopolita donde el público elige lo que quiere consumir. Hablar de contracultura resulta así incongruente: lo que hay son públicos de distinto tamaño. Nadie puede tomarse en serio a estas alturas a la banda que mira desafiante al mundo desde las páginas de un periódico, ni asustarse ante unos tatuajes o un chándal; las estéticas de la rebeldía son ya un bien de consumo más.
En definitiva, quizá seamos injustos por partida doble. De una parte, sobrevaloramos la estabilidad y coherencia de la modernidad inaugural: el Kurtz de Conrad era contemporáneo de Tesla. De otra, subestimamos los logros de la modernidad tardía, que ha seguido siendo rica en calamidades –de Camboya a Yugoslavia– sin por ello dejar de mitigar la pobreza o alargar la vida de los seres humanos. Tan desencaminado andaba el utopismo que condujo a la construcción de Brasilia como lo está el distopismo que socava nuestro ánimo con relatos sobre el fin del mundo o una inminente regresión patriarcal. No hacemos ningún favor a nuestros jóvenes dejando que el envejecimiento de las sociedades occidentales conduzca al desánimo colectivo. Tal vez aquí radique nuestro mal del siglo: pese a lo que diga el calendario, es posible que el siglo XX no haya terminado todavía. ¡Tenemos que librarnos de él y no sabemos cómo! Puede que no sea posible: la modernidad no necesita ser abandonada, sino refinada; en ese sentido, quizá solo el ecologismo –entendido en sentido amplio como una refundación crítica de la modernidad– ofrezca una alternativa digna de tal nombre.
Pero de eso hablaremos otro día: quedémonos hoy con el recuerdo de ese Major Tom que pasa de héroe espacial en “Space Oddity” a yonki extraviado en “Ashes to Ashes”; dos canciones separadas por apenas once años que nos hablan de la vida del propio Bowie. Las sociedades modernas no han sido muy diferentes: todo lo que sube, baja. Salvo que permanezca en órbita.
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).