La espera
Octubre 2023. Tapachula, Chiapas, México
Marieli se agacha y deja caer todo su peso en las rodillas. Se queda ahí un rato, inerte, con los brazos largos caídos y la cabeza entre las piernas. Cada cierto tiempo levanta la mirada para ver si cambió algo a su alrededor. No ha cambiado nada. Sigue en la misma plaza de una ciudad fronteriza a la que llegó caminando hace dos días, con su mamá, sus hermanas y sus tíos.
Las chancletas son evidencia del último tramo caminado. Tienen agujeros en la suela que dejan entrever la planta de su pie. Se los mira y juega a delimitar la superficie con el dedo. Sigue esperando. ¿Qué cosa? No lo sabe bien y nadie le dice tampoco, pero espera.
La noche anterior pasó frío. Las camas temporales que improvisó su mamá con pedazos de cartón no fueron suficientes para amortiguar la humedad. La sintió entrar, sigilosa e invasiva, apenas se acostó.
Su hermana menor, un poco menos derrotada ese día, sigue con ganas de explorar. Quiere olvidar momentáneamente que está a kilómetros de su casa y que aún faltan muchos más para llegar. Busca una mirada cómplice de su hermana, pero Marieli no responde.
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La plaza de Tapachula, en el estado de Chiapas, a la que llegaron después de cruzar en balsa el río Suchiate que separa a México de Guatemala, suele ser un punto de encuentro para poblaciones migrantes.
Ahí, centroamericanos y latinoamericanos comparten datos de trabajos temporales, de tramitación de documentos migratorios, albergues, atención médica o lo que sea necesario para seguir el recorrido. Es octubre de 2023 y la Unidad de Política Migratoria, una dependencia de la Secretaría de Gobernación mexicana, calcula que en lo que va del año, más de 500 mil personas en tránsito ingresaron por esa vía al país. De esas, más de 136,900 solicitaron refugio.
Ese día, al igual que Marieli, la plaza está detenida. Una caravana de más de 400 personas salió hace dos noches, justo antes de que llegaran Marieli y su familia, y los pocos que se encuentran ahí esa mañana esperan la conformación de otra. Por eso no hay movimiento. Se escuchan los ladridos de los perros acompañantes y alguna que otra exclamación en un llamado a larga distancia para compartir la buena noticia de que ya cruzaron el charco. El penúltimo al menos. Fuera de eso, el sonido aturdidor de la pausa.
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“Solo en Guatemala dormimos en un albergue. El resto del recorrido dormimos afuera, en carpas o en plazas. En Honduras teníamos unas colchonetitas de plástico, pero las tuvimos que dejar”, cuenta Marieli mientras arrastra los brazos por el piso. Sigue agachada, pero sus hermanas y primos chicos ceden frente a los encantos de la tecnología y ella no se queda atrás. Hay cámaras y grabadoras y quieren hablar. Marieli tiene 13. Es la más grande del grupo después de los adultos y asume la vocería.
–¿Cómo se bañan? –le pregunto.
–Con la lluvia –responde.
–¿Hicieron amigos en la plaza?
–Ya todos se fueron a Estados Unidos.
Ellos todavía no. México es el último país del recorrido antes de cruzar a Estados Unidos y por lo mismo, muchas veces, el paradero más complejo. Muchas familias se quedan a la espera de la regularización de sus documentos, o de resultados médicos y de la conformación de caravanas para seguir el viaje en grupo.
El viaje
Dos semanas antes, una mañana de septiembre, Marieli y su familia cerraron las puertas de su casa en el Estado de Zulia, Venezuela, por última vez.
Traían pocas pertenencias en las mochilas y mil dólares estadounidenses que habían ahorrado entre los ocho que viajaban. Con eso, podían subsistir durante un par de semanas. Siete países los separaban del destino final.
Los primeros 25 dólares se fueron en el traslado en bus desde la capital de Venezuela hasta la frontera de Colombia. Menos de un dólar para moverse de Maicao a Medellín. En cada paso no habilitado, una caminata extrema bajo el sol. Luego a Turbo, Acandí y finalmente la entrada a la Selva del Darién. “Por suerte un compañero nos avisó que había que estar pendientes de las bolsas que cuelgan de los árboles”, cuenta el tío de Marieli.
Las azules indican el camino a seguir, las rojas advierten peligro.
A las cuatro de la mañana recibieron el llamado para despertar. La caminata por la selva, luego de recibir instrucciones básicas, empezó a las seis. “No se veía tan difícil en un principio, pero una vez que empezamos a subir dije ‘oh, esta vaina está compleja’. Hay personas que se toman hasta siete días ahí, nosotros lo hicimos en cuatro”, sigue. “Todos los días caminamos de 6 de la mañana hasta las 5:30 de la tarde. A esa hora hay que armar la carpa porque todos saben que la selva es brava de noche”.
En ese tramo vieron cadáveres, tumbas improvisadas hechas con palos y piedras, y otros tantos intentos desesperados por mantener rituales y dignificar muertes en momentos de fuga, a manos de patrullas fronterizas y políticas de Estado inhumanas. “Nos encontramos con personas que llevaban un mes ahí arriba y no podían seguir caminando porque se habían roto la pierna. Dependían del buen corazón de algunos que les dejan comida y medicina, pero tampoco se los pueden llevar porque tienen que seguir sus propios caminos. A ellos simplemente se los deja morir”, me contaron ese día, con suma ligereza, como si hablaran de acontecimientos cotidianos.
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De enero a mayo de este 2024, se calcula que entraron a México más de 70,800 niños, niñas y adolescentes (NNA) en tránsito o con intenciones de quedarse. De esos, un poco más de 19,600 tienen entre 12 y 17 años, el resto tiene menos de 11. Y de ese subgrupo adolescente, 16,896 llegaron acompañados de al menos un familiar o adulto cuidador.
2,795 llegaron solos.
Se trata de un segmento de la población que trae a cuestas la carga de múltiples violencias, que se repiten a lo largo de sus recorridos. Son blancos fundamentales, especialmente en los sectores pobres de sus países, que vuelven a estar expuestos a abusos, abandonos, trabajo precarizado, explotación y deserción escolar durante sus travesías hacia el norte. A eso se le suma la inminente posibilidad de devolución; solo en 2017, casi 9,000 niños, niñas y adolescentes mexicanos que llegaron a Estados Unidos sin documentos fueron repatriados. La mayoría viajaba sin la compañía de un adulto.
En tiempos en los que hemos puesto en duda el propósito inicial de las delimitaciones del territorio –y en los que hemos visto en primera línea las manifestaciones más violentas de las guerras fronterizas–, la conversación parece ser inaplazable: ¿cómo es el desarraigo para las infancias? ¿Quién las cuida cuando madres, padres y cuidadores también están en riesgo? ¿Cómo se construye la identidad en tránsito, en territorios ajenos y con lengua ajena? ¿Cuáles son las consecuencias de esto?
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Aurore Brossault es experta en salud mental y apoyo psicosocial del programa Child Protection de UNICEF México. Junto a la Oficina de Defensoría de los Derechos de la Infancia (ODI), ha sido parte del diseño y desarrollo de una serie de programas, actividades y herramientas que buscan apaciguar los impactos del desplazamiento forzado en niños, niñas y adolescentes a lo largo de sus rutas migratorias.
Ella distingue entre los que viajan solos y los que viajan acompañados. A los primeros, según ha podido reconocer en su experiencia en terreno, los invade una sensación de desesperanza y apatía. “Tienen mucha rabia, pero no pueden identificar del todo contra quién; si es contra el sistema, contra el Estado que los abandona, sus familias o sus países de procedencia. Eso no ayuda en el proceso de canalizar la rabia y ubicar al responsable”, explica.
Para las madres, padres y cuidadores adultos, la migración tiene un propósito más claro. Para las infancias, ¿ese fin es divisable?, le pregunto a Brossault.
Me dice que hay que distinguir entre niñas y niños, y los que ya tienen una edad en la que existe un mayor desarrollo cognitivo y capacidad de pensamiento abstracto. “Los más chicos están más resignados. Muchos vienen de países en los que sus madres han sido víctimas de abusos y violencias machistas, y eso lo entienden. Pero como el pensamiento es más concreto, no hay una reflexión más allá del ‘nos tenemos que ir’. Para ellos simplemente no hay otra opción y van”.
Coincide Sofía Cardona, principal asociada de protección de ACNUR, quien asegura que la noción de “una mejor vida” se empieza a dilucidar con mayor facilidad en la adolescencia. Los más chicos, en cambio, ven lo inmediato, y una idea tan vaga como “si nos vamos, tendremos mejor calidad de vida” es inconcebible.
“Es difícil explicarle a una niña o niño que hay poco acceso a la salud o que hay pocas posibilidades laborales. En cambio, decirles que viene ‘el Chola’ del Barrio 18 y está preguntando por ti’ es algo concreto. Y una realidad a la que la mayoría de los niños centroamericanos están acostumbrados. En las conversaciones que tenemos con ellos se revela que ya han visto cuerpos asesinados y que conviven con esa sensación de riesgo inminente desde chicos. A su vez, ven cómo sus madres se exponen para que ese riesgo no repercuta en ellos”, dice.
Las manifestaciones a futuro de eso son inciertas. “Es posible que se genere una noción de culpa si es que esos NNA detectan esa dinámica. A esto se le suma que, si antes las mujeres y adolescentes podían salir de sus países solas, ahora –por las políticas de persecución dirigida a hombres jóvenes, especialmente en El Salvador– muchas están teniendo que viajar con sus perpetradores de violencia. Esto también hace que aumente la violencia de pareja íntima en el contexto de tránsito, lo que da paso a otras dinámicas violentas. El padre es violento con la madre y ella, con todo lo que ya trae a cuestas, replica esa violencia en los hijos”.
Todo esto hace que estos NNA se vean obligados a asumir comportamientos de adultos. Ciertamente no se puede hablar de madurez precoz, porque la madurez es un proceso natural que requiere tiempo y no se puede apurar. Lo que se da en estos casos, según desglosa Brossault, es más bien forzado. “Copian los hábitos de los adultos a su alrededor a falta de opción y porque es lo que se espera de ellos. Cumplen un rol, asumen ciertas actitudes, hasta cambian sus caras y sus expresiones faciales. Empiezan a absorber las preocupaciones de su entorno y se dan cuenta que mucho del bienestar familiar, en el viaje, depende de ellos. Pero no son adultos, son niños y tienen que ser tratados como tal. Muchas veces las autoridades migratorias no entienden eso”.
Cada vez hay más niños, niñas y adolescentes en tránsito, y la falta de reconocimiento de esta realidad da paso a que ciertos abusos se hagan más agudos y frecuentes. A falta de políticas migratorias con perspectiva de género, por ejemplo, las madres que viajan solas con sus hijos acceden a empleos en los que hay riesgo de explotación. “Empleos en los que se les ofrece quedarse en un cuarto con los niños y ese es el pago”, explica Sofía Cardona. “A eso se le suma que el tener hijos, en estos casos, se convierte en una razón para que las mujeres permanezcan en relaciones violentas o accedan a tener relaciones que potencialmente podrían ser abusivas”.
UNICEF ha desarrollado dos programas enfocados en la salud mental para la población en movilidad. Uno consiste en la configuración de distintas actividades psicosociales dirigidas a niños, niñas y adolescentes y sus familias, en las que se trabaja en torno a la resiliencia, el autocuidado, las habilidades motoras y el desarrollo psicomotriz y social, todo en base a actividades lúdicas con la comunidad. “Es un reto doble cuidar a tus hijos cuando tú misma enfrentas situaciones que ponen en riesgo tu integridad. También es complejo prestarle atención a los hijos en estas situaciones, por lo que el trabajo se enfoca en todo el núcleo”, cuenta Brossault.
Por otro lado, están las clínicas móviles ubicadas en distintos puntos de la ruta. Estas brindan atención psicológica a jóvenes y adultos, y ofrecen talleres sobre el manejo emocional. “Muchos niños y adolescentes acuden, pero también hay que saber que la mayoría está en modo sobrevivencia, entonces no hay tiempo para tramitar ciertas emociones. Tienen que estar alerta, día y noche, porque pueden ser víctimas de robo, de violación, de maltrato. No pueden hacer una pausa. Y la verdad es que cuando uno empieza un proceso de terapia y quiere procesar cualquier evento, necesita hacer una pausa y abrirse. Ellos, en ese momento, no lo pueden hacer. Ni mentalmente ni emocionalmente. Tienen que ser fuertes para protegerse. Ese es el límite del trabajo de salud mental con poblaciones en movilidad”, explica Brossault.
Ciudad de México
“Si estoy cansado, mi mamá también se cansa. Por eso a veces es mejor no decirlo. Ya podremos descansar cuando lleguemos”.
Jérôme (16) escribe en el cuaderno que recibió de UNICEF en su estadía en un albergue de la Ciudad de México. No habla español ni inglés, pero desde que salió con su mamá y su hermana menor de Haití, busca cualquier instancia para practicar ambos. El primero le sirve para arreglárselas en su tránsito por México, que vislumbra va a ser largo, y el segundo para cuando finalmente llegue a Austin, Texas, donde lo espera su papá.
El cuaderno de viaje que recibió busca que niños y adolescentes migrantes puedan reflexionar sobre sus experiencias. Una suerte de diario de vida que lo acompaña, a él y a muchos más, en este recorrido.
Una noche alguien le preguntó qué significaba dejar atrás el hogar. Él respondió que era dejar atrás a los amigos, los sabores, sobre todo los momentos muertos en los que podía mirar el techo. No recuerda, de hecho, la última vez que estuvo tranquilo, sin mayores preocupaciones, pudiendo mirar el techo. La mamá agregó que era dejar atrás un sentido de pertenencia y de seguridad. Una matriz de la que aferrarse, aunque esa matriz no garantice nada. “Es una ilusión, pero a veces vivimos de la ilusión”, comentó esa noche.
Desde que salieron de sus casas rumbo a Estados Unidos, la ilusión es otra, pero igualmente suficiente como para seguir, aunque eso significa estar constantemente alerta.
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Los derechos de las infancias y adolescencias son derechos humanos. Pero, ¿qué garantía hay de que se los tome en cuenta en procesos de tránsito, en los que la permanencia en un país es incierta?
La experta en Protección a la Niñez de ACNUR, María Isabel Remolina, explica que cada país tiene su sistema y su marco legal respecto a las migraciones y las infancias, pero como se trata de poblaciones en movilidad (estar en tránsito significa estar de paso, no residir en el lugar), ninguno los considera de manera integral. Ninguno se preocupa de hacer un seguimiento necesario ni de velar por que se cumplan sus derechos. La condición de migrante despoja de ciertas garantías y protecciones.
“México tiene un sistema de protección a la niñez y lo ideal sería que todos los NNA en tránsito pudieran ser referidos a ese sistema; que las mismas Procuradurías de Protección a la Niñez pudieran hacer intervenciones multidisciplinarias, considerando la atención psicológica, la salud mental, el trabajo social y la psicología jurídica. Pero ningún país se hace del todo cargo”, explica. “Lo que vemos es una incapacidad de dar respuestas claras en tres áreas; la psicológica, la médica y la jurídica. Tampoco se le pone énfasis a la obligación de denunciar cuando ese NNA ha sufrido violencias o abuso. Rara vez hemos visto un caso de niñez sobreviviente de violencia de género, por ejemplo, que se denuncie para que se haga una investigación. Si la madre no quiere o su pareja no quiere, la procuraduría no insiste”.
Remolina y sus colegas empiezan a intervenir cuando los NNA están solicitando asilo; recién ahí pueden acceder a cierta atención psicológica. Al final, como dice ella, se trata de una población móvil y el imán de Estados Unidos sigue presente. “Las intervenciones no pueden abrir temas de salud mental si es que no hay posibilidad de cerrar ese proceso”, refuerza.
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En el tránsito realizado por niñas y adolescentes mujeres, que hoy están más presentes en la población en movilidad, se mezclan todas las intersecciones propias de la experiencia de ser mujer. Así lo devela un informe realizado en el 2021 por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), titulado Mujeres migrantes centroamericanas en México: Informalidad en la contratación y el empleo, que revela que las niñas y mujeres están más expuestas que sus pares hombres a ser víctimas de malos tratos, explotación, discriminación y violencia de todo tipo en el trayecto.
En esto contribuyen una serie de factores, entre ellos los procesos de contratación informal y trabajos ‘feminizados’ a los que acceden las madres y la falta de perspectiva de género en las políticas migratorias, que dejan desprovistas de ciertas facilidades y derechos –entre ellos el de los cuidados– a las mujeres. En muchos casos, esto hace que cuando una niña o adolescente emprende la travesía, se asume y se espera que ella sea la segunda cuidadora.
Por otro lado, si estas niñas o adolescentes mujeres viajan solas, las acompaña la noción de riesgo permanente. “Este es un escenario complejo porque escogen a una persona que las cuide, por así decirlo, a fin de evitar violencias. Pero en ese mismo gesto, terminan siendo víctimas de violencia. Rige la lógica de ‘es mejor que me viole uno a que me violen 10’. Y eso refuerza ciertos círculos nocivos que son difíciles de intervenir. Muchos de estos emparejamientos como mecanismo de protección devienen en embarazos adolescentes, y eso nos reduce a nosotros la posibilidad de sacarlas de ahí”, explica Cardona. “Está la noción de que ‘él me protege’ y no la identificación de ‘él me violenta’”.
La llegada
Llamada por Zoom de Orlando, Florida a Ciudad de México.
“A que no me reconoces”, dijo al otro lado de la pantalla Marieli. “Aquí me aliso el pelo”.
Había pasado más de medio año desde que nos conocimos en la plaza de Tapachula.
Miré su pelo. Su mamá me había advertido en un llamado previo que las niñitas estaban bien, estaban lindas, estaban “más blanquitas”. Un mecanismo más –como ella misma dijo– de sobrevivencia en tierras ajenas. Esa mimesis a ratos necesaria cuando la integridad absoluta no está garantizada.
Pensé en todo eso y busqué la mirada de Marieli. Mediadas por la tecnología, con voces discontinuas e intentos de reconocimiento, anhelamos algo que pudiera igualar el contacto visual.
“Llegaron a Orlando”, le dije entusiasta para romper el hielo. “Sí, y tenemos una casa de juego, mi mamá tiene un auto, yo tengo un iPhone”, respondió rápidamente.
“¿Te gusta usarlo?”, le pregunté. “Sí mucho. Lo uso para estudiar, para aprender inglés, para la escuela”, me dijo. “Pero extraño mi casa a veces. Extraño la calma”.
La misma que extraña su mamá cuando cuenta que ahí donde están no hay quietud; nadie les habla con amabilidad en la calle, tampoco ofrecen ayuda cuando las ven desorientadas. Todos corren para llegar a algún lado.
“Yo no transo mi cultura por esta. Solo cambié las condiciones para que pudiéramos tener una vida porque en Venezuela, por más que haya habido esperanza en algún momento, hace muchos años que ya no hay.”
Hoy, en un solo día, gana el doble de lo que ganaba allá en un mes. También, por supuesto, le han subido los costos y ha tenido que sacrificar su rutina como la conocía, pero no hay punto de comparación, me cuenta. “Ya no es cuestión de si vale la pena o no, se hace lo que se tiene que hacer”.
De Venezuela no quieren hablar. Son parte del éxodo más grande del último tiempo, de los más de 7.7 millones de venezolanos que se han ido del país desde el 2013. Y ellas, al igual que muchos, extrañan con amargura. Intercalan la nostalgia con el alivio y se aferran a la idea de que, por ahora al menos, a su país lo mantienen cerca en las costumbres y en los recuerdos.
Qué pasa después
Para sobrevivir a la violencia de género de países altamente machistas, hay que partir. Para alejarse de reclutamientos de pandillas y el crimen organizado, también. De la persecución política y social de regímenes autoritarios, más. Pero muy pocas veces se habla de que en el nuevo país, eso tampoco está resuelto. Muy pocas veces se habla de la violencia, del racismo, la discriminación y el abandono que se vive en el destino final.
“Es difícil generalizar, porque va a depender mucho de la recibida al momento de llegar al país de destino, de si van a ir a la escuela o no, de si aprenden el idioma o recogen la cultura y logran integrarla con la propia”, explica Remolina. “Si aun se quiere ver como hondureño o si lo que vivió ahí hace que rechace profundamente su cultura. Quizás eso mismo haga que la reivindique más adelante y cree una narrativa nueva”, cuenta. “La historia, el lugar de origen, los recuerdos que mantiene de ahí, su forma y condición de llegada van a tener un impacto en cómo se va definiendo, en cómo decide unir las dos culturas y en cómo le da paso a ese proceso de constante tensión, búsqueda e integración de pertenecer a dos o más lugares”.
También existe la desilusión, cuenta. “Me toca trabajar con niños que llegan y se encuentran con lo opuesto a lo que esperaban; un país que no los acepta. Entonces se agarran del pasado y romantizan el país de origen. Ahí empieza la búsqueda de un nuevo sueño”. ~
nació en Nueva York, vivió en Santiago de Chile y actualmente reside en Ciudad de México. Periodista especializada en temas de género y procesos socioculturales, escribe para medios y revistas de la región y desarrolla junto al diario La Tercera (Chile) un programa audiovisual de conversaciones en profundidad que indaga en los desafíos que surgen en la intersección entre género, socialización, trabajo remunerado y no remunerado. Es becaria del International Women's Media Foundation.