“Chile no va a cambiar mientras las élites no suelten la teta”.
Esa frase cumplió 14 años en 2019. Su autor es uno de los miembros más connotados de esa misma élite. Felipe Lamarca, expresidente de la patronal de los grandes empresarios, la Sofofa, y hombre fuerte del grupo Angelini, uno de los titanes que dominan la economía chilena, con un patrimonio familiar de 3,900 millones de dólares, según Forbes.
“Tengo demasiado claro que aquí hay un problema de desigualdad que no da para más y hay que corregirlo”, decía en 2005 Lamarca, para más señas ex director del Servicio de Impuestos Internos bajo la dictadura de Pinochet y uno de los llamados Chicago Boys que implementaron, con fe de cruzados, el modelo neoliberal de Milton Friedman en la economía chilena.
“No da para más”, decía Lamarca en 2005. En los años siguientes, las alertas se fueron sumando. En el invierno de 2011, una gran protesta nacional paralizó al país, bajo el lema de “No al lucro”, gatillada por asuntos como el fraude de la empresa de retail La Polar y el endeudamiento estudiantil debido al CAE (Crédito con Aval del Estado), una ley ruinosa para el fisco chileno y para los estudiantes, pero que aseguró pingües ganancias a la banca gracias al financiamiento de los créditos estudiantiles.
En 2016, cientos de miles de personas protestaron bajo el lema “No + AFP”, en contra del sistema privatizado de jubilaciones que está a cargo de empresas con fines de lucro, las Administradoras de Fondos de Pensiones.
Entre estos eventos, Michelle Bachelet fue elegida presidenta con un programa que contemplaba cambios a la educación y redistribución tributaria. Sin embargo, su gobierno renunció pronto a su proyecto de nuevos impuestos, aceptando una tímida reforma en la “cumbre de las galletitas”, un encuentro informal del ministro de Hacienda en casa de negociadores que fungían al mismo tiempo como directores de empresas de los principales grupos económicos.
No era para sorprenderse. Poco después saldría a la luz que el equipo programático de Bachelet, que proclamaba que sus reformas iban contra los intereses de “los poderosos de siempre”, había sido financiado, empleando métodos ilegales, por varios de los principales grupos económicos de Chile. Entre los mecenas estaba la empresa de Julio Ponce, exyerno de Augusto Pinochet. Ponce emergió de la dictadura de su suegro como dueño de SQM, una empresa previamente estatal que maneja hasta hoy el negocio del litio, considerado como uno de los tesoros más prometedores para el futuro de la economía chilena. El patrimonio del yernísimo llega a los 3,800 millones de dólares, según Forbes.
Cuando los escándalos de dineros ilegales alcanzaron a toda la élite política, la solución fue sumaria: derecha, centro e izquierda estuvieron de acuerdo en bloquear la investigación judicial, usando como escudo al Servicio de Impuestos Internos, negociando la designación de un Fiscal Nacional comprensivo, y finalmente marginando hasta obligar a renunciar a los persecutores que lideraban la investigación.
Mientras, el gobierno de Bachelet había terminado de derrumbarse políticamente con un escándalo de tráfico de favores protagonizado por su hijo, Sebastián Dávalos, quien recibió un millonario crédito tras una reunión con otro de los billonarios del país, Andrónico Luksic (patrimonio familiar de 15,400 millones de dólares, según Forbes).
La élite política no soltó la teta. Se aferró a ella y varios parlamentarios involucrados en el escándalo de dineros ilegales son hasta hoy miembros del Congreso.
La élite económica también se mantuvo firme, con los dientes bien apretados. El grupo Angelini y otros obtuvieron derechos monopólicos gracias a una Ley de Pesca en que, según se descubrió luego, varios parlamentarios fueron coimeados. Pese a ello, la ley sigue en pie.
Uno tras otro, en los últimos años se descubrieron carteles en los mercados de las farmacias, los pollos y el papel, entre otros. Este último fue liderado por el grupo Matte (patrimonio familiar de 2,000 millones de dólares, según Forbes), y significó un perjuicio a los consumidores estimado en 510 millones de dólares. El académico de la Universidad de Chile, Javier Ruiz-Tagle, calcula que solo sumando los más notorios de estos escándalos de evasión tributaria y colusión, se llega a 4,982 millones de dólares en pérdidas tributarias y para los consumidores chilenos.
La economía chilena, por cierto, resplandece en el entorno de América Latina en sus cifras de Producto Interno Bruto (25,978 dólares per cápita) y su exitoso ataque a la pobreza, que ha bajado de 38.6% a 7.8% en casi 30 años de democracia.
Pero este nuevo país de consumidores de clase media, orgulloso invitado en el club de países ricos de la OCDE, está lastrado por la desigualdad, con un Índice GINI de 46.6, el peor de esa organización. En estricto rigor, más que desigualdad, es una concentración extrema del poder económico: el 1% más rico acumula el 30.5% de los ingresos, y apenas 543 familias se llevan el 10.1% del total de la torta, de acuerdo con un estudio publicado en 2013 por la Universidad de Chile.
Al asumir el poder el año pasado, el presidente Sebastián Piñera (2,800 millones de dólares según el ranking Forbes), presentó una reforma tributaria que recortaba 833 millones de dólares en impuestos personales de los dueños de empresas. El dinero sería compensado con una fiscalización más estricta a la evasión en la micro y pequeña empresa, en una reforma a lo Hood Robin: quitar a los pobres para darle a los ricos.
Y eso que, sin esta reforma, Chile ya es el país de la OCDE con mayor desequilibrio entre lo que recauda por el impuesto al consumo, un tributo regresivo que golpea más a los más pobres (41%), y el impuesto a la renta de los más ricos (10%). Sí, 41% versus 10%. El promedio de la OCDE es 20% contra 24%.
La élite no sólo no soltaba la teta. La ambición rompía el saco, además en medio de un discurso triunfalista. “Tiempos mejores”, proclamaba el presidente, que a pocas horas del estallido social decía que Chile era “un oasis” dentro de un continente convulsionado.
Lo que viene ahora es imposible de prever. La discusión social y política ha cambiado radicalmente en medio de una mezcla de masivas manifestaciones de día y violentos disturbios de noche; de esperanza, participación y alegría en las movilizaciones; y de miedo, destrucción y caos en los incendios y saqueos; de una clase dirigente aún en estado de nocaut mientras –en un ominoso revival de Pinochet- fuerzas militares recorren las calles bajo toque de queda nocturno.
Algunos se refugian en tesis paranoides. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso”, dijo en un discurso el presidente Piñera. “Es como una invasión extranjera, alienígena”, exclamó en un audio filtrado su esposa, Cecilia Morel.
Lo que esa clase dirigente hermética sigue sin entender es que fue ella la que, ciega, sorda y muda, empujó las cosas frívolamente al extremo. Hasta que la ambición rompió el saco.
es periodista en CNN Chile y autor de Los reyes desnudos (Catalonia).