En muchos de los análisis que se han hecho sobre las elecciones de medio mandato de Estados Unidos uno de los lugares comunes, y preocupantes, es reducir a los votantes de Trump a la categoría de “hombres blancos” y mayoritariamente de poblaciones rurales, como si su papeleta arrastrara algún tipo de toxicidad que le hacer perder calidad democrática. Esta categorización de brocha gorda ha escondido una realidad: el anunciado revolcón demócrata al presidente de Estados Unidos se quedó en una ligera sacudida. A pesar de perder el control de la Cámara de representantes, los republicanos conservaron más estados de los previstos en los sondeos, ganando contra pronóstico en sitios clave como Florida y Ohio, lo que les permitió fortalecer su mayoría en el Senado. “Tremendo éxito, gracias a todos”, escribió Trump en Twitter tras unas elecciones que dejan la sensación de que solo el cerco por su oscuro pasado, y la más que probable investigación que impulsará la Cámara de representantes, pueden evitar su reelección en 2020.
La reacción a estos resultados desde posiciones liberales, pero también la de algunos analistas conservadores, ha sido, en general, la de menospreciar la mayoría republicana y pasar por alto que, con la excepción de la joven outsider socialista Alexandria Ocasio-Cortez, los candidatos con un discurso más escorado a la izquierda del Partido Demócrata, como Beto O’Rourke en Texas, fracasaron, mientras que los más moderados y alejados de la agenda identitaria lograron mejores resultados. Otro dato a tener en cuenta es que los candidatos republicanos afines a Trump han tenido mejor suerte en las urnas que los críticos. Y una tendencia nada halagüeña para los demócratas: Trump sigue nutriéndose del voto mayoritario de la América rural y blanca, pero los apoyos que recibe de mujeres, jóvenes y minorías van en aumento.
Frente a esta realidad política y social de Estados Unidos, etiquetar de “votante malo” al que confía en Trump resulta contraproducente: ahonda en la polarización y moviliza a los seguidores del magnate. Un efecto parecido al que tuvieron algunos de los artículos y editoriales de los grandes diarios de Washington y Nueva York en la campaña presidencial. Si te colocan en el cajón del white trash, y te sientes insultado por unas élites liberales cosmopolitas que viven en un América distante y ajena a la tuya, acudir a votar desde la rabia contra ellos es una opción muy comprensible.
Urge pues que la oposición a Trump, por mucho que le repugne el discurso del presidente y su equipo, afine la estrategia y empiece a construir un relato que no se sitúe en contra la mitad del país. Curar heridas y construir espacios de encuentro, aunque el consenso sea mínimo. Sin darse cuenta, el liberalismo ha caído en la charca ponzoñosa de Trump y, confundido por el hedor, lo está combatiendo con la misma receta de Steve Bannon que lo llevó a la Casa Blanca: análisis de trazo grueso, cosificación del adversario político, menosprecio del diferente, bronca, política identitaria…
Una generalización que no es solo patrimonio de los liberales estadounidenses. En Brasil la izquierda ha despachado la inapelable victoria de Bolsonaro con un “le han votado los ricos”; en Gran Bretaña el menosprecio de las élites londinenses al votante del Brexit solo ha agrandado la falla económica y sentimental que separa el sur y el norte del país; la aparición de Salvini y un cada vez más extremista Cinco Estrellas en Italia se justifica porque una mayoría de votantes italianos o “son tontos” por dejarse engañar por estos fantoches o directamente se les llama “fachas”; y el auge de Le Pen lo explican por el desesperado voto de los trabajadores poco cualificados que antaño votaban a los comunistas, así como de los familiares, herederos y amigos de los pieds-noirs.
Aceptando que estas generalizaciones contengan altas dosis de realidad, ¿el liberalismo va a renunciar a comprender las razones de ese voto antisistema e intentar seducir a una parte de sus conciudadanos? En los viejos manuales de ciencia política se recomendaba atacar a las ideas del adversario, nunca a sus votantes. Sin una apuesta clara por la empatía no se podrán construir nuevos consensos que nos saquen de una guerra de trincheras con el nacionalpopulismo que se está perdiendo. ¿Quién dará el primer paso?
Iñaki Ellakuría es periodista en La Vanguardia y coautor de Alternativa naranja: Ciudadanos a la conquista de España (Debate, 2015).