Srebrenica es una pequeña ciudad de mayoría musulmana. Fue ocupada el 11 de julio de 1995, pocos meses antes del fin de Guerra de Bosnia, por las fuerzas serbias del carnicero Ratko Mladić, quien declaró aquél como un día glorioso para Serbia. Considerada zona segura por la ONU, la población civil era defendida por un débil grupo de 300 cascos azules, el cual se rindió cuando Mladić puso frente a su coronel un cerdo degollado y amenazó: “Esto es lo que les espera a usted y a sus hombres si no obedecen nuestras órdenes”.
Seguido por las cámaras de televisión para las cuales posaba en medio de cientos de refugiados de la guerra, el líder de las fuerzas serbobosnias acarició la cabeza de un pequeño y dijo a los civiles que no tenían nada que temer; todos serían llevados a localidad fronteriza de Kladanj. Luego grabó un breve mensaje para los suyos: “Ha llegado el momento de vengarse de los musulmanes”, fueron sus últimas palabras.
Thomas Karremans, coronel a cargo de las tropas de la ONU en Srebrenica, fue humillado por Mladić, quien lo obligó a abandonar a su suerte a los refugiados y a brindar con él por la caída de la ciudad antes de permitirle a él y sus tropas salir vivos de ahí. Mladić ordenó entonces separar a las mujeres de los hombres para ser evacuados en autobuses a territorio musulmán, pero solo ellas, y no todas, llegaron a su destino. En los siguientes días, más de 8 mil hombres y muchachos entre 12 y 75 años fueron cazados, capturados y brutalmente asesinados en la peor matanza étnica de la que se tenga memoria en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Un año antes de aquello, Ruanda fue escenario de otro genocidio. Por décadas, actores externos destruyeron todo aquello que había servido de vínculo entre los grupos étnicos de la región, manipularon sus identidades comunitarias y generaron una polarización entre hutus y tutsis, de manera que —en palabras de la ONU— se favoreció la dictadura racial de una de las partes, generando una dinámica en la que un sistema opresor solo era sido sustituido por otro igual.
Las fuerzas de paz de la ONU se retiraron antes de que la pesadilla empezara; la atmósfera venía contaminándose desde meses atrás. El exterminio fue un plan de Estado que se financió con dinero de ayuda internacional y que incluyó el entrenamiento de escuadrones de la muerte. Solo se necesitaba un cerillo que les permitiera a los asesinos incendiar todo: la muerte del presidente Juvenal Habyarimana, perteneciente a la etnia hutu, y cuyo avión fue derribado al disponerse a aterrizar en la capital, Kigali, el 6 de abril de 1994, dio inicio a una matanza rápida y cruel. En cien días, unos 800 mil hombres, mujeres y niños tutsis, fueron masacrados—muchos de ellos a machete, pues las balas eran muy caras y se pedía a ahorrarlas para el combate—, sin que la comunidad internacional hiciera nada por proteger a la población civil.
Cuando se habla de racismo, del exterminio sistemático de personas por su origen étnico o sus creencias, resulta inevitable evocar el horror de la primera mitad del siglo pasado. Por alguna razón, Srebrenica y Ruanda aparecen como hechos mucho más difusos y ajenos, aunque sean más recientes y muchas de sus víctimas no hayan sido aún encontradas, reconocidas y sepultadas.
En ellos han encontrado su inspiración personajes como Anders Behring Breivik, el joven noruego de 33 años que confesó haber cometido el doble ataque del 22 de julio de 2011 en Utoya y Oslo, donde murieron 77 personas. El asesino definió su obra como un asesinato realizado en legítima defensa y guiado por “nobles motivos”: salvar a los suyos de los migrantes y los musulmanes. “Fueron ataques preventivos en defensa de mi grupo étnico, y por eso no puedo reconocer la culpa. Actué en nombre de mi pueblo, mi religión y mi país. Exijo ser puesto en libertad”, dijo durante el último día del juicio en su contra.
Hace algunos años conversé con un disidente cubano, quien me dibujó el legado de Fidel Castro a la historia de la isla: cerca de 300 prisiones en un país pequeño; ejecuciones políticas; miles de presos de conciencia; éxodos masivos; un sistema de control, vigilancia y delación entre la población para cercar a los enemigos de la Revolución; un apartheid turístico y económico que ha reducido a la población a un lugar de tercera categoría en su propio país yodio entre los cubanos.
Le pregunté a aquel hombre sobre la reconciliación en Cuba después de la muerte del comandante. “La reconciliación con Fidel Castro —me dijo— es imposible. Ha habido demasiado derramamiento de sangre y demasiado dolor. No puede haber reconciliación con quien ni siquiera se arrepiente del daño que ha causado […] Creo que la reconciliación entre los cubanos es posible, pero debe venir acompañada de justicia. No me refiero al pase de cuentas característico del revanchismo, como hicieran los Tribunales Revolucionarios de Castro, que sembraron el terror con base en ejecuciones y arbitrariedades, sino de la verdadera justicia que sólo es posible en un estado de derecho con plenas garantías”.
Sobre los delincuentes de lesa humanidad y a propósito del juicio a Radovan Karadzic, otro criminal de guerra que enfrenta cargos por el genocidio en Srebrenica, la periodista Maruja Torres encuentra que solo puede hacerse una cosa en estricta justicia: “Enciérrenlo, pónganle delante un espejo, y nada más. Ni libros, ni amigos, ni visitas […]. Nada de nada. Nada de curas. Nada de perdón. Carezco de compasión para esta clase de alimañas, para los asesinos múltiples de múltiplo. Puedo aceptar un crimen cometido a sangre caliente, puedo admitir que un culpable se redima y recupere sus derechos. Nunca para esta clase de excrementos. Que se pudran delante de un espejo”, escribe.
Al cumplirse en estos días 17 años del genocidio de Srebrenica, mientras Mladić y Karadzic enfrentan al Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, para mí es un enigma cómo se salda esa cuota de dolor causada por el odio de uno o varios contra los otros en razón de su identidad por motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género… Cómo se saldan cuentas con el pasado cuando el verdugo no alcanza la cárcel o, en su defecto, quién determina cuánto castigo es suficiente. No lo sé.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).