Lo habían advertido desde hace meses: el desdén ciudadano por responder al galimatías redactado y avalado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación sería culpa del INE. La dirigencia y la bancada de Morena en el Congreso, el propio presidente de la República, los corifeos digitales a favor de esta amalgama de ocurrencias y pequeñas vendettas llamada cuarta transformación, todos alineados para señalar un culpable, para fincar responsabilidades políticas no a los expresidentes –esos útiles artificios para remover las tripas del electorado de vez en vez– sino a la autoridad encargada de organizar el primer ejercicio de democracia directa en México amparado en la Constitución.
Siete de cada cien personas empadronadas decidieron acudir a las mesas de recepción y, de acuerdo con el cómputo oficial del INE, el 97% de ellas se pronunció a favor de “que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos, encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas”. Poco importa que la participación, al no alcanzar el 40% de la lista nominal, no le otorgue un carácter vinculante al mandato popular: como se ha insistido desde que se hiciera pública la pregunta, dada la ausencia de un sujeto concreto o una acción específica, el ejercicio sería jurídicamente estéril.
A pesar de ello, la consulta promovida por el presidente es una eficaz plataforma conversacional que le sirve para disparar contra sus adversarios, reales o ficticios. Como si se tratase de una torre narrativa desde la cual se aposta un hábil francotirador declarativo, la consulta –y ahora su inmediato sustituto, la revocación de mandato– ofrece al presidente una visión de campo que domina la conversación pública y hace de cualquier peatón –hoy puede ser una periodista, mañana cualquier funcionario público– un blanco para los perdigones verbales que salen de Palacio Nacional.
En un país lacerado por la impunidad, la metralla acusatoria del presidente se traduce instantáneamente en pirotecnia digital que termina por lastimar al estado de derecho que supuestamente busca fortalecer. Así se desvirtúa un ejercicio de democracia directa, la legítima y necesaria exigencia de justicia y memoria de una larga lista de personas, colectivos y comunidades a las que ésta y otras administraciones han dado la espalda. La justicia no se somete a votación, pues el estado se encuentra obligado a impartirla.
A pocas semanas de que inicie la LXV legislatura, con la agenda del partido gobernante enfocada en minar la autonomía presupuestaria y administrativa de entidades autónomas como el INE, concentrado Morena en mantenerse unido durante el proceso para designar a quien podría suceder a López Obrador, el maniqueísmo moral que tanto agrada en Palacio irá en aumento. Dividir para concitar voluntades. Señalar para excitar a una sociedad distante de la política y tradicionalmente apática. La venganza, no la justicia, se erige como el destino real que ha profetizado la cuarta transformación.
Si “hacer” justicia continúa siendo el simple escarnio a manos del presidente, si la pena del acusado se reduce a la humillación en la plaza pública, la cuarta transformación habrá fallado en su promesa más ambiciosa: acabar con la corrupción. La consulta del domingo, una promesa más de una campaña electoral permanente, documenta el desinterés de una buena parte de la ciudadanía por un porvenir desdibujado. Habla, en todo caso, de un hartazgo por la dolorosa ausencia de un verdadero estado de derecho fincado en jueces, fiscales y ministerios públicos autónomos y expeditos. Hasta ahora, no existe más evidencia que la de un gobierno que ha confundido la procuración de justicia con bombazos mediáticos seguidos de magnánimos perdones.
es investigador del CEIICH-UNAM y especialista en comunicación política.