Crónica del 1-O: la revolución de la clase media

Los independentistas catalanes votaron en un referéndum ilegal y no vinculante que fue reprimido por la policía nacional y sirvió para el relato victimista del nacionalismo.
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En el colegio Pere Vila, en el paseo de Lluís Companys de Barcelona, varios jóvenes vigilan la verja del jardín. Apenas ha amanecido, llueve, en la calle solo hay trabajadores inmigrantes que abren comercios, hay pintadas de manifestaciones pasadas (“Stop pobresa, stop Espanya”, “Hola República”). Al otro lado de la valla, dos mossos observan, con una mezcla de desdén e impotencia, a los jóvenes, que protegen el colegio como guardaespaldas, uno cada dos o tres metros. Los mossos tenían órdenes de desalojar los colegios antes de las seis de la mañana. Muy pocos lo consiguieron o lo intentaron. Los que entraron, solo identificaron a los presentes. En el colegio Mireia, cerca de allí, varias decenas de personas esperan en la puerta. En el interior, personas encerradas. La gente de fuera escucha la radio con auriculares. Una pareja de mediana edad consulta la web de El Nacional. El ambiente es familiar y de fiesta de barrio. Hay muchos perros, algunas personas han aprovechado el primer paseo de la mañana para hacer acto de presencia.

Colegio Auró, en el Eixample. Dos mossos se acercan a dar explicaciones a una diputada de la CUP, pero hay mucha confusión. Ni los guardias saben qué hacer. Uno de ellos habla nervioso por teléfono, en castellano. Dice que la concentración es pacífica. No está cortada la calle. Las miradas están puestas en dirección a Diagonal, hacia donde va mucha policía. El ambiente es tenso, pero la cola es civilizada y ordenada. Clase media-alta, de unos 40-50 años. Un hombre charla sobre qué pasará con el patrimonio histórico después de la independencia. Una reportera rusa habla en directo en la tele a través de su móvil. Se forman pequeñas aglomeraciones por los motivos más estúpidos, por rumores o algún comentario más alto de lo normal. Todo el mundo parece consciente del ambiente de excepcionalidad. La ciudad entera tiene ese ambiente: no ha perdido la normalidad pero da la sensación de que contiene la respiración.

Instituto de Enseñanza media Maragall, también en el Eixample. Comienza a diluviar. Los que no tienen paraguas se refugian en algunos portales abiertos. En uno de ellos, una señora ha sacado una tumbona. Otros ponen sillas en las entradas de garajes. Mismo perfil de gente, 40-50 años, clase media, aquí un poco más alta, algunos ancianos. Aquí todos leen Vila Web. Muchos hablan en grupos de WhatsApp de la familia. Un hombre escribe en uno titulado “El meu Estat”: “Dicen que hay problemas técnicos. Los vecinos están compartiendo el wifi y el 4G”. “¿Estás en la calle?” “Si la policía interviene sería un despropósito, como dice la filósofa Marina Subirats”. Gritos de “¡Modo avión!”, para que la gente desactive los datos del móvil y no bloquee la conexión del sistema de votación.

Los voluntarios del interior del colegio, de Ómnium Cultural, una asociación en defensa de la lengua catalana, satélite de la Generalitat y del processisme, piden paciencia, pero la gente no se impacienta.  Los ancianos votan primero. Se hace un pasillo, muchos aplausos y silbidos y gritos de votarem. Los ancianos sonríen emocionados, una señora hace el símbolo de la victoria. Hay una épica del voto anciano durante toda la jornada; una romantización e incluso instrumentalización de su voto. Si este voto es histórico, qué mejor que alguien que ha vivido la historia. En el caso de este referéndum, se lee como una supuesta compensación a siglos de opresión, pero también como una muestra de transversalidad y sentido común.

No se entiende la intervención brutal de la policía en algunos colegios: la logística de la votación es pobre y lenta, y en algunos centros de votación votar es difícil y desordenado. No parece que haga falta la policía para impedir el voto. Y donde se puede, resulta tan obvio que no es una votación democrática sino una performance, un voto expresivo y de protesta, que da igual el resultado: para el procesismo, la participación alta es una victoria moral y simbólica y no requiere de aritméticas. Es la voluntad del pueblo, aunque sea menos del 40% de él.

En el colegio Josep Maria Pujol, en el barrio de Gràcia, una chica me explica que su voto lo han contabilizado apuntando su número de DNI en un papel y en el móvil. Es de los pocos colegios que veo donde se vota sin problemas y con rapidez. En la puerta, una valla separa la cola de los manifestantes, que corean y felicitan a los que salen de votar. “Ja he votat!”, cantan muchos. Un grupo de señoras emocionadas sale dando saltos de alegría. Se abrazan con desconocidos, algunos lloran. De nuevo, los ancianos son los que reciben mayores vítores. “Yaya, si viene la policía nos marchamos, ¿eh?”, le dice un nieto a su abuela, que lleva el DNI apretado en la mano. El voto es expresivo, no es vinculante y tiene nula fiabilidad, pero hay una liturgia y una ilusión de legalidad, especialmente en los ancianos. Quizá porque saben que el voto es algo muy importante, porque no pudieron realizarlo en buena parte de su vida. No puedo evitar la sensación de que han sido engañados por unas élites manipuladoras y mentirosas, y no puedo evitar pensar que los ciudadanos que acuden a votar lo hacen engañados o autoengañados.

En el colegio Fort Pienc, junto a la estación de autobuses Catalunya Nord, los ancianos salen de votar emocionados. Un grupo de señoras mezcla en la conversación la comida del domingo con la ilusión de haber votado. La cola da la vuelta al edificio. Muchos miran en los móviles los vídeos de la actuación policial en otros colegios. El ambiente es festivo, calmado, nada lo enrarece, ni la lluvia ni las noticias de la violencia. Con el puño en alto, un anciano grita en castellano “¡Salud y República!” a un grupo de jóvenes, que lo vitorean.

Se habla de que algunos que no querían votar han ido a votar como respuesta a la represión policial. Es una lógica extraña: el referéndum está construido para ratificar unos hechos consumados, la independencia de Cataluña. Usar el voto en un referéndum ilegal para defender a los heridos por la policía es inexplicable. Hay mejores maneras de ejercitar la discrepancia o la disidencia que el voto, que suele tener consecuencias y en el caso del 1-O es explícitamente una adhesión al independentismo. Los que votaron No o en blanco sabían que su voz daba igual. El procés ha convertido el voto en un simple acto, una manera de significarse, en vez de una herramienta de cambio político. Acabar con esa concepción expresiva y vacía del voto será una tarea dura.

El colegio Ramón Llull, junto a la Diagonal, es uno de los centros de votación donde más violencia se ha producido. Cuando llego, la calle está cortada, hay mucha prensa, un helicóptero sobrevuela el barrio, grupos de anarquistas se recuperan sentados en los bancos, algunos de Izquierda Castellana, otros con ikurriñas. Una chica y un anciano italianos hablan para la televisión de su país. La chica llora y el hombre sujeta una papeleta delante de la cámara. La prensa se agolpa junto a ellos. Un chico se quita la camiseta para enseñar a la cámara de un amigo su espalda enrojecida, tras el enfrentamiento con la policía. Unos diez periodistas y cámaras lo rodean. Luego lo entrevistan. Horas después esa entrevista aparece en TV3. El chico habla de fascismo y la gente aplaude en Plaza Catalunya, donde se ha colocado una tele gigante que emite la televisión autonómica.

En la zona del barrio gótico, en el Raval, en el Born, en el puerto marítimo la situación es normal. A veces, el centro parece un parque temático en un Estado de excepción. Los turistas compran postales en las que pone Olé y camisetas del Real Madrid con un helicóptero sobrevolando la zona, mucha presencia policial.Una manifestación organizada por Falange sale desde el puerto hacia Vía Laietana. Cantan “Yo soy español, español, español”. Dos hombres con la bandera de España venían en mi autobús la noche anterior desde Madrid. 

Por la tarde no hay apenas cargas policiales. La fiesta continúa en la Escola Industrial, en el Eixample. La calle Comte d’Urgell está cortada. Los ocupantes del colegio han puesto barricadas para evitar la entrada de la policía, que ya no va a intentar acceder. En los jardines, centenares de personas sentadas en la hierba, mucha prensa. En la barricada las parejas se hacen selfies, varios adolescentes han venido en bici, fuman porros y beben cerveza. Otros ponen más vallas. Un grupo juega a las cartas, otros descansan en una hamaca. Es el 1968, pero con la autoridad de tu parte (al menos la Generalitat y el Ayuntamiento) y con tus padres y los de tus amigos también protestando.

Un cartel: “ACAB #haberestudiao” (ACAB son las siglas: All Cops Are Bastards). En el jardín de la Escola Industrial, la gente aplaude a los últimos votantes. Ya quedan pocos, pero la idea es quedarse durante el recuento para proteger las urnas. Una pareja de ancianos sale de votar y es vitoreada. El hombre apenas puede sostenerse en pie.. Ambos lloran, y en el público también muchos están emocionados. “Hem votat, hem votat!”, grita de vez en cuando la multitud. Un chico le dice a otro que ellos mejor deberían cantar “Votarem”, porque no han podido votar por ser menores. Luego cantan Els Segadors y L’Estaca, de Lluís Llach.

Junto a la Escola Industrial, en una cafetería, dos estudiantes de fuera de Cataluña hablan de lo que ocurre. “La verdad es que podíamos habernos informado antes, yo me arrepiento de no saber nada.” Durante años, el procés ha dado pereza a muchos. España se ha dado cuenta demasiado tarde de que el procés, el que comenzó en 2012, es importante. Algo parecido pasa con el gobierno español, replegado sobre sí mismo en posición defensiva y reactiva, apelando a la ley sin ningún argumento más. Habría que reflexionar sobre algo relativamente positivo de esto: la respuesta del gobierno es torpe y su imagen pobrísima, pero no está atizando el nacionalismo, que está surgiendo de manera espontánea en toda España. Apelar a la ciudadanía siempre será mejor que apelar al pueblo. 

Fuera de la cafetería, junto a otro colegio electoral, dos mossos son vitoreados: “¡Sois la policía del pueblo! ¡Sois nuestra policía!”, no porque hayan hecho algo sino precisamente por lo contrario. Los mossos sonríen tímidos. Un rato después, comienzan las caceroladas. Antes de medianoche, el presidente Puigdemont afirma de manera implícita que declarará la independencia, y pide a las fuerzas policiales que salgan del país. Es un declaración de golpe de Estado. Luego habla de que está dispuesto al diálogo y a la mediación, pero sin condiciones previas. Esta es una revolución muy extraña, quizá porque no es una revolución sino un simulacro de rebelión para las clases medias acomodadas. 

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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