Pese a los salvajes atentados islamistas del pasado 17 de agosto en Barcelona y Cambrils, no parece que el gobierno catalán se plantee alterar los planes inmediatos en la que es su única prioridad política, la independencia, como si no hubiera pasado nada que aconsejara reforzar la colaboración entre instituciones y evitar distracciones. Así las cosas, cabe repasar dónde estamos y hacia dónde nos dirigimos. Porque hay problemas aparentemente muy complicados que sin embargo admiten soluciones muy sencillas: a veces no hace falta desatar el complejísimo nudo, basta con un certero golpe de espada. Sin embargo, más allá de que no tenemos a ningún Alejandro Magno entre nosotros, el problema catalán, en su actual presentación, no tiene solución fácil. Tampoco ayudan los frecuentes errores a la hora de plantearlo.
La “cuestión catalana” ahora mismo combina dos problemas que se suelen confundir. Uno de largo aliento, que tiene que ver con su encaje con el resto de España y la articulación territorial de esta. Es un problema eminentemente resoluble, pero que necesita tiempo, frialdad, complicidades interterritoriales e inteligencia. Un problema político que probablemente requiera una reforma constitucional y sin duda una votación que refrende un acuerdo (ya sea como referéndum o en las Cortes) y que difícilmente podrá resolverse de manera bilateral, pero en el que si Cataluña juega bien sus cartas puede contar con importantes aliados: Madrid, Valencia y Baleares en cuanto a financiación y las otras nacionalidades históricas en lo que toca a los símbolos y la lengua. Es un problema catalán, pero sobre todo es un problema español, y ya está claramente en la agenda política.
El segundo problema es la aventura ilegal en la que se ha embarcado el gobierno catalán (que, recordemos, es la representación del Estado en Cataluña). Es un problema urgente, de maduración inmediata, que hará crisis el 1 de octubre cuando la Generalitat intente celebrar un referéndum ilegal, para declarar la independencia acto seguido, que es el objetivo real. De hecho, ni siquiera se han molestado en anunciar qué ocurrirá en caso de que pierda la opción independentista, que solo apoya el 41% de la población según las últimas encuestas. Que esa sea una posibilidad no contemplada porque solo van a votar los suyos no les genera dudas. Este segundo problema es de naturaleza legal y es un problema en primer lugar catalán, es decir, entre catalanes, en el que el Estado español está defendiendo los derechos y libertades de más de la mitad de los catalanes y garantizando el cumplimiento de la Constitución y del Estatut. Este es el problema más grave ahora mismo y el que hay que solucionar de inmediato.
A veces queda bien mezclar churras con merinas, al fin y al cabo son ovejas. Por eso mismo se tiende a mezclar las críticas a la deriva puigdemontista con el escándalo ante el inmovilismo de Rajoy. Pero es un error de base, porque parte de combinar los dos problemas antes descritos. La exaltación independentista y la grandilocuencia gestual del presidente catalán jamás solucionarán el problema territorial, es un error que el catalanismo probablemente pagará caro por la deslegitimación que supone de sus muchas reclamaciones justificadas. El problema del inmovilismo de Rajoy no es que sea una mala respuesta al surrealista gran salto adelante del independentismo; es lo único que puede hacer ya que no hay interlocutor para otra cosa. El independentismo ha dejado claro que no quiere hablar de nada, quiere la secesión y una pseudovotación como hoja de parra con que tapar sus vergüenzas. Las peticiones de diálogo en el momento actual son absurdas: por si hicieran falta más ejemplos, el mismo día que el PSOE y el PSC se reunían en Barcelona para formalizar su planteamiento los titulares los dominó Puigdemont con la purga de los consellers más tibios. El inmovilismo del PP es un problema previo que denota una visión de Estado miope en la derecha española, pero no es el momento de hablar de eso, con la pistola de la secesión unilateral encima de la mesa. El inmovilismo, además, solo se desmiente andando, y es inevitable que se empiecen a mover las cosas. Y sí, los plazos son largos, pero los de la independencia también, ahí está el ejemplo de la salida del Reino Unido de la Unión Europea. O el caso de Irlanda: su independencia se suele fechar en 1922, pero no fue efectiva hasta 1938. Tener prisa no sirve de mucho.
En cuanto al problema acuciante, el público contempla estupefacto cuán complacidos están todos, unos convencidos de que el 3 de octubre serán independientes porque se sienten legitimados para hacer lo que les dé la gana en todo momento. Y ante cualquier bloqueo se preparan para reproducir a escala local un Maidán que les refuerce. Los otros están tranquilos porque no puede pasar nada, solo elecciones autonómicas en otoño. Pero dado que cabe descartar, ay, una rueda de prensa en el Palau de la Generalitat en la que Puigdemont, víctima de un repentino ataque de sensatez, admita que carece de suficiente respaldo social y justificación jurídica para la ruta elegida y anuncie su dimisión para volver a Gerona, nadie describe un desenlace factible. Solo él puede convocar elecciones, y no tiene ningún incentivo para hacerlo. Es un ejemplo palmario de administrador infiel: quien debe velar por el prestigio de las instituciones está empeñado en su descrédito. El incidente insurreccional del que tanto se hablaba en los inicios del procés (véanse los lúcidos artículos de Joaquim Coll) está cada vez más cerca: el presidente saliendo de su despacho esposado, el Parlament rodeado por simpatizantes y el gobierno en pleno inhabilitado. Porque es muy difícil no arrestar a alguien que se empeña en ser arrestado y, al modo de los primeros cristianos, Puigdemont ve su sacrificio como momento de gloria. Con eso sueña gran parte del independentismo, un poco mustio por la renuncia del Estado a invocar el artículo 155.
Así que solo cabe confiar en que por fin aparezcan los buenos catalanes, los del seny, los del catalanismo sensato, incluso los independentistas que tengan un poco de respeto por sus conciudadanos discrepantes. Los que sean conscientes de que no pueden imponer una fractura tan traumática a la sociedad aupados en la soberbia y la trampa. Pero el tiempo para los santivilas que digan “así, no”, “no era esto, no era esto”, se está agotando. Las sonrisas de la revuelta se empiezan a trocar en rictus francamente desagradables. De momento, el país al que más se parece Cataluña no es Dinamarca ni Zimbabue, es España. Esperemos no tener que buscar peores comparaciones, porque las hay.
Este texto aparece en la edición de septiembre de Letras Libres España.
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.