¡Debatirán a tres rondas sin límite de tiempo!

Los debates pueden ser una sucesión de llaves bien aplicadas para desconcertar al rival y enardecer a los seguidores fieles, y también un escaparate de las mejores propuestas para quienes aún no deciden el sentido de su voto. Todos los espectadores deben tener un lugar.
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Decir que la cultura política mexicana es refractaria al debate es incurrir en un lugar común, pero no por ello menos cierto. Mientras que los jóvenes aspirantes a ingresar en las élites políticas norteamericanas se inician en los talleres y torneos de debate, en los años dorados del priismo clásico, uno de los mayores semilleros de cuadros del régimen eran los concursos de oratoria, de donde salían los “jilgueros” del PRI, el primer paso de los noveles apparatchiks mexicanos. 

Ambas actitudes ilustran tipos ideales de entender la política. Para el liberalismo estadounidense, la sustancia de la política democrática consiste en la presentación y argumentación de opciones frente a los ciudadanos, quienes, luego de sopesar los méritos de cada alternativa a través del ejercicio del debate público, manifiestan libremente su elección. Para el corporativismo mexicano, la unidad orgánica entre pueblo y gobierno se manifestaba a través del monopolio de la palabra por parte de los funcionarios de gobierno. 

Aunque la apertura política en México trajo la tradición del debate a nuestro repertorio de rituales electorales, el legado de veinticinco años de debates políticos es francamente pobre, cuando no frustrante. Muy pocos políticos mexicanos se sienten cómodos debatiendo. La gran mayoría tiene un lamentable desempeño acartonado que limita el intercambio dinámico de ideas. 

Hay muchas explicaciones culturales, institucionales y tácticas sobre el limitado papel del debate en la formación de la preferencia electoral en México. Aquí adelanto una sola: la gran desconfianza que sienten los políticos mexicanos frente a la audiencia natural de los debates: los votantes indecisos. 

La indecisión electoral es muy sospechosa entre nosotros. Para el priismo siempre fue una muestra de deslealtad. ¿Cómo podría alguien dudar en refrendar su apoyo al PRI luego de haber recibido los dones del régimen en la forma de créditos del Infonavit, tres cajas de paracetamol en el IMSS, o una larga tira de tortibonos para todo el mes? Y para muchos panistas de la tradición más liberal y alejada del conservadurismo ultramontano, el indeciso resultaba sospechoso de complicidad con el régimen autoritario y corrupto que esos cruzados cívicos no se cansaban de exhibir. 

Pero fue la izquierda en su conjunto la que más abonó a la sospecha contra los votantes indecisos. Cuando su tronco principal pensaba que la superioridad de su ideario y programa resultaba no de su ánimo de justicia y equidad sino de su supuesta “cientificidad”, su intención no era convencer a los votantes tanto como “concientizarlos”. Si, una vez concientizados, esos votantes persistían en sus dudas a la hora de emitir su voto, debían haber aparecido ante los ojos de sus concientizadores como los campesinos medievales que se rehusaban a aceptar que la tierra era redonda. 

Ya no queda nada de esa pretensión científica en el planteamiento de izquierda, pero queda mucho de su arrogancia. Pocos candidatos de izquierda se proponen convencer a su electorado. Para reforzar sus prejuicios cuentan con un arsenal de términos para describir a los no convencidos: “vendidos”, “paleros”, “dormidos”, “inconscientes”, “enajenados”, etcétera. Ello crea situaciones paradójicas. Durante este ciclo electoral, Morena ha tenido un éxito sin precedentes en convencer a los votantes de que ellos representan el cambio que le conviene a México. Solo hay que ver las últimas encuestas para comprobarlo. En este espacio no se les regateará ese mérito. Sin embargo, en vez de reclamar el crédito por una gran labor de convencimiento, el partido y su líder siguen declarando que “el pueblo ya despertó”, como por intervención divina.

Insistamos: despertar y convencer a los votantes no son la misma cosa. En el primer caso se entiende que el votante viene de una especie de estado anormal o alterado del cual hay que sacarlo. En el segundo se reconoce la mayoría de edad y el pleno albedrío de la persona a la que se pretende hacer cambiar de opinión. En un giro bastante decepcionante, incluso la izquierda española más moderna, Podemos, se propuso no convencer, sino “seducir” a los votantes. La misma incomodidad frente a todo esfuerzo que implique argumentar, razonar y persuadir. El mismo atajo hacia el corazón y la víscera, evitando el cerebro. 

Armados con esa intención de despertar y concientizar a sus votantes, los candidatos presidenciales de la izquierda mexicana han tenido desempeños lamentables en los debates presidenciales. Recordemos tan solo la cara de entierro y la completa falta de conexión con la audiencia de Cuauhtémoc Cárdenas en 1994 y las fotos de cabeza de López Obrador en 2012. En ambos casos, lo que sobresale es una falta de estrategia para acercarse a los votantes más allá de la porra. 

En Estados Unidos el votante indeciso es el héroe de la contienda electoral; el recipiente de la mayoría de las propuestas de campaña y el rompecabezas de los consultores electorales. A pesar de los últimos 20 años de polarización extrema, el indeciso todavía aparece como el votante ideal: razonable, abierto y persuasible. 

Yo, lo confieso, nunca había asistido a un debate presidencial como votante indeciso. Siempre acudí con la camiseta de mi equipo bien puesta. Sin embargo, veía a mis candidatos presidenciales como a los Pumas en la era de Mario Carrillo: escéptico y frustrado con la conducción del equipo, pero envuelto en la banderola hasta el final. 

No hay razón para que los debates no cumplan todas estas funciones. Pueden ser una serie de llaves bien aplicadas para desconcertar al rival y enardecer a la porra, y ser a la vez un escaparate de las mejores propuestas para quienes genuinamente están tratando de formar su criterio. Todos los asistentes: la barrabrava, los conocedores y los indecisos, merecen el mismo respeto de los contendientes y los organizadores. Que así sea este domingo. 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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