Foto: Robin Rayne/ZUMA Wire

El alma rota de Estados Unidos

Un viaje por carretera por el sur de Estados Unidos en vísperas de la temporada decembrina se asoma a la manera en que estadounidenses situados a uno y otro lado del espectro político se cuestionan el significado de las elecciones del pasado 3 de noviembre para el futuro de ese país.
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18 de noviembre
México – Atlanta – Birmingham (3:14 horas de vuelo)

Han pasado casi cuatro semanas desde que se celebraran los comicios presidenciales en los que se calificó la gestión de Donald Trump, y los ánimos en el país norteamericano se mantienen caldeados. Al mismo tiempo, la pandemia de covid-19 sigue arrasando. Sin embargo, esta plácida tarde de otoño, en el aeropuerto internacional Hartsfield-Jackson de Atlanta, Georgia, uno de los más transitados de la geografía estadounidense y mundial, parece que no pasara nada.

Si bien la sala de vuelos internacionales luce desierta, el resto de la extensa terminal aérea es un constante ir y venir de gente; un bullicio de acentos, colores y miradas, todos portando, estrictamente, su mascarilla, unos con cara de que les saca ronchas, otros con la mirada esquiva. Los hay blancos y barbudos, negras y esbeltas, latinos, inmigrantes, amarillos, rojos y hasta azules: un microcosmos del enorme e inclasificable universo gringo. Vuelos a Cleveland, Panama City, San Antonio, Chicago y Denver, aterrizan y despegan. Un trajín constante, una aparente tranquilidad que esconde una palpable inquietud.

En una esquina del revistero del local de Hudson News, entre las puertas de embarque 24 y 25, Joe Biden y Donald Trump sonríen, uno al lado del otro pero dándose la espalda, viéndolo todo desde las portadas de las revistas Time y American Legends.

 

19 de noviembre
Birmingham – Montgomery (90.2 millas)

El reloj marca las cuatro de la tarde con treinta minutos. Es el final de la jornada laboral y con ello la autopista interestatal que lleva a Montgomery desde Birmingham –la capital y la ciudad más grande del estado de Alabama, respectivamente– empieza a congestionarse camino de los interminables suburbios característicos en este país. El sol se oculta, como casi siempre en estos derroteros sureños, pintando de anaranjado el diminuto pero encantador perfil de la ciudad homónima de la inglesa.  

En la NPR oigo un programa de debate sobre las propuestas de una futura administración Biden para regular la banca con el fin de hacerla más accesible a las clases medias, bajando, por ejemplo, las comisiones por transacción. Un corte informativo con los titulares de la jornada advierte que el equipo legal del presidente Trump impugna los resultados electorales en los condados de Madison y Milwaukee, las ciudades más grandes de Wisconsin, estado bisagra en donde ganó el partido demócrata el 3 de noviembre, tras haber votado por Trump en 2016. Ari Shapiro, uno de los conductores de la emisión, edulcora las novedades con la voz con que ha aparecido como vocalista invitado del grupo Pink Martini: “La falsa narrativa de Trump es un atentado a la democracia americana”, afirma antes de enviar a comerciales.

En el centro de Montgomery, ciudad que en los años sesenta fue protagonista indiscutible de la ardua lucha por los derechos civiles de la comunidad afroamericana –fue aquí donde Martin Luther King Jr., predicador por años en una de sus parroquias, tomó la batuta del movimiento tras el incidente en el que Rosa Parks fue enjuiciada por negarse a ceder a una mujer blanca su lugar en el autobús– se erige la sede del Southern Poverty Law Center (SPLC). Fundado en 1971, es una organización para la defensa legal de los derechos civiles de las minorías en Estados Unidos. Aunque en sus inicios se enfocó en la comunidad negra del sur del país, hoy cuenta con oficinas en diversas ciudades y un equipo legal que aborda retos y problemáticas de colectivos LGBTQ y trabajadores migrantes, entre otros. Nancy Abudu es abogada especialista en materia electoral y trabaja con el SPLC desde hace varios años, buscando que el derecho de las minorías al voto sea respetado por los gobiernos estatales y el federal. Unos días antes de los comicios del 3 de noviembre, Abudu me aseguró que, según las previsiones del SPLC, “el peor escenario posible [era] un triunfo demócrata no reconocido por Donald Trump”.

Desafortunadamente, esas predicciones se cumplieron al pie de la letra, generando un peligroso antecedente y una larga e innecesaria controversia legal que a la postre habrá de erosionar las instituciones electorales y la estructura democrática del país. “Como mujer negra me siento insegura, sumamente decepcionada con el estado de la política en este país, con las injusticias raciales y el nivel de pobreza que persisten en los Estados Unidos de hoy en día”, dijo Abudu en esos días. Una percepción y una realidad que a cuatro semanas de distancia y con todo y un presidente electo de por medio, distan mucho de cambiar en el corto o en el mediano plazo.  

“Se trata de agitadores profesionales, financiados por los grandes capitales que quieren quemarlo todo y destruirnos; me alegra que no hayan llegado a Montgomery”, acusa Bonnie Ponstein, ama de casa sexagenaria, nativa de Alabama. Se refiere a las decenas de miles de jóvenes, sobre todo afroamericanos, pero también blancos y latinos, que durante los meses previos a la elección, y animados por la añeja injusticia racial a la que hace referencia Abudu, salieron a las calles de todo el país bajo la bandera del movimiento Black Lives Matter, para protestar por las incontables muertes de personas de piel negra provocadas por el indebido ejercicio de la fuerza bruta por parte de la policía.

Bonnie aclara que votó, como casi todo el estado de Alabama, testarudamente republicano, por Donald Trump. Cree que Biden se robó la elección, que hubo fraude, que los medios de comunicación mienten, que Obama es lo peor que le pudo pasar a los Estados Unidos y que el coronavirus es un invento.

 

20 de noviembre
Montgomery – Selma – Jackson – Natchez (365.3 millas)

La carretera rural que une Montgomery con Selma, al oeste, es un paraje idílico de establos de madera y campos salpicados de ganado y cultivos. Está grabada en la memoria colectiva de la población negra, porque sobre ella transcurrieron momentos cruciales de la batalla por terminar con la segregación racial. En el infame puente Edmund Pettus, que en el trecho final del camino atraviesa el río Alabama, ocurrieron, allá por 1965, escenas grotescas que incluyeron gas lacrimógeno, macanazos y perros encolerizados como medida de contención ante manifestantes pacíficos, entre ellos Martin Luther King Jr. Hoy, Selma, un pueblo que se siente, y se sabe, alejado de todo, apenas ve pasar turistas interesados en su bagaje histórico, social y político. En el confín occidental del puente, Columbus Mitchell, de 51 años y padre de tres, veterano de la primera Guerra del Golfo, realiza recorridos a pie por el circuito de la ciudad, declarado como parque nacional por el gobierno federal, en memoria de lo ahí ocurrido cuando Mitchell estaba por nacer. “Me parte el corazón, todo lo que los afroamericanos hemos hecho por este país y aún así sigue habiendo abundante ignorancia”, dice el hombre de ojos negros sobre el actual contexto. “Es un momento muy difícil para nuestro país”, afirma.

Jason Greene tiene 21 años y es un organizador comunitario bien conocido entre los progresistas del estado de Mississippi: jóvenes como él, en su mayoría blancos y cristianos, que impulsan en la agenda política y social de su ultraconservador estado temas tan espinosos como la condonación de la deuda a los estudiantes o el seguro de salud universal. “Si ser socialista quiere decir preocuparme por el prójimo y por el país, entonces soy un orgulloso socialista”, dice el originario de Jackson, capital del estado en cuya bandera, hasta junio de este año, aún lucía el escudo confederado, el de los esclavistas sureños que se embarcaron en una aventura independentista a partir de 1860, provocando la sangrienta guerra civil estadounidense. Este 2020 fue la primera vez que Jason votó, y lo hizo por Biden. Pocos en Mississippi pueden decir lo mismo. “El cambio puede tardar en llegar, pero por algún lado se deben sentar las bases”, declara el impulsivo rubio de ojos verdes. Por ello, asegura, él y sus compinches tendrán la mirada puesta en cada acción del nuevo gobierno demócrata. “[Biden] tiene que honrar los votos que le llevaron a ganar”, dice Jason, refiriéndose a la extensa coalición que otorgó el triunfo al exvicepresidente americano en las urnas y que incluye a afroamericanos, mujeres urbanas, jóvenes progresistas e inmigrantes recién convertidos en ciudadanos.

 

21 de noviembre
Natchez – Memphis (304 millas)

Gabriel López es un flamante ciudadano americano. El treintañero de origen limeño lleva más de dos décadas en el país y, tras una adolescencia en San Diego, de poco estudio y mucho trabajo, aterrizó en la somnolienta ciudad de Natchez hace casi una década. Aunque no votó en las pasadas elecciones porque prefiere mantener un bajo perfil, López no reniega de sus raíces, de su condición de inmigrante o de su afición por la industria restaurantera. No por nada lleva toda su vida adulta dedicándose a ello, primero como garrotero y en la cocina, y desde hace algunos años como jefe de meseros en uno de los restaurantes más prestigiados de la pequeña localidad a orillas del río Mississippi. Su sueño es abrir un restaurante peruano y convertirse en su propio jefe.

“Nunca he tenido problemas por aquí por el hecho de ser latino. Toda la gente es amable y se conoce entre sí, basta mantener un perfil bajo y así puede uno sobrevivir”, confiesa en voz baja pero enfática el dicharachero inmigrante sudamericano.

Natchez, otrora reina del sur, vio sus años dorados a mediados del siglo XIX, antes de la Guerra de Secesión, con el comercio y el cultivo del algodón a base de la sangre y el sudor esclavos. Sus orígenes, más allá de su historia como asentamiento de la tribu precolombina de la cual tomó su nombre, datan de 1790, cuando el explorador ibérico Manuel Gayoso la fundó como ciudad del imperio español, dotándola del plano urbano ortogonal característico de las ciudades hispanas de la época, de Canarias a Cartagena o Veracruz. Un diseño urbano que preserva hasta la fecha. De ahí que sea lo más natural del mundo que en Natchez se hable en español, como lo hacemos Gabriel y yo. Aunque muchos levanten la ceja o frunzan el ceño.

“Para qué le digo mentiras, si el miedo no anda en burro. La gente andaba con pánico, asustada y no es para menos”, dice Pedro, quien prefiere omitir su apellido, sobre la situación que durante los últimos cuatro años, los de la presidencia de Donald Trump, ha prevalecido entre sus compañeros de trabajo, familiares y amigos, todos inmigrantes indocumentados que viven en la sombra, a uno y otro lado de la autopista interestatal número 40, que lleva a la ciudad de Memphis, la más importante del occidente de Tennessee.

Pedro, originario de Saltillo, trabaja como cocinero en el restaurante Don José, un local especializado en comida mexicana que tiene una sólida clientela entre la extensa población que comprende la frontera entre Arkansas, Mississippi y Tennessee. Cruzó la frontera hace 20 años y desde entonces ha trabajado como albañil, jardinero, plomero y cocinero. El miedo descrito por Pedro se refiere al que durante meses mantuvo en la zozobra a muchos de los miembros de la comunidad migrante mexicana en este rincón del sureste estadounidense, ante las redadas constantes e imprevisibles, los ataques verbales y físicos por parte de supremacistas blancos y la incertidumbre laboral desde que inició la pandemia. Un miedo que se resiste a morir. “A lo mejor sí hay un cambio, pero quién sabe realmente, yo ya no confío”, me dice Pedro sobre las perspectivas de lo que una futura administración Biden podría hacer en materia migratoria. “Yo sí creo que van a darnos una amnistía, así lo prometió en campaña”, agrega Luis, también coahuilense, con cuatro años de antigüedad en este lado del Río Bravo. Pedro y el resto de los compañeros del Don José lo escuchan incrédulos. “Mire cómo nos fue con Obama, se convirtió en el deporter in chief”, atina a decir Juan, otro de los cocineros del local, ganándose la aprobación de todos.

 

22 de noviembre
Memphis – Little Rock – Bentonville (342.4 millas)

La biblioteca y centro presidencial William Jefferson Clinton, diseño del arquitecto James Polshek, un pulcro y modernista edificio metálico que yace a orillas del río Arkansas en Little Rock, la capital del estado, se inauguró con bombo y platillo en el año 2004, para albergar el extenso archivo que da fe del paso por la Casa Blanca de quien fue el 42º presidente de Estados Unidos. En estos días pandémicos en los que la icónica edificación está cerrada, son pocos los forasteros que se pasean por aquí. La mayoría de los visitantes a los extensos jardines que le rodean son familias locales que vienen a disfrutar de los extraños días otoñales de calor que el cambio climático regala. Anna Han es una de las muchas lugareñas que gustan del emplazamiento.

“Hilary ganó el voto popular en 2016. Que Donald Trump fuera electo presidente por el Colegio Electoral refleja la injusticia y el peligro de que el sistema electoral de este país siga sin reformarse”, denuncia con cierto enojo en la voz la joven de origen multiétnico –su madre es una inmigrante de Trinidad y Tobago y su padre un coreano de segunda generación. “Para mí, lo que verdaderamente representa la esperanza de este país son los resultados de las recientes elecciones, sobre todo que Kamala Harris sea nuestra próxima vicepresidenta”, agrega con un todo triunfal. Claro que no todo mundo mide el futuro con la misma vara.

El pequeño pueblo de Bentonville, en el extremo noroccidental de Arkansas, vecino de Missouri y de Kansas, está circundado por el extenso parque natural de los Ozark, una cadena de montañas a media distancia entre los Apalaches y las Rocallosas que dota a este rincón de la geografía americana de una belleza particular. Con su encantadora Main Street, rodeada de comercios con rótulos antiguos y un ayuntamiento coronado por una torre con reloj, Bentonville parece sacado de alguna película hollywoodense. Aunque poco conocido fuera del país, es el origen del imperio Walmart y su base operativa. Lo que nació en 1950 como una pequeña tienda de abarrotes regentada por Sam Walton es hoy el conglomerado más importante en su ramo, no solo en Estados Unidos sino en países como México. Su peso económico ha conllevado cierto incidencia en otros ámbitos, como el político y el social. El apoyo de los Walton a las aspiraciones presidenciales del entones gobernador de Arkansas, Bill Clinton, no fue menor. Tampoco lo es hoy su apoyo a políticos locales con una agenda un tanto más conservadora que reniega del cambio climático, se opone al aborto y al matrimonio igualitario.

Es domingo y el ambiente festivo se palpa en el aire. No solo son los miles de focos que iluminan los árboles de la plaza central, con el tradicional pino navideño en lugar protagónico, en espera del inminente día de Acción de Gracias; son familias enteras, muchas sin tapabocas, pues la ley estatal solo exige su uso en el interior de los locales y no en el exterior, que entran o salen de alguna de las varias iglesias evangélicas, metodistas, bautistas, católicas o de libre denominación que puede uno encontrar en cada cuadra. “La conquista comunista de América”, advierte con voz estentórea uno de los predicadores durante su sermón sobre el triunfo de Biden “y sus secuaces”, en las pasadas elecciones. “La oscuridad y la luz no pueden coexistir”, afirma otro de los predicadores con música de rock en vivo desde el cavernoso interior de otra de las iglesias durante el sermón dominical. Imposible no escuchar entre líneas o sin ellas el tono político de uno o de otro. La realidad, más allá de esas atiborradas filas de bancas y reclinatorios en las iglesias de Bentonville es que la oscuridad y la luz sí coexisten en la “América” de hoy.

 

23 de noviembre
Bentonville – Tahlequah – Tulsa (115.1 millas)

“Nunca habíamos estado tan divididos como nación, como país, como sociedad o como familia”, lamenta Tina María, una indígena americana de la etnia muskogee, que gestiona una pequeña tienda de artesanía en el centro de la localidad de Tahlequah, al oeste de Oklahoma. “Nunca antes en la vida me había visto en la necesidad de silenciar a tantos amigos y familiares en Facebook”, agrega sarcástica.

La conservadora y regordeta mujer de cuarenta y pocos años, de ojos rasgados y piel color ocre, presume que su herencia genética es un 44% de azteca y un 4% de irlandesa, pero un 100% de creek, como se autodenominan los muskogee. Entre 1835 y 1836, el entonces presidente Andrew Jackson forzó a decenas de miles de pueblos indígenas a abandonar sus tierras ancestrales en el sureste de los Estados Unidos, en lo que hoy son estados como Florida, Georgia, Alabama, Arkansas, Mississippi o las Carolinas, para otorgárselas a migrantes europeos; trasladándoles a punta de bayoneta hasta lo que habría de ser su nuevo “hogar”, el actual estado de Oklahoma. Miles de hombres, mujeres, ancianos y niños perecieron en ese vergonzoso peregrinar al que se conoce como el Sendero de lágrimas.

A casi doscientos años de distancia, Tina María y muchos otros indígenas en Oklahoma no olvidan de dónde vienen, porque tienen muy claro a dónde van. Para Chuck Hoskin Jr., jefe de la nación cherokee, uno de los pueblos indígenas que junto con los muskogee o los seminolas fueron obligados por el gobierno de Washington a dejar las tierras de sus antepasados a cambio de promesas que nunca se terminaron de cumplir, la respuesta ante estos tiempos de enorme incertidumbre y polarización en los Estados Unidos está clara: “un destino compartido”. Para el líder cherokee, los americanos tienen mucho que aprender de los pueblos indígenas, en particular su resiliencia ante los continuos avatares y su sentido de comunidad. Es solo si se adquiere una conciencia colectiva que el país podrá salir de su atolladero. Quizá el jefe Hoskin tenga razón, solo hay que saber escuchar. Pero escuchar a quién.

En la contraesquina del local regentado por Tina María, una maltrecha tienda de armas anuncia sus descuentos ante el inminente Black Friday: mitad de precio para quien sea votante de Trump, anuncia un cartel en la descolorida ventana. “Tenemos que defender nuestro voto a como dé lugar”, dice con voz amenazante John, quien prefiere omitir su apellido, al salir de visitar a su marchante, con un par de rifles de asalto en mano.

 

24 de noviembre
Tulsa – Atlanta – México (5 horas de vuelo)

Desde el cielo, a miles de metros de altitud, entre las nubes, atravesando en sentido contrario Oklahoma, Arkansas, Tennessee, Mississippi y Alabama, para regresar a Georgia, todo se ve uniforme. No hay fronteras estatales, mucho menos ideológicas. No se distingue ni rojo ni azul, solo el vasto río Misisipi y sus múltiples afluentes acariciándolo todo. La tierra, de un color neutro entre marrón y gris, triste, indistinto. Un gris indiferente, como el corrosivo gris de la polarización que abajo, a miles de metros de distancia, resquebraja, poco a poco, el alma de este país.

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(Ciudad de México, 1977) es diplomático, periodista y escritor; su libro más reciente es “África, radiografía de un continente” (Taurus, 2023).


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