El delicado equilibrio de la Unión Europea

En 'After Europe', el politólogo Ivan Krastev señala el fallo de las élites liberales a la hora de explicar los retos de la inmigración, lo que ha abierto la puerta a la extrema derecha.
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“Hacer impensable la desintegración europea fue la estrategia preferida frente a hacer la integración irreversible”, escribe Ivan Krastev en After Europe (University of Pennsylvania Press, 2017), una reflexión sobre el presente y el futuro de la Unión Europea. El libro es un intento por comprender las numerosas tensiones que, tras años de prosperidad, amenazan la supervivencia de la Unión. Como nos recuerda el autor, “las sociedades a veces cometen suicidio y lo hacen con cierto garbo”.

A esta tarea dedica dos capítulos –titulados “Nosotros, los europeos” y “Ellos, el pueblo”– y unas conclusiones. El resultado es un ensayo verdaderamente estimulante, tanto por lo que podrían ser errores como aciertos. La forma en que Krastev se asoma a los conflictos muestra ángulos inexplorados.

Nosotros, los europeos, nunca fuimos ángeles: no tenemos miedos distintos ni estamos libres de fracasar ante los mismo retos que cualquier sociedad. Tenemos miedo a disolvernos, a perecer y a perder lo que siempre creímos que estaría ahí para nosotros.

Krastev nos mira de una forma honesta, casi afectuosa. Su pesimismo no es descorazonado, sino más bien una aceptación de la debilidad de la naturaleza humana y de sus zonas oscuras.

Desde ese observatorio describe con agudeza cómo lo que para muchos europeos ha representado siempre la fortaleza de la democracia liberal, aquello que la hace admirable, para otros significa la puerta de entrada de su destrucción. La tolerancia, antaño seña de identidad europea, es ahora percibida como debilidad.

El autor cree que la crisis migratoria de los últimos años ha supuesto una verdadera prueba de esfuerzo para la supervivencia de una Unión basada en ideales compartidos. Analiza el pánico demográfico que se cierne sobre algunas naciones, especialmente en el centro y este de Europa, entre los países que pierden habitantes. “¿Quedará alguien que lea poesía búlgara dentro de cien años?”

Este “futuro de pesadilla demográfica” explica en parte que sociedades que no han acogido prácticamente refugiados sean tan beligerantes con las políticas migratorias. Son sociedades poscomunistas bastante secularizadas y tolerantes en cuestiones sexuales que reaccionan negativamente ante asuntos como el matrimonio homosexual por la sencilla razón de que para ellos significa menos hijos. “Muchas veces es la nación, no dios, el escudo que protege contra la idea de la mortalidad. Es en la memoria de nuestra familia y de nuestra nación donde esperamos seguir viviendo tras nuestra muerte.” Esta es la triste paradoja a la que se enfrentan poblaciones donde no nacen niños, pero ven a quienes quieren llegar del otro lado del Mediterráneo como una amenaza a su propia existencia. No olvidemos que “en la historia reciente las naciones del centro y este de Europa han tenido la desafortunada costumbre de desaparecer”, recuerda Krastev.

Destaca la original caracterización de los nuevos populismos: “la ambición de estos populismos es empoderar gente sin ofrecer ningún proyecto en común”, algo a lo que somos especialmente vulnerables cuando nos hemos convertido en una “sociedad de consumidores” que exige de sus líderes una satisfacción rápida de sus demandas. La metáfora del cliente y el camarero remite a una pregunta recurrente: ¿quién se bajará de esta carrera si competir así es eficaz y no hacerlo te penaliza?

Sobre la dicotomía entre nacionalismo/globalismo, de nuevo Krastev mira un poco más allá. Los nuevos populistas no ofrecen salvación, sino permanencia: “No prometen justicia sino solidaridad.” No presumen de mérito sino de sentimientos compartidos. Su seductora mercancía “no es competencia, sino intimidad”. Y la democracia liberal no está especialmente equipada para enfrentarse a eso.

El ataque de los populistas tendrá como objetivo desmantelar el sistema de contrapesos, y la primera señal vendrá con el desprestigio de los principios e instituciones del liberalismo constitucional. Reclamarán para sí la representación en exclusiva del pueblo, pero no será una representación “empírica” sino siempre “moral”, como señala Krastev.

El segundo de los hallazgos descubiertos en este libro es la economista y doctora en psicología política Karen Stenner, que en 2005 publicó la tesis “Dinámica autoritaria” (“The authoritarian dynamic”, Cambridge University Press), y acuñó el concepto de “amenaza normativa”. Lo describe como el catalizador que activa la predisposición autoritaria de determinados individuos y posibilita su traducción en actitudes y comportamientos intolerantes. En este sentido, cuanto mayor es la percepción del aumento de la “diferencia” en el seno de una sociedad y más intensa la idea de que los líderes al mando son incapaces de controlar la situación, más rápidamente se inclinarán los autoritarios hacia actitudes intolerantes. Muchos ciudadanos tenían la sensación de que la crisis migratoria estaba fuera de control y eso provocó un pánico moral. “La intolerancia”, dice Stenner, “no es un problema del pasado, sino, muy al contrario, del futuro”. En sentido contrario, transmitir confianza en la gestión del problema y presentar medidas de integración mitiga dichas predisposiciones.

Por eso Krastev se muestra duro cuando señala el fallo de las élites liberales por no haber querido, ni sabido, enfrentar las consecuencias de la crisis migratoria. No haber ofrecido ninguna otra respuesta más allá de insistir en los beneficios de la inmigración ha convertido, para muchos ciudadanos, liberalismo e hipocresía en sinónimos, y ha facilitado un nicho a los partidos de extrema derecha que se oponen férreamente a las políticas migratorias liberales. Seguramente Krastev verá confirmadas sus intuiciones al comprobar cómo recientemente partidos del otro extremo del espectro ideológico adoptan estos discursos con el objetivo de atraer o retener a sus votantes.

En la última parte del ensayo Krastev se centra en el análisis del referéndum como herramienta. De nuevo su aproximación es original: Italia 2016, Países Bajos 2015 y Hungría 2015. Tres fracasos y tres enseñanzas distintas. Su opinión sobre el potencial uso de esta herramienta es demoledora: “Si la UE se suicidara, el arma elegida sería probablemente un referéndum popular o una sucesión de ellos.”

La conclusión final no es especialmente alegre, pero tampoco sorprende: como recuerda el autor, “el progreso solo es lineal en los malos libros de historia”. Dado lo extraordinariamente complicada que resulta la supervivencia de las democracias liberales, el éxito, quizás, no radicará tanto en lograr la completa derrota de sus enemigos como en agotarlos, adoptando, si fuera preciso, alguno de sus postulados. Aquí resuenan los ecos de Stenner, cuya lección final se resume así: “Podemos hacer cuanta moralización queramos sobre cómo es el ciudadano ideal que deseamos. Pero la democracia es más segura y la tolerancia se maximiza cuando diseñamos sistemas que se ajustan a cómo son realmente las personas. Porque algunas personas nunca vivirán cómodamente en una democracia liberal.”

Así, concluye Krastev, la Unión tendría en su capacidad de supervivencia su mejor fuente de legitimidad futura. Es posible que, dado el momento en que Krastev escribió este texto, magnificara la crisis migratoria como origen del cambio de actitud de tantos ciudadanos europeos. Aunque así fuera, es indiscutible que muchos de ellos han empezado a buscar líderes “fuertes” cuyo principal atractivo sea una exaltación nacionalista y el deseo de levantar nuevas fronteras.

Hay algo en esta asunción de lo delicado de nuestro equilibrio, de la humilde interpretación de lo que es una victoria y de lo alejado de finales épicos del pensamiento de Krastev que me recordó a la conclusión que extraje del libro de Heath y Potter, Rebelarse vende (Taurus, 2005). El capitalismo “derrota” a sus enemigos transformando sus ataques en parte de sí mismo, es decir, convirtiéndolos en mercancía. Tal vez la llave de la resiliencia que necesita la Unión Europea la encuentre en la capacidad única que poseen las democracias liberales para adaptarse a distintos contextos y dar cabida a individuos diferentes.

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Elena Alfaro es arquitecta. Escribe el blog Inquietanzas.


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