El dique ecologista

Uno de los nuevos desafíos globales es la amenaza climática y ambiental. El ecologismo aparece como un campo de batalla político donde es probable que el populismo tome partido.
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La relación de nuestras sociedades con la actual crisis ecológica recuerda a un saltador de pértiga cuya indecisión ampliase de manera progresiva la distancia que media con el otro lado del desfiladero: a cada segundo que no enfila en la dirección adecuada, la fuerza con que debe saltar es mayor. Evidentemente, el riesgo de quedarse desfogado existe. Para el caso que nos ocupa, la agresividad del salto se traduce en medidas obligatoriamente radicales, no cosméticas. En consecuencia, en un escenario como el nuestro, 2018 ha concluido como el año en que el ecologismo dejó de ser una cuestión de consenso que todo el mundo apoyaba, un poco como quien defiende los atardeceres bellos o la felicidad de los niños para pasar a una siguiente fase crucial: el parteaguas.

Ya en sus inicios, la crisis de los chalecos amarillos escenificó de alguna manera esta tensión. Si en algún momento pudo parecer que la transición ecológica consistía en una disyuntiva entre un futuro verde o la estabilidad de los obreros –como si solo se tratase de levantar o no una subvención a cualquier industria obsoleta y contaminante–, partidos verdes y nuevos actores del progresismo liberal como la plataforma Place Publique se alinearon para decir que no hay cabida para una política ecologista sin justicia social. O parafraseando la popular frase del exministro François Hulot, no es posible plantar cara a los problemas del fin del mundo sin resolver los problemas de fin de mes.

Apenas unos días antes del inicio de las movilizaciones de los chalecos amarillos, el ensayista y jurista David Chauve publicaba en Libération una tribuna que llevaba por título “Gravemos la carne antes que el carburante”. “¿Por qué no gravar la carne –escribía Chauve–, en lugar de subvencionarla, o al menos la carne de las granjas más contaminantes o las más crueles? ¿Por qué no incitar a los consumidores a buscar alternativas más virtuosas, por supuesto para los animales, pero también para su propia salud y para el medio ambiente? ¿Ignora el gobierno que la carne es la principal causa del calentamiento global frente al automóvil?”

La propuesta del ensayista la respalda una lógica implacable, pero se trata de una medida claramente impopular y conflictiva si no se despliega de manera íntegra. Por supuesto, encarecer el precio de la carne a rentas que rondan el umbral de la pobreza no es un camino que conduzca al futuro sino a la inmolación. Hoy en día, productos como la carne industrial siguen contando con un cierto aura de avance técnico y símbolo popular (¡hamburguesas a un euro!), pero el adversario de una transición ecológica real no es quien frecuente un McDonald’s, sino probablemente décadas de propaganda de industrias depredadoras, del plástico a las carnes, y una legislación global que ha permitido el camino a donde estamos ahora.

Cuando meses atrás Europa debatía la eliminación de los plásticos de un solo uso, hubo un eurodiputado que en un inesperado giro de guion expresó las inconveniencias de dejar a los niños sin globos. Lo que suena a poco más que un chiste se trata de una pequeña muestra de la producción discursiva que está por venir, en el momento en que el ecologismo se convierte en un asunto real de las agendas políticas (acuérdense, por cierto, de quien no hace mucho comparó la reducción al tráfico en Madrid con el gueto de Varsovia).

Recientemente hemos comprobado que el auge del feminismo viral ha impulsado, desde toda clase de populismos reaccionarios, la idea de que la igualdad de género tiene como adversaria a los hombres, y no la desigualdad. De la misma manera, probablemente está por extenderse la idea de que la transición ecológica encuentra su enemigo en las dietas de las clases pobres y en la diversión infantil, lo cual es rotundamente falso.

Así como el auge de la conciencia feminista ha provocado un contragolpe reaccionario, en los últimos tiempos empezamos a ver también cómo conductas negacionistas dejan de ser una teoría de la conspiración respaldada en pequeños circuitos de lobbies –ahí está el caso de los hermanos Koch– para ser una opción política electoralmente rentable. En Estados Unidos, la previsión es que 2018 sea el año en que las emisiones de carbono remonten después de una década de reducción progresiva. Otro ejemplo rotundo es Brasil, donde la campaña de Jair Bolsonaro proponía, entre otras cosas, la salida del Acuerdo del clima de París o la retirada de la protección que tienen las reservas ambientales.

Una paradoja de la situación actual es que la única manera de saltar acertadamente el desfiladero pasa por atravesar un proceso de destrucción creativa; una lógica estrechamente ligada a muchas de las incertidumbres de nuestro capitalismo. No hay respuesta práctica a nuestro sistema de consumo depredador sin soluciones originales –ya vengan la ciudadanía o desde luego también de la propia legislación– que sustituyan a las actuales industrias de la carne, el automóvil, los plásticos o la distribución al pormenor. Sin esa imaginación, la nada.

 

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Antonio J. Rodríguez es escritor y periodista. En 2017 publicó la novela Vidas perfectas (Literatura Random House). Es editor invitado de Caballo de Troya en 2019 junto a Luna Miguel.


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