Como presidente de México (2006-2012), Felipe Calderón postuló la militarización de las tareas de seguridad pública como la solución a la creciente violencia de las grandes bandas criminales que se disputaban amplias regiones del país. En diciembre de 2006 declaró el inicio de una “guerra” de su gobierno contra las organizaciones criminales, especialmente las dedicadas al narcotráfico, y ordenó el despliegue de miles de elementos del Ejército, de la Marina y de la Policía Federal como parte de operaciones lanzadas en Michoacán, Baja California, Guerrero, Chihuahua, Durango y Sinaloa para reducir la violencia.
Al inicio de la administración calderonista, en 2007, se registró una tasa de homicidios dolosos de 9.7 por cada cien mil habitantes. Al fin de su mandato, la tasa se había duplicado. La estrategia tuvo un alto costo por lo que hace a vidas de civiles, desaparecidos y grupos humanos desplazados. Lejos de ser desarticulados cuando fueron detenidas o abatidas sus principales cabezas, los grupos criminales se atomizaron y nacieron nuevos y más violentos liderazgos.
Michoacán, Tamaulipas y la Laguna eran zonas absolutamente controladas por cárteles y grupos criminales que, además del narcotráfico, comenzaron a operan los negocios de extorsión a empresas y comercios (el llamado cobro de piso), el tráfico de inmigrantes, el robo de combustibles y la piratería.
El último año de gobierno de Felipe Calderón, organizaciones como Human Rights Watch reportaban que México había delegado en el Ejército la lucha contra la violencia vinculada al narcotráfico y la delincuencia organizada. En el marco de sus actividades de seguridad pública, las fuerzas armadas incurrían con frecuencia en graves violaciones de derechos humanos, incluidas ejecuciones, desapariciones y torturas.
El uso de integrantes de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública durante las administraciones de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto suscitó un intenso debate público sobre el sustento legal de incorporar a soldados y marinos en labores de patrullaje propias de los cuerpos policiacos civiles. Específicamente, académicos y organizaciones de la sociedad involucradas en el tema llamaban la atención por la violación del artículo 129 constitucional, que establece que en tiempos de paz, ninguna autoridad castrense puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar.
Uno de los argumentos a favor de mantener a los militares en las calles derivaba de una tesis jurisprudencial de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que, en marzo de 1996, en una interpretación del referido artículo 129, señalaba que la participación de las fuerzas armadas en auxilio de las autoridades civiles es constitucional.
Entre enero de 2007 y mediados de noviembre de 2012, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) emitió informes de al menos 109 casos en los que miembros del Ejército habían cometido graves violaciones de derechos humanos, además de haber recibido denuncias por 7 mil 350 abusos militares. La propia ONU consideraba legítimas las preocupaciones en materia de seguridad pública respecto al crimen organizado y reconocía el derecho y el deber del Estado de actuar, pero no a expensas del respeto de los derechos humanos, ni permitiendo la práctica de las desapariciones forzadas.
A principios de diciembre de 2016, el entonces secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, advertía la necesidad de que las fuerzas armadas fueran retiradas de las tareas de combate a la delincuencia, mismas que –dijo– corresponden a otras instituciones y que los militares no se sienten “a gusto” desempeñando.
Explicó que para el Ejército lo ideal era que las policías tuvieran un plazo para empezar a cumplir con su deber y que las tropas pudieran regresar a los cuarteles. Sin embargo, aceptó que, ante el incumplimiento de la ley, los soldados y marinos se veían obligados a seguir en las calles. De ahí que Cienfuegos pidió públicamente un marco legal que respaldara la actuación militar en tareas policiacas, que definiera claramente en qué momento debían participar, qué tareas tenían encomendadas y por cuánto tiempo.
Durante casi todo 2017 se dio el proceso de análisis y discusión de la llamada Ley de Seguridad Interior. Pese a que organizaciones de la sociedad civil defendían que cualquier intervención militar debía ser excepción y no la regla, diputados y senadores aprobaron una iniciativa que militarizaba el país y delegaba en las fuerzas armadas la tarea de seguridad pública sin atender la propuesta de un plan de retiro paulatino del Ejército y la Marina, ni la necesidad del fortalecimiento de las policías en todos los niveles de gobierno.
En los días siguientes a la publicación del ordenamiento, fueron presentadas ocho controversias constitucionales y varias acciones de inconstitucionalidad que advertían la posibilidad de que la Ley vulnerara derechos y libertades básicas, al mismo tiempo que señalaba la subordinación de autoridades civiles a militares. Por mayoría, los ministros de la Suprema Corte declararon la invalidez de la Ley y especialmente rechazaron que se buscara “normalizar” la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública sin considerar los tratados y la legislación que en materia de derechos humanos limitan su actuación a casos excepcionales.
Como candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador se comprometió a que, de ser electo, regresaría a la fuerzas armadas a sus cuarteles en un lapso de seis meses, no solo bajo el argumento de que sus elementos ya estaban “desgastados” por tantos años luchando contra la inseguridad, sino porque consideraba que “no se resuelve nada” con el uso del Ejército y de la Marina. En su Proyecto de Nación 2018-2024 aseguraba que su retiro de las calles sería “paulatino y de manera programada”.
El viraje en el discurso vino a unos días de su toma de posesión, en noviembre de 2018, cuando en la presentación de su Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024, el actual presidente estableció que sería “desastroso” relevar a las fuerzas armadas de su encomienda actual en materia de seguridad pública, dada la crisis de violencia delictiva e inseguridad que vive el país. Ahí mismo planteó una idea que ya venía desarrollando: la pertinencia de crear una Guardia Nacional, con el apoyo de soldados y marinos, para aprovechar el conocimiento, la disciplina y los recursos materiales de los militares.
Con la mayoría en el Congreso, López Obrador logró y promulgó en marzo de 2019 una reforma constitucional que creó la Guardia Nacional. Pero, en contra los deseos presidenciales de que el mando fuera castrense, se estableció que sería una institución de carácter civil, que dependería de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana y no de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), aunque los mecanismos de formación, régimen disciplinario, ingreso, educación, capacitación, profesionalización, ascensos y prestaciones podrían homologarse a las disposiciones aplicables en el ámbito de las fuerzas armadas.
Se trataba, en términos generales, de una simulación. A la sociedad se le decía que en un máximo de cinco años, una vez que la Guardia Nacional desarrollase su estructura, capacidades e implantación territorial, las fuerzas armadas volverían a los cuarteles. Lejos de eso, se designó a un militar en activo como comandante de la corporación y el reclutamiento de nuevos integrantes quedó en manos del Ejército y la Marina, por lo que casi la totalidad de los efectivos se encuentran administrativamente adscritos a las fuerzas armadas, donde tienen plaza y cobran sus sueldos. Adicionalmente, los cuarteles, vehículos y armas son recursos materiales propiedad de la Defensa Nacional.
Como ha venido advirtiendo el investigador Alejandro Hope, la Guardia Nacional no ha sido otra cosa que una extensión de las fuerzas armadas en una dependencia civil; el actual gobierno ha metido a la Sedena por la puerta de atrás de la corporación, lo que constituye, en el mejor de los casos, un engaño a los legisladores y a la opinión pública respecto a los que se dijo explícitamente: que el nuevo cuerpo de seguridad tendría mando civil.
López Obrador ha anunciado que presentará una iniciativa de reforma constitucional para que la Guardia Nacional forme parte de la Sedena, con el objetivo de eliminar formalmente y por completo el mando civil, que la institución vuelva a lo que él inicialmente había planteado y avanzar en la militarización de la seguridad pública, extendiendo indefinidamente la presencia de la fuerza armada permanente en las calles, todo lo cual se opone a lo que postulaba cuando buscaba ser presidente.
Hoy, los resultados de la Guardia Nacional no corresponden, de ninguna manera, a la expectativa formada por el propio gobierno. De ahí, posiblemente, la idea de que el ejército tome en sus manos el mando operativo: para usar el respaldo social a las fuerzas armadas, pues el Ejército y la Marina son las instituciones con mayor nivel de confianza en el país. No importa si esto se constituye en un incentivo perverso para que las autoridades civiles, que son las constitucionalmente obligadas a preservar la seguridad pública, prefieran delegar la tarea en los militares en vez de fortalecer a sus cuerpos policiales.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).