El peso de la historia modela aún ahora a la nueva Alemania unida. Hace más de una década el Muro de Berlín se derrumbó estrepitosamente y terminó el largo proceso hacia la unidad definitiva de Alemania. El país había vivido desde 1945 dividido, despojado del territorio germano oriental y con Berlín convertido en un enclave de Occidente dentro de la Alemania socialista. Ese 3 de octubre de 1990, Alemania resolvió el problema que había arrastrado desde la Revolución de 1848 y que había atravesado la unificación de 1871, el Imperio, la República de Weimar y el Tercer Reich: la construcción de un Estado nación que satisficiera, a la vez, el principio de la autodeterminación y las demandas de la democracia liberal. De la vieja agenda quedaba pendiente un vértice fundamental de la llamada "cuestión germana": establecer una relación definitiva y moderna entre el concepto de nacionalidad y ciudadanía, montadas aún en el ambiguo y peculiar concepto del origen étnico y cultural. Esta idea de una nación que rebasa fronteras y culturas había promovido el fortalecimiento del pangermanismo, del expansionismo y del patriotismo militante y excluyente que culminó en la Segunda Guerra Mundial. Los horrores del nazismo se sumaron al legado histórico que Alemania arrastraba y se convirtieron en una extraña mezcla de culpabilidad y sentido de la responsabilidad, mismas que permitieron a los alemanes, primero, renunciar a parte de su soberanía entre 1945 y 1990 y, posteriormente, anclarse a una Europa integrada que ha exigido aún más concesiones, para convencer al mundo y a ella misma de que Alemania es un país "normal".
Mientras Alemania vivió dividida, la normalidad fue, en efecto, imposible: el país se refugió en el trabajo. En la construcción de un capitalismo regulado y protector y de una plácida prosperidad, fracturada tan sólo por la emergencia repetida del debate sobre el pasado reciente. Aun cuando el poderío económico alemán sobrepasó a Francia, Alemania siguió viviendo bajo la ficción de que Francia dominaba y dirigía a la Europa comunitaria.
Todo ello cambió en 1990. El país se encaminó aceleradamente hacia la normalidad. Alemania se convirtió en un país unido y plenamente soberano y, en la política, los líderes todopoderosos que habían guiado a Alemania en la posguerra cedieron su lugar a la lucha partidista y a la alternancia del poder. Ésta culminó con la elección de un nuevo canciller en septiembre de 1998, el socialdemócrata Gerhard Schroeder, y con el retorno de los poderes federales a la vieja y compleja capital del país: Berlín.
Alemania resquebrajó, asimismo, el antimilitarismo neutral de posguerra al participar en la ofensiva de la OTAN en Kosovo; ha recuperado el término "interés nacional" en su retórica política y ha afirmado que desea ser de nuevo una "gran potencia europea". Paralelamente, erosionó el temor de sus vecinos a un posible renacimiento de la vieja hegemonía , concediendo aún más soberanía a la Europa integrada: en enero de 1999 adoptó, junto con los otros diez países que se unieron a la integración monetaria, al euro, que mandará a retiro al poderoso marco alemán, símbolo de la anomalía alemana de posguerra.
Con la normalidad, llegaron también a Alemania los pedestres problemas que afligen a otros muchos países y que parecían haberla evadido: el desarrollo desigual, el impacto de la globalización y el desempleo, las pugnas políticas, la indecisión, la necesidad de asumir el liderazgo europeo y, en fin, la crisis económica.
La mayor paradoja de la historia alemana reciente ha sido, sin duda, la construcción de un Muro invisible entre las dos Alemanias, pero tan real como el de ladrillo y concreto que se derrumbó en 1990. El gobierno inundó de inversiones a los cinco Länder orientales que se incorporaron al país hace una década: desde 1991 han fluido 106 mil millones de marcos hacia Alemania oriental, el 5% del PNB del país. A pesar de esta inmensa derrama, el Este no ha podido crecer al ritmo del Occidente; el desempleo es dos veces más alto en el Este, las inversiones no han sustentado el establecimiento de nuevas empresas dinámicas y modernas y la brecha cultural entre ossies y wessies es cada día más compleja y amplia. La frustración de los 17 millones de alemanes orientales, que esperaban que la unificación implicara el establecimiento inmediato del reino de la abundancia, ha alimentado el surgimiento de partidos y organizaciones de derecha, el resentimiento, la intolerancia y la "Ostalgia": una nostalgia por la vieja Alemania Oriental, idéntica a la que cultivan los rusos por la difunta Unión Soviética.
En la última década, Alemania ha enfrentado, asimismo, la crisis del sistema económico de posguerra. La economía que caracterizó los años del "milagro alemán" consiste en un frágil equilibrio entre el capitalismo de mercado, una fuerte protección al trabajador y un Estado benefactor generosísimo y muy costoso. La mano omnipresente del Estado impuso una onerosa carga impositiva y diseñó un complicado corset de regulaciones. En Alemania todo lo controlable es controlado. Tan sólo en 1997, se dictaron cinco mil leyes federales que contienen 85 mil provisiones. La peor receta para mantener la competitividad del país en el mundo globalizado de hoy. En pocos años, las empresas alemanas, especialmente las exportadoras, que habían sido el puntal del milagro económico de posguerra, empezaron a perder la batalla por los mercados frente a las dinámicas trasnacionales norteamericanas. Para 1999, Alemania se había convertido en el Japón de Europa, el nuevo "hombre enfermo" del continente. El desempleo sobrepasó al 10% de la mano de obra y la economía se estancó frente al resto de Europa: el PNB creció apenas 1% y el flamante euro empezó a deslizarse junto con la economía germana.
Alemania tuvo que aceptar que la crisis tenía una base estructural y que la única salida de la encrucijada era, precisamente, una reforma estructural: una nueva revolución económica que transformara el sistema fiscal ineficiente y bizantino del país y que redujese el costo excesivo del trabajo y el tamaño del gigantesco Estado benefactor.
En menos de dos años y con la tradicional eficiencia germana, Alemania abrió las puertas al cambio y a la cultura de la competencia, tan ajena hasta entonces a la organización económica del país. Las empresas de punta extrajeron la principal lección que puede derivarse del largo y extraordinario crecimiento de la economía estadounidense en la última década. A saber, que en el mundo globalizado de hoy la receta del éxito implica adoptar un círculo virtuoso que se inicia con el progreso acelerado de la tecnología informática que reduce los precios, eleva la inversión y la productividad del trabajo, y que se cierra, generando una rápida elevación en los salarios reales y en el consumo.
La construcción de un nuevo milagro alemán no será, sin embargo, ni fácil, ni rápida. Más de un sector de la población resistirá el desmantelamiento del Estado benefactor, y la posible respuesta de la élite política, renuente a emprender una revolución económica y social, es un enigma. Misterio que Alemania deberá develar a corto plazo, porque de la modernización plena del país depende su futuro y el destino de toda Europa. –
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.