El presidente de México tiene un problema muy serio: la realidad. Como toda persona medianamente prudente debería entenderlo, el mecanismo de la vida no obedece a nuestros caprichos, sino que se desarrolla como una larga cadena de causas y efectos en los que es preciso indagar objetivamente si es que queremos incidir en ella de un modo que sea beneficioso para nosotros. Esto es particularmente importante para un dirigente porque sobre sus espaldas descansa el peso de una enorme responsabilidad voluntariamente adquirida. Tanto para el presidente como para el ciudadano común, es preciso siempre recordar, enterrar la cabeza en la arena no ha sido nunca un buen plan.
Pero hay una diferencia que no es menor: un ciudadano contiene en sí mismo –o a lo sumo en el contexto familiar– las funestas consecuencias de una lectura caprichosa de las circunstancias que lo rodean, mientras que el presidente irremediablemente ha de arrastrar con sus devaneos la existencia de millones de personas.
Recurriendo de un modo cansino al latiguillo del “yo tengo otros datos”, el presidente busca sortear la evidencia, es decir, escapar de la responsabilidad que gravemente le atañe. Hace unos días, cuestionado sobre el desplome en la creación de empleos, echó mano de falacias argumentativas con tal de evitar aceptar de cara a sus críticos que el desempeño económico del país, muy lejos de ser el ideal, ha entrado en un estado de franco retroceso. “Independientemente de la información, las estadísticas se pueden manejar de muchas formas”, afirmó alegremente durante su comparecencia matutina, mostrando con ello la perversión de una estrategia montada sobre los mecanismos de la manipulación y la propaganda continuas.
Por esto es por lo que bajo el sambenito de “neoliberal” López Obrador ha buscado identificar de cara a la galería a sus adversarios. El ala operativa de ese “neoliberalismo” lo encarnan los llamados tecnócratas. Para el presidente de México estas personas representan una élite forjada en el privilegio y el desdén a la “sabiduría popular”. Hay un motivo claro para sus embates: las estadísticas, aunque son frías y difícilmente interpelan al votante, contradicen con serenidad incuestionable sus aspavientos autoritarios. No polemiza con ellas, más bien las desestima con ese desdén orgulloso de quien no ha entendido nada y, lo que es realmente trágico, no está dispuesto a entender.
Como el político astuto que es, López Obrador entiende que no basta alzar el dedo flamígero para repudiar el peso abrumador de la evidencia objetiva, además es preciso incitar a sus seguidores para que de una manera gremial se sientan partícipes de un supuesto poder popular de cara a los desplantes de los poderosos. De esto se deriva su necesidad de las locuciones mediáticas de cada mañana, así como la arenga en plaza pública, donde ha dado en poner en práctica un ejercicio funesto de “democracia participativa”. Lo sucedido recientemente en Durango, cuando “consultó” a los asistentes a uno de sus mítines sobre la pertinencia de la construcción del Metrobús en la región de la Laguna, es una muestra brutal de los alcances de un líder obsesionado con la popularidad más que con la eficiencia. 450 millones de pesos para jugar a los volados.
Estamos observando el triunfo de la subjetividad. El poder ha encarnado en AMLO como en quien decide, a partir de sus muy íntimas apetencias, en qué ha de consistir el mundo. El relato instigado desde el aparato de la propaganda se encarga de otorgarle a las veleidades presidenciales el marchamo de oficialidad que necesitan para volverse la última verdad del reino.
Pero la realidad, desdeñada en este caso desde el púlpito presidencial, es siempre obstinada. Ha de volver, porque vuelve siempre a reclamar lo que le pertenece. Cerrar los ojos no impide que los demás nos vean. Conviene entonces hacerse preguntas. ¿Qué sucederá cuando la verdad objetiva derivada de un análisis técnico riguroso, como en el caso de Santa Lucía y posiblemente Dos Bocas, se imponga al capricho? ¿Qué va a pasar cuando la incontestable econometría arroje al suelo de un manotazo los endebles sofismas del presidente? ¿Cuando la borrachera termine, a dónde van a ir a esconderse los que hoy por conveniencia o estupidez aplauden los desplantes autoritarios,?
El peor pecado del presidente es la imprudencia y no hay imprudencia más honda y grave que la de rodearse de oportunistas y aduladores en lugar de especialistas. La soberbia gubernamental implica un enorme riesgo para el futuro de las naciones, que no tienen más remedio que plegarse a los exabruptos voluntariosos de un solo hombre, resistiendo desde la crítica y la oposición política. Por eso espero, sinceramente lo digo, que se rectifique el rumbo, porque creo que aún estamos a tiempo de evitar males mayores. Solo las almas grandes y las mentes lúcidas son capaces de reconocer en público cuando se han equivocado. ¿Estará el presidente a la altura de tan noble y urgente demanda? Visto lo visto, permítanme que tenga mis reservas.
es profesor en la Penn State University.