El procés siempre fue, por su naturaleza, un movimiento revolucionario: pretendía subvertir el orden constitucional vigente para instaurar uno nuevo. Con el tiempo, también se ha ido transformando en un movimiento radical. La fortaleza del procés había residido en su síntesis nacionalpopulista, esa convergencia en la que el viejo nacionalismo decimonónico de corte etnosimbolista abrazaba los valores de la posmodernidad para ensanchar sus bases de apoyo. Manejó significantes vacíos que las élites secesionistas llenaron de sonrisas y de reivindicaciones democráticas, “volem votar”, y se presentó ante el mundo con las manos pintadas de blanco pacifista.
Cada performance desplegada por el independentismo parecía una batalla ganada al Estado, ocupado en la tarea necesaria pero ingrata de defender la legalidad. La apoteosis de aquella inflamación llegó el 1 de octubre, fecha que ya ha desplazado a todas las demás efemérides históricas del victimismo nacionalista. Sin embargo, muchos habían advertido de los peligros de aquel viaje, para el que la cultura china tenía un buen proverbio: “Si te subes a un tigre no bajarás cuando tú quieras, sino cuando quiera el tigre”.
Y el procés resultó ser un tigre. Había arrancado en 2012 con las palabras de un burgués de orden que ya nadie recuerda. Artur Mas dijo con la boca pequeña que la independencia era el objetivo de Convergència a medio plazo. Así se había decidido en el congreso de la formación en marzo de ese año, del que los periódicos de aquella fecha daban cuenta así: “El tímido intento de Artur Mas para enfriar la euforia soberanista sirvió de poco y la militancia empujó al presidente de la Generalitat a asumir sin tapujos la reivindicación independentista”.
Al olvidado Mas le sucedió un inesperado Puigdemont, que tenía menos dudas que su predecesor sobre el objetivo de una Cataluña independiente. No obstante, también a Puigdemont le tembló la voz la tarde que tuvo que salir a anunciar y suspender la independencia, en una de las proclamaciones más frustrantes que se recuerdan. Después vendrían el 155, la fuga europea del President y sus consellers, unas nuevas elecciones autonómicas, la primera victoria de un partido constitucionalista en Cataluña y Torra.
Torra subía la apuesta de Puigdemont con una carta de presentación verdaderamente impresionante: había dejado por escrito los comentarios más xenófobos acreditados por un dirigente político en Europa. Y había competencia. Porque el procés, al cabo, era ese mismo populismo nacionalista que habíamos visto emerger con preocupación continental. Donde los rencores se dirigían a quienes habían llegado del otro lado de la frontera del Estado, en Reino Unido, en Francia, en Austria, en Italia; aquí se reservaban para quienes procedían del otro lado de una linde autonómica que se sentía como nacional. En la práctica, claro, suponía el rechazo a más de la mitad de los catalanes.
Con Torra se estableció una suerte de bicefalia, a lo Putin-Medvédev, en la que la cabeza mayor, Puigdemont, debía continuar liderando el procés desde Bélgica, donde sus ruedas de prensa, otrora abarrotadas, cada vez congregan a menos periodistas. Y eso a pesar de su esfuerzo por elegir palabras gruesas: “Estoy mentalizado de que estamos en guerra contra España”, decía hace solo unos días desde la tranquilidad de su residencia en Waterloo. De que no estaban mentalizados ya habían dejado constancia mucho antes. En septiembre de 2017, el exconseller Toni Comín gritaba subido a un atril que no les daba miedo la cárcel y que seguirían adelante fuera cual fuera el precio a pagar: “¡Burros!”. Un mes después huía con Puigdemont a Bruselas sin mirar atrás. “Íbamos de farol”, admitiría Ponsatí con amargura.
El que no evitó la cárcel fue Oriol Junqueras, otro de los grandes olvidados por la radicalización del procés. Quien presionara a Puigdemont para proclamar la independencia, cuando parecía que el todavía President había llegado a un acuerdo, Urkullu mediante, para disolver el Parlament y convocar elecciones, es hoy uno de los principales interesados en bajarse del tigre. Se podrá decir que Junqueras no ha caído en el olvido, y que prueba de ello es la epidemia de lazos amarillos que ha cubierto Cataluña para exigir la libertad de los presos. Pero, en realidad, esta profusión de desechos plásticos no es más que un símbolo del independentismo, tan exánime como una bandera estelada, mientras los políticos presos, lejos de las cámaras y de los micrófonos, duermen cada noche en una cárcel a la espera de juicio.
Ese es el corolario del procés. Hoy nadie se acuerda de Mas, el burgués que pensó que subirse a un tigre era una buena estrategia para conseguir un mejor acuerdo fiscal y eludir las consecuencias de la crisis. Es posible que Puigdemont nunca pueda regresar a Cataluña. Nunca. A Junqueras se le ha hecho muy largo este año entre rejas, y vendrán más. Vendrán mas.
Anoche, en el aniversario del 1 de octubre, los CDR paralizaron Barcelona ante la connivencia de la Generalitat y el silencio del gobierno de Sánchez: se cortaron las comunicaciones, se tomaron infraestructuras críticas y se sitió la sede del autogobierno catalán, de la que la ganadora de las elecciones autonómicas tuvo que salir, una vez más, escoltada. Los disturbios se saldaron con decenas de mossos heridos y un total de cero detenidos.
El President Torra había alentado la violencia unas horas antes, cuando les había dicho a los CDR: “Apretad, hacéis bien en apretar”. Pero, no nos confundamos, los acontecimientos de este infausto aniversario se habrían desarrollado de igual modo en ausencia de la arenga de Torra. Si el President hubiera dicho: “Sed buenos chicos y quedaos en casa”, solo habríamos constatado que Torra no es más que el penúltimo estadio de la radicalización del procés y que no tiene el control de la situación. El viaje continúa. Al mando sigue estando el tigre.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.