El retorno del militante

La nueva militancia no es la de partido, sindicato y cooperativa, sino que está formada por simpatizantes y afiliados que se organizan de forma espontánea.
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La ampliación del sufragio a lo largo del siglo XIX y las primeras décadas del XX estrenó el tiempo de la democracia de masas. Las antiguas formaciones de notables, lideradas por alguna figura de caudaloso patrimonio, carisma personal y prestigio intelectual, dieron paso a organizaciones de burócratas, con un mando centralizado, reglamentos de disciplina interna y sólida implantación territorial. En el nuevo contexto, la figura del militante emergió con una importancia nueva. Las aportaciones privadas de grandes fortunas a la financiación de los partidos fueron perdiendo peso respecto a las cuotas de afiliación, de menor cuantía pero mucho más numerosas.

El respaldo monetario de los afiliados garantizaba la viabilidad y la suficiencia presupuestaria de los nuevos partidos de masas, pero el papel de la militancia no se restringía a una mera contribución económica y su relación con las siglas trascendía los límites de la identificación ideológica para trabar sólidos lazos personales.

El militante y el simpatizante eran figuras indispensables en las tareas de organización de los partidos. La acción política requería de su implicación en el desarrollo de las campañas electorales, la celebración de huelgas, la asistencia a manifestaciones y otras estrategias de presión y propaganda. Asimismo, en el entorno de los partidos de masas se fueron tejiendo redes de solidaridad horizontal que cohesionaban el entorno electoral y fidelizaban a las masas.

Los afiliados disponían de economatos, cooperativas, publicaciones, escuelas obreras, prensa de partido, campamentos infantiles, asesoría legal, cobertura médica y un sinfín de servicios de provisión paralela al Estado que permitían la socialización política de los trabajadores y sus familias. El SPD alemán fue la formación de referencia en Europa para este modelo, que también sería imitado en España. Se trata, en definitiva, de un esquema organizativo de dependencia mutua, en el que la militancia juega un papel clave en la financiación, la organización y la movilización electoral.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Europa comienza a avanzar hacia un nuevo modelo de partidos caracterizado por la importancia de la financiación pública y la predominancia de los medios de comunicación de masas como instrumento de publicidad política. Con la popularización de la televisión, las organizaciones descubren que pueden hablar directamente a su electorado sin necesidad de otra mediación. Este aspecto transformará la naturaleza de la elección de los representantes: ser un político exitoso dependerá menos de las habilidades de gestión y la capacidad para desenvolverse en una estructura burocrática, y requerirá ahora grandes dotes comunicativas.

Las últimas décadas del siglo XX traerán la consolidación democrática y la pacificación de los europeos, inaugurando el tiempo del aburrimiento democrático. Son días de estabilidad y desafección en los que los países occidentales experimentan un declive de su militancia. Y, a medida que los sociedades europeas se hacen más complejas e integradas desde un punto de vista demográfico, económico y tecnológico, la democracia comenzará a demandar mayores recursos económicos.

Las campañas electorales son progresivamente caras: requieren la contratación de consultoras especializadas en el sector político, espacios publicitarios en vallas, prensa y televisión, redes de tecnologías de la comunicación y campañas de movilización. La mayoría de los países europeos decide entonces aumentar los recursos públicos destinados a la financiación de los partidos políticos o de sus procesos electorales.

En España, que va siempre un paso por detrás, pues emprende su transición democrática a finales de los años 70, se apuesta por un modelo de financiación público que permita la puesta en marcha de un sistema de partidos sólido, estable y con capacidad para liderar la acción política de forma ordenada. Esta decisión tiene sentido en el contexto que rodeaba a nuestro país: con el fracaso del ensayo republicano en la memoria y la amenaza de involución militar, España necesitaba partidos fuertes que pudieran navegar con éxito en las turbulentas aguas de un cambio de régimen.

Todos estos aspectos han conllevado una pérdida de peso de la militancia en la organización política en las pasadas décadas. Tanto es así que, en 1983, el politólogo Stefano Bartolini llegó a anunciar el ocaso de los afiliados debido al desarrollo de los medios de comunicación, a la financiación pública y a las transformaciones sociales y culturales. Sin embargo, en los últimos años estamos asistiendo a una alteración de esa tendencia explicada por varios factores.

En primer lugar, la crisis económica ha significado un impulso de repolitización de las sociedades europeas que, movidas, por el descontento, parecen haber recobrado el interés por las cuestiones públicas. Son días de eclosión de nuevos partidos, de movilizaciones sociales y de demandas ciudadanas. Una de esas reivindicaciones tiene que ver con el distanciamiento de los partidos políticos respecto de los electores y con la necesidad de avanzar hacia un escenario más participativo. En nuestro país esto ha facilitado un movimiento hacia la democratización de las organizaciones. El surgimiento de nuevas siglas ha favorecido la inercia hacia la celebración de primarias para seleccionar a los líderes y candidatos de las formaciones, y esto ha dado nuevas alas a los afiliados, cuyo número ha crecido notablemente desde el 15M.

Esta nueva militancia no cumple un mero papel de financiación partidista, pero tampoco es aquella vieja militancia de partido, sindicato, campamento y cooperativa. Triunfa el modelo de grassroots, por el cual los simpatizantes de un partido se organizan de forma aparentemente espontánea e independiente a nivel de comunidad para implicarse y colaborar en la promoción de una candidatura. Muchos de estos voluntarios ni siquiera son afiliados: no pagan una cuota mensual y su participación es de otra naturaleza.

Es un tipo de implicación más parecida a la que vemos en Estados Unidos con ocasión de los procesos electorales, donde los partidos son apenas una plataforma carente de una estructura y un aparato sólidos permanentes. Y esto nos da una pista de la tendencia actual europea.

En el viejo continente ha predominado un modelo de partido robusto que juega un papel crucial en la promoción interna y la fabricación de candidatos. En los últimos años, no obstante, observamos cómo el acceso a la tecnología de masas, que ha multiplicado sus posibilidades con la aparición de internet, conjugado con las herramientas democráticas de selección de candidatos, ha permitido la emancipación de esos liderazgos respecto de las estructuras clásicas de las organizaciones.

Hoy sabemos que un candidato que cuenta con la hostilidad del aparato puede derrotar a su rival oficialista. También sabemos que un líder sin partido político puede construir una candidatura en un plazo breve de tiempo y proclamarse vencedor de las elecciones. Pero todo ello requiere de la participación y movilización de ese nuevo modelo de militancia, formada por afiliados y simpatizantes, que ha vuelto a cobrar el protagonismo perdido.

Es la estrategia que llevó a Trudeau a proclamarse primer ministro de Canadá y la que ha aupado a la presidencia de Francia a Macron. Uno lo logró dentro de los cauces del Partido Liberal tradicional y el otro no necesitó un partido para llegar al Elíseo. Pero ambos supieron comprender la importancia vital de esa movilización de grassroots para derrotar a sus competidores, especialmente cuando no partían como favoritos. Así, podemos decir que el militante, al cabo, ha vuelto. 

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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