Darío Villanueva (Villalba, Lugo, 1950) es catedrático emérito de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Santiago de Compostela y desde 2008 ocupa la letra D en la Real Academia Española, donde fue director entre 2014 y 2018. Autor de estudios, prólogos y reseñas que exceden el medio millar, acaba de publicar Morderse la lengua: corrección política y posverdad, un agudo diagnóstico de la posmodernidad basado en el análisis de dos fenómenos sociolingüísticos aparentemente inconexos, pero que en realidad representan los síntomas de una quiebra de la razón generalizada. Si la posverdad resulta de la preeminencia de las creencias personales frente a los hechos objetivos, la corrección política, sostiene el filólogo, implica poner el lenguaje al servicio de un sentimentalismo tóxico, según el cual, para ser considerado una buena persona hay que mostrar unos “sentimientos intachables y expresar siempre pensamientos políticamente correctos, sin preocuparse por el comportamiento real”.
Morderse la lengua surge así como un grito de alerta ante el sentimentalismo rampante, pero también frente a los excesos de la deconstrucción. Afirma el académico que la teoría del filósofo Jacques Derrida, lejos de haber supuesto un avance en el pensamiento occidental, ha terminado con el sentido del lenguaje, reduciéndolo a “un discurso contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que no significa nada” (en palabras de Macbeth), y en el que proliferan la posverdad y la corrección política. Además, Villanueva tampoco ignora la responsabilidad de los medios de comunicación y la tecnología, propagadoras de fake news, y analiza fenómenos tan representativos de este tiempo como son los reality shows.
Entre sus obras más destacadas figuran Estructura y tiempo reducido en la novela (1977), El polen de ideas (1991), Trayectoria de la novela hispanoamericana actual (1991), Teorías del realismo literario (1992), Curso de teoría de la literatura (1994), La poética de la lectura en Quevedo (1995), Imágenes de la ciudad. Poesía y cine, de Whitman a Lorca (2008), Lo que Borges enseñó a Cervantes (2016) y El Quijote antes del cinema: Filmoliteratura (2020). En noviembre publicó su autobiografía intelectual De los trabajos y los días. Filologías.
El filósofo K. Wilber afirma que “cuando la verdad se esfuma, hasta la ortografía acaba por convertirse en una forma de opresión impulsada por la búsqueda de poder”. En Morderse la lengua aborda el fenómeno de la corrección política como una consecuencia de la New Left estadounidense, pero también del relativismo de Derrida y Foucault.
En efecto, la corrección política tiene su precedente en la teoría de la tolerancia represiva de Herbert Marcuse, un integrante de la New Left y según el cual se debía suprimir el derecho a la libertad de expresión a todos aquellos que se opusieran al “progreso social”. Primero desde el sector de la educación, para más tarde actuar sobre el resto de la sociedad. Ahora bien, la tolerancia represiva no cristalizó hasta la década de los ochenta cuando el multiculturalismo y la deconstrucción se apoderaron de los departamentos de Humanidades de las universidades estadounidenses. Bajo la idea de que no existe la neutralidad del lenguaje y que todo está sometido al poder hegemónico, algunos profesores adoptaron la tolerancia represiva para promover la igualdad sexual y racial en las aulas a través de códigos políticamente correctos de conducta y expresión. Esto saltó rápidamente a la sociedad civil gracias a la influencia de la “inteligencia emocional”, una preponderancia de las emociones frente a la razón, y a lo que Bauman denominó la “sociedad líquida”, que es el relativismo exacerbado, el adanismo, la absoluta falta de responsabilidad entre actos y pensamientos, el escepticismo epistemológico… Con la galaxia internet, es decir, la irrupción de las tecnologías, la corrección política conoció después una difusión sin límites.
¿Qué diferencia a la corrección política de otros fenómenos lingüísticos como la cortesía?
La cortesía se refiere a una serie de estrategias conversacionales a las que recurre el hablante de manera voluntaria. Por el contrario, la corrección política es una imposición. Lo que hace es obligar a ese mismo hablante a morderse la lengua suprimiendo aquellas expresiones o actitudes consideradas ofensivas por un grupo étnico, racial, religioso, político, ideológico o sexual. A diferencia de las censuras anteriores, esta censura no la ejerce ni el Estado, ni la Iglesia ni el partido, sino estamentos difusos de esa identidad gaseosa que es la sociedad civil. Es la censura de la posmodernidad. Quienes la ejercen no necesitan recurrir a leyes para doblegar a los que se alejan de esa corrección, les basta con su desaprobación pues el ciudadano, una vez estigmatizado, sucumbe ante el peso de su aislamiento.
Usted se ha mostrado muy crítico con esta cultura de la cancelación.
Las ideas controvertibles deben ser combatidas mediante la argumentación y el convencimiento, y no mediante el silenciamiento y otras formas de ostracismo. En el mundo académico, muchos profesores han sido despedidos por sus comentarios en base a acusaciones de machismo o racismo no fundamentadas, y otros han dejado de expresar su opinión por miedo a correr la misma suerte. En mi libro cito una experiencia personal cuando ejercía de profesor invitado en la Universidad de Colorado, a finales de los años ochenta. Dos alumnos judíos, en cuya condición religiosa no había reparado, se quejaron de mí ante el director del departamento y el decano de la universidad tras haber leído en clase El Buscón de Quevedo, un texto con ribetes antisemitas. Afortunadamente, el asunto no fue a más, pero la experiencia me hizo ver que la corrección política había llegado para quedarse.
¿Qué consecuencias está teniendo la corrección política en las nuevas generaciones?
La más preocupante a mi parecer es la transformación de la universidad en un safe space o “recinto seguro” que aleja a los universitarios del debate académico de ideas controvertidas porque produce en ellos un “descontrol emocional” y que los infantiliza en vez de hacerlos madurar intelectualmente. Esto está ocurriendo en los países anglosajones y es peligrosísimo. Kant menciona que la solución para salir de un infantilismo mental es atreviéndose a explorar nuevas posibilidades en la comprensión del mundo. Si no existe la libertad de pensamiento ni de cátedra desarrollaremos una mentalidad hipócrita en el sentido de decir una cosa y pensar la opuesta, que es lo que el novelista George Orwell denominó el doublethink o doble pensar en su famosa novela distópica 1984. Por eso es importante no morderse la lengua y atreverse a correr el riesgo de la cancelación y los ataques.
Advierte Noam Chomsky en American power and the new mandarins que quienes en nombre del progresismo “quieren aplastar y destruir aparecen más tarde entre los administradores de algún nuevo sistema de represión”.
Cito el caso de la Universidad de Edimburgo donde se retiró el nombre del gran filósofo David Hume de un edificio porque en una obra suya hay una frase que aparentemente rezuma racismo. Se trata de un revisionismo inviable. De continuar así, la capital de los Estados Unidos se va a quedar sin nombre ni apellido, porque Columbia proviene de Cristóbal Colón y Washington hace referencia a uno de los presidentes de los Estados Unidos que tuvo esclavos. La esclavitud es una lacra y una aberración, pero la historia está hecha base de circunstancias muy diversas y nunca fue una balsa de aceite. La historia está llena de dureza, contradicción, lucha de opresión, dolor, sufrimiento…
Es por eso que existe la corrección política. Suprimiendo aquellas expresiones o comportamientos ofensivos, sus partidarios aseguran que se pondrá fin a esta historia de violencia.
Pero es que ese planteamiento no es correcto, como tampoco lo es que las palabras creen realidades. Son las realidades las que crean las palabras. Es verdad que en el Génesis judeocristiano y en el libro equivalente de la civilización maya k’iche’, el Popol-Vuh, así como en el libro del Enûma Elish de la civilización babilónica, se hace una descripción de la creación de mundo como un acto verbal por la acción divina. Sin embargo, eso es una metáfora: estamos hablando de textos míticos fundacionales. Resulta increíble que en la época posterior al racionalismo y la época del predominio laico se le dé a esto la misma credibilidad en base a esa especie de mantra de “lo que no se dice, no existe”. Si eso fuera así, sería muy fácil arreglar el mundo. Por ejemplo, retiramos la palabra “cáncer” y, como el lenguaje crea el mundo, la enfermedad desaparece. Esta es una idea de una simpleza absoluta.
En su periodo como director de la RAE, numerosos colectivos le trasladaron su descontento con el diccionario por recoger expresiones como “trabajar como un negro”, “judiada” o “sexo débil”. Usted, por el contrario, ha reiterado en todos estos casos la idea de que el diccionario sirve para “enamorarnos”, pero también para ser “canalla” e “injusto”.
Los diccionarios lo único que hacen es recoger las palabras que los hablantes han creado. No hay nada más democrático que una lengua. El lenguaje es una facultad privativa del ser humano y las lenguas son la realización concreta del ejercicio de esa facultad. Pero en la lengua hay dos componentes: el habla (el componente individual) y la lengua propiamente dicha (el componente social). Efectivamente, nosotros somos dueños de nuestra lengua y podemos inventar palabras. Pero para que una palabra cuaje tiene que ser aceptada por todos los demás, y de ahí vienen la dimensión social; la cuestión del pacto. Entonces, el diccionario lo que hace es esperar a que las palabras estén creadas, consolidadas y documentadas para incorporarlas con el significado que el pueblo hablante les ha dado. Por este motivo, nadie tiene derecho a censurar un diccionario y, menos aún, los académicos. Si se admitiera la corrección política en los diccionarios, estos se destruirían.
Otras veces, las quejas aludían al “machismo” de la gramática española. En su libro, no obstante, desmiente el supuesto origen patriarcal del masculino genérico sobre el que se basa la propuesta feminista del doblete, la “@”, la “x” o la “e”.
La ciencia lingüística es muy clara al respecto y yo solo me remito a sus conclusiones. Los expertos que se han dedicado al estudio del indoeuropeo, que es el fundamento de muchas lenguas de Europa y Asia, han demostrado que en el origen no había distinción de géneros gramaticales, pero cuando la sociedad se asentó para ser una sociedad agrícola-productiva-ganadera, el papel que cobró lo femenino fue muy notable y surgió el género femenino. Es decir, que el género fuerte era el femenino por razón de esta conexión con la propia sociedad productiva, mientras que el género masculino aparece como residual y, como tal, integra “los restos” de todo lo demás. Y ese es el origen del fenómeno. Quienes describen el origen del masculino inclusivo como el resultado de la reunión de un grupo de machos para afianzar la tiranía del heteropatriarcado deberían aclarar incógnitas tales como: ¿en qué momento se produjo?, ¿en qué sitio?, ¿quiénes estaban presentes?, ¿qué lenguas se hablaban hasta entonces? O sea, eso es una ficción y una quimera.
El año pasado, un centenar de intelectuales, entre ellos Noam Chomsky, firmó un manifiesto en contra de la cancelación en Harper’s Magazine. ¿Por qué un progresista como el autor de Syntactic Structures debería posicionarse en contra de la corrección política? En otras palabras, y volviendo a Marcuse, ¿por qué ser tolerante con los intolerantes?
Expresa el ensayista Ricardo Dudda que “ahora los censores son los buenos”. Y también hay varios estudios sobre lo que Ovejero llama la deriva reaccionaria de la izquierda. Es decir, que todo este pensamiento que estamos comentando y que muchas veces es abrazado por grupos o instancias que se consideran progresistas tiene como un auténtico gurú a Heidegger. El que fuera el constructor de la teoría de cómo debía ser la universidad de los nazis, ahora lo tenemos encumbrado como una referencia. Algo parecido ocurre con Carl Schmitt, uno de los teóricos del caudillismo del Führer y que, sin embargo, disfruta también de una valoración asombrosa. Así que hay unas profundas contradicciones.
¿Enfrentamos un pseudomarxismo?
Eso creo y un ejemplo es el argentino Ernesto Laclau quien en España tiene mucha influencia a través de algún grupo político. Laclau se sitúa en la línea del posmarxismo, que es un marxismo deconstructivo. De hecho, uno de sus referentes intelectuales es Derrida. En este sentido, Laclau niega el principio de la lucha de clases y considera que este y otros tantos fundamentos teóricos del marxismo son algo obsoleto y superado por el juego relativista de lo que él llama las “demandas”. El juego político se articula a partir de pequeñas expresiones de intereses y pulsiones locales o puntuales en vez de algo tan transversal y universal como es, por ejemplo, la lucha de clases.
El psicólogo estadounidense Jonathan Haidt plantea que los ataques de esta izquierda hacia el varón blanco occidental han favorecido el auge de figuras como Donald Trump, Bolsonaro o Boris Johnson.
Aquí hay una cuestión interesante. Es cierto que Trump siempre se ha mostrado contrario a la corrección política y que uno de sus ejes de captación de seguidores con criterios populistas ha sido criticar la tiranía de la corrección política. Mas no solo la corrección política explica el auge de los populismos. La oficina de chequeo de la veracidad de las informaciones del Washington Post sostiene que Trump en sus años de auge había llegado a emitir veinte mil bulos (fake news) a un ritmo de siete u ocho cada día, especialmente por medio de Twitter y Facebook.
Analizando la posverdad, usted sitúa su origen en el nihilismo nietzscheano.
Yo en el prólogo del libro pido disculpas al lector y le aviso de mi formación profesional como profesor y, por lo tanto, de mi tendencia a buscar las raíces de las cosas. En este sentido, cuando me planteé analizar los fenómenos de la posverdad y la corrección política, me remonté a una revolución del pensamiento que se inicia con Nietzsche. El autor de Así habló Zaratustra planteó que no existía una verdad “esencial”, sino un pacto entre los individuos a través de las convenciones aportadas por el “poder legislativo del lenguaje” para convenir una “designación de las cosas válida y obligatoria”. Es decir, que el mentiroso a partir de Nietzsche deja de ser el falsario, para ser simplemente aquel que no respeta las convenciones, las reglas del juego. Ahora bien, francamente, no creo que Trump, a quien apodo como “apóstol de la posverdad”, haya leído a Nietzsche como tampoco a sus discípulos Derrida o Foucault. No obstante, lo que el exmandatario republicano hace se puede justificar por una visión del mundo favorecida por esa destrucción de los principios de la racionalidad que esos filósofos y otros han ido consolidando.
La posverdad según el Diccionario de Oxford consiste en una opinión publica más influenciada por la emoción y las creencias personales que por los hechos objetivos.
Yo sostengo que la posverdad es la mentira de siempre con las implicaciones de la posmodernidad. En ese sentido, la posverdad, frente a la mentira tradicional, disfruta de una viralidad inédita procedente de los medios de comunicación en forma de fake news. Trump puede mentir en una madrugada veinte veces porque tiene un teclado y Twitter, mientras que el príncipe de Maquiavelo, que empleaba la mentira también con fines políticos, no podía hacerlo porque tenía que recurrir a otros mecanismos. El otro punto diferencial que observo es la absoluta desfachatez con que se emite la posverdad. En la actualidad, parece que dentro de las prerrogativas del poder está definir lo que es realidad y lo que no es, y crear verdades. El príncipe de Maquiavelo tenía que mentir para conseguir sus objetivos, y luego –añadía Maquiavelo–, siempre encontraría razones para justificar por qué las cosas no habían sido como había dicho cuando mentía, así como gente deseosa de ser engañada. En cambio, ahora, tal y como yo lo vislumbro, en la mentalidad de Trump esos pruritos no existen. Es decir, que Trump inventa las cosas más descabelladas y no se preocupa en absoluto.
¿Cómo combatir la posverdad cuando son los propios ciudadanos quienes “desean ser engañados”?
Efectivamente, existe lo que los expertos denominan el sesgo de confirmación. En todos nosotros hay como un gen propicio a anteponer nuestros prejuicios y presunciones a la evidencia de las cosas. Pero también es muy antigua la existencia de una disciplina fundamental que es la retórica. En Don’t think of an elephant, Lakoff critica que los republicanos hubieran sido mucho más hábiles en la invención de estrategias comunicativas y retóricas a favor de sus intereses que lo que fueron los demócratas. Por lo tanto, hay allí una exigencia absoluta de afinamiento de los instrumentos de la comunicación, pero no al servicio de la posverdad, sino al servicio de la verdad en la que uno cree. Porque lo que no podemos hacer para combatir la posverdad es empezar a difundir bulos y patrañas. Hay que creer firmemente en lo que decía Aristóteles: “Falso es, en efecto, decir que lo que es, no es, y que lo que no es, es; verdadero, que lo que es, es, y lo que no es, no es”. Hay que volver otra vez al origen de las cosas.
En algunos países, como España, se propuso la creación de un comité público de “la verdad”.
Los comités de la verdad tienen que surgir de la sociedad civil y no del sector público. Deben ser una autodefensa de la ciudadanía contra todas estas manipulaciones que en algunos casos proceden de los propios poderes. En el caso contrario, esto sería como poner al zorro al cuidado de las gallinas. Por este motivo, es fundamental el papel de los medios de comunicación serios, rigurosos y con profesionalidad, así como la responsabilidad de las grandes compañías de la comunicación digital. Estas tienen que reaccionar y no pueden convertirse en cómplices de las fake news.
Twitter lo ha hecho suprimiendo la cuenta de Donald Trump y ha hecho saltar las alarmas.
Estamos hablando de una empresa privada que, como una tasca, se reserva el derecho a admitir o no a alguien. Otra cosa son los letreros de admisión en el sector público. Pero en el sector privado: ¿por qué no se va a poder? De no ser así, los grandes distribuidores de información y de comunicación pueden ser colonizadas por la delincuencia y la mentira, y eso significaría, aparte de una complicación, un enorme desprestigio para la propia entidad. Yo creo que eso es perfectamente legítimo pues las entidades privadas pueden hacer con su negocio y su infraestructura lo que consideren oportuno siempre que estén dispuestas a contribuir al bien común.
Afirma que las tecnologías nos empujan a un sentimentalismo tóxico en el que “ya no basta con derramar una furtiva lágrima en privado, sino que hay que hacerlo ante un auditorio cuanto más amplio mejor”. ¿Cree que nos aproximamos a una vida de realidad guionizada, de posverdad? ¿A un show permanente?
Sí, en esa línea vamos. Pero hay otro peligro asociado a las tecnologías que también es inquietante: la proliferación. En teoría de la comunicación hay un teorema que es el de Shannon según el cual el impacto de una información es inversamente proporcional a su previsibilidad. Es decir, que para que una cosa cause impacto debe ser bastante imprevisible. Con toda esta proliferación, llegará un momento en que la información puede que se devore a sí misma y ya nada tenga relevancia ni significación. Y, luego, yo pienso que la moneda auténtica acaba siempre prevaleciendo sobre la falsa, y que estos movimientos tienen mucho de pendular. No hay que pensar que esto llega para quedarse definitivamente y arrumbar con lo que constituye la esencia de una humanidad basada en la razón. En este sentido, como profesor que soy pienso que la clave es la educación. Esta es la manera en que la sociedad puede configurar a sus ciudadanos en los valores auténticos que fundamentan el equilibrio de una sociedad racional.
En esta sociedad racional, ¿qué lugar les corresponde ocupar a las pasiones?
Los seres humanos somos, sin duda alguna, la suma de razón y pasiones. Sin embargo, la evolución del individuo y de la sociedad hacia mejor ha sido siempre el resultado de la aplicación de la razón a la resolución de los conflictos y al descubrimiento de nuevas posibilidades. La ciencia y la tecnología se fundamentan en la razón y no en las emociones. Y lo mismo ocurre con la democracia, fundamentada en principios consagrados en el Siglo de las Luces, como la Declaración Universal de los Derechos del Ciudadano, según la cual las leyes tienen que tender a la búsqueda de la felicidad mediante una serie de equilibrios en donde el rigor a la hora de aplicar las normas le corresponde al Estado y el individuo tiene que someterse a aquel en función de los intereses colectivos. El individualismo emocional tiene que tener un freno y unos límites. Además, a base de puras emociones ni siquiera se pueden hacer buenos poemas porque, si bien es cierto que en la poesía son fundamentales las emociones del poeta, también es necesaria una forma articulada que pasa por la elección de las mejores palabras y la disposición de ellas en el orden mejor, como sostenía Coleridge.
A propósito de la literatura, usted rescata en Morderse la lengua el papel de aquella como epifanía del presente, pasado y futuro.
Es cierto, y en especial destaco el papel de la distopía, ese género literario consistente en la presentación de un mundo de futuro enormemente negativo y que, pese a no ser un género tan generalizado, con el paso del tiempo ha demostrado su capacidad para vaticinar lo que estamos viviendo. Novelas como Un mundo feliz de Huxley describen una tiranía aparentemente amable, en la que la alienación del ser humano es total, pero menos cruenta gracias a la manipulación genética, tecnológica y propagandística de la ciudadanía. Pero no menos cierto es que frente a este tipo de literatura existe de forma cada vez más generalizada la posliteratura, la literatura de usar y tirar. Esta no es literatura en su sentido pleno pues, como afirmaba Machado, la poesía es “palabra esencial en el tiempo”, mientras que aquella una vez se publica desaparece por completo. El resultado es un deterioro clarísimo de la esencia de lo literario y del valor de esos productos. Sin embargo, frente a eso tenemos un fondo de armario que es inagotable. Yo a veces digo de manera provocativa que, si a partir de hoy no se volviera a escribir un solo relato o novela, con lo que tenemos sería más que suficiente.
es periodista, especializado en cultura y política latinoamericana. Estudió Periodismo y Humanidades en la Universidad Carlos III de Madrid.