¿Está obsoleta la teoría de la guerra justa?

La idea de 'guerra justa' y su aplicación al caso de la de Ucrania ha sido cuestionada. La expresión, aparentemente cercana al oxímoron, ampara una tradición que ha servido también para proteger a la población civil.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

I

¿Es justa la guerra que está llevando a cabo Ucrania? La invasión de aquel país ha devuelto al primer plano de la actualidad la cuestión clásica de si las guerras pueden ser justas, es decir, ha reabierto una vieja discusión acerca de la ética de la guerra, que se remonta a la Antigüedad. Si hablamos de guerra justa es porque pensamos que uno de los contendientes tiene la justicia de su parte o tiene buenas razones para luchar, por lo que está moralmente justificado a la hora de recurrir a las armas. Obviamente, los dos bandos en una guerra suelen proclamar que tienen la razón de su parte, alegando que su causa es la buena; raro es lo contrario. Como decía Francisco de Vitoria, uno de los clásicos de la guerra justa, “una guerra no puede ser justa por ambas partes”, salvo en casos excepcionales de ignorancia insalvable. Más bien debemos suponer que si la causa de los ucranianos es justa, la del invasor ruso ha de ser por fuerza injusta. Una cosa es creer, interesadamente o no, que la justicia está de nuestra parte y otra que lo esté. De ahí la necesidad, pero también la dificultad, de examinar cuidadosamente las razones de los beligerantes. Como veremos, la idea de guerra justa propone un marco filosófico o ético para reflexionar y discutir acerca de esas razones. 

Ese marco, sin embargo, ha sido cuestionado de raíz por otros puntos de vista. En esa discusión sobre la guerra y la justicia cabe distinguir grosso modo tres perspectivas enfrentadas desde antiguo. Para quienes tienen convicciones pacifistas, el sintagma “guerra justa” es poco menos que un oxímoron, una pura contradicción en los términos. ¿Cómo va a ser justa la guerra, vienen a decir, cuando produce muerte, destrucción y sufrimiento a gran escala? Quienes suscriben el “realismo político”, que es la segunda postura, concuerdan con que las duras necesidades de la guerra nada tienen que ver con las exigencias de la justicia, o con la moral en general, aunque lo hacen por razones completamente distintas a las del pacifista. 

A partir de planteamientos muy distintos, pacifistas y realistas no cuestionan la justicia o injusticia de esta o aquella guerra concreta, sino que impugnan la idea misma de guerra justa. Ahí acaba la coincidencia. Para los primeros la idea de guerra justa es perniciosa porque sirve para justificar lo injustificable, dando patente de corso para recurrir a la violencia en la arena internacional y cometer los excesos inadmisibles que se producen en cualquier conflicto armado. Para los otros es una idea ilusoria, porque oculta las necesidades de la Realpolitik, las demandas de seguridad de los Estados o los intereses nacionales en juego detrás de una fachada hipócrita; eso si no se revela dañina, cuando alienta un celo moralista fuera de lugar en las relaciones internacionales. De todo ello hemos escuchado a propósito del conflicto de Ucrania.

Conviene hacer un inciso para entender mejor lo que está en juego en esta discusión. Porque la reflexión moral sobre la guerra se enfrenta al hecho de que esta causa muerte y graves daños, personales y materiales. Por tanto, ha de responder a una pregunta fundamental: ¿cómo se puede, si es que se puede, justificar todas esas muertes y tanto daño como causa? Porque en la moralidad ordinaria, en nuestras relaciones con los demás en la vida normal, rige la prohibición expresa del homicidio y no se permite el empleo de la violencia para infligir daño a otras personas o destruir sus propiedades. Estas prohibiciones representan además convicciones morales fundamentales, profundamente arraigadas. ¿Cómo es que se dejan a un lado o quedan en suspenso en la guerra? No es solamente que se hagan excepciones, considerando permitido matar y destruir, es que en muchos casos se considera hasta moralmente admirable: se rinden honores a quienes mueren en combate y se ensalza a quienes por su coraje o capacidad destacan haciendo la guerra, tratando como héroes a líderes políticos, mandos militares y soldados. Por más que tales elogios y homenajes sean corrientes, tal cosa requiere de una explicación en términos morales: ¿por qué matar o hacer daño deja de estar mal, e incluso se convierte en algo bueno y loable, en caso de guerra? Ninguna discusión moral sobre la guerra puede rehuir esta pregunta. 

La respuesta del pacifista a este respecto es tajante: matar y destruir nunca deja de estar mal, no está permitido en ningún caso y no se puede justificar porque haya guerra. Si queremos entender el pacifismo como una posición doctrinal, hay que definirlo por esta oposición frontal a la guerra; no a esta o aquella guerra concreta según las circunstancias, sino a toda guerra por razones de principio. Para el pacifista el recurso a la guerra nunca está justificado ni es moralmente permisible, pues la guerra es siempre y en toda circunstancia mala e injusta. Esa oposición incondicional y absoluta se ha defendido con argumentos muy diferentes, pues a lo largo de la historia se han dado diferentes versiones morales del pacifismo, entre las que han tenido un peso especial las que tenían una justificación religiosa, como la de las sectas cristianas, como los cuáqueros, que siguen el mandato evangélico de poner la otra mejilla y prohíben de forma absoluta tomar las armas.

En el extremo opuesto tenemos los planteamientos llamados “realistas”, que se muestran radicalmente escépticos acerca de aplicar conceptos y juicios morales a la guerra y, en general, a las relaciones internacionales. Los realistas ven el orden internacional como una suerte de estado de naturaleza hobbesiano, cercano a la anarquía, donde no hay ninguna autoridad por encima de los Estados capaz de imponer ley y orden. Es un dominio donde imperan la fuerza, los intereses nacionales y las relaciones de poder, por lo que los principios o normas morales cuentan poco, especialmente en situaciones de guerra. Por eso para el realista los discursos sobre la justicia o injusticia de las guerras, o las justificaciones morales que se dan de ellas, son meros pretextos retóricos de los que se sirven los Estados para defender sus intereses en conflicto, hipocresía o mera cháchara insustancial, detrás de la cual se esconden o camuflan los intereses y el afán de poder. 

Esta es una descripción muy sumaria, pues el realismo cobija versiones muy diferentes. Pero seguramente la mejor expresión literaria del realismo pueden encontrarla en Tucídides, concretamente en el célebre diálogo de los melios que relata en el libro V de su Historia de la Guerra del Peloponeso (Libro V, 85-113). En ese episodio los atenienses mandan una flota de guerra para convertir en ciudad vasalla a la isla de Melos (o Milo), que pretendía mantenerse neutral. Los mandos atenienses presentan a los isleños la alternativa de someterse o sufrir terribles represalias si se niegan, sin disfrazar lo que proponen con discursos bonitos o decorativos acerca de lo que es justo, que consideran una pérdida de tiempo o distracción inútil. Lo que sugieren a sus interlocutores es atenerse a la realidad que tienen delante, que son las fuerzas en conflicto, pues sería inútil cualquier resistencia. La justicia, según dicen, solo rige cuando hay igualdad de fuerzas entre las partes. Y resume el historiador ateniense la posición del realista con una frase tan dura como espléndida: el poderoso hace cuanto su poder le permite y el débil sufre o acepta lo que le toca. No es casualidad que Hobbes tradujera la historia de Tucídides. 

II

La tercera posición en liza, obviamente, es la de quienes sostienen la teoría de la guerra justa. Atacada por unos y otros, ha sido con frecuencia malentendida, tergiversada, o se la despacha sin más como una vieja doctrina trasnochada, ajena a las realidades de las guerras modernas, cuyo potencial destructivo no tiene parangón. Basta pensar en la amenaza de aniquilación total que encierran las armas nucleares. Seguramente por eso el filósofo Jürgen Habermas descalificaba con pocos miramientos la doctrina de la guerra justa en un artículo reciente, publicado en El País, donde explicaba por qué era el momento de pedir la paz en Ucrania. Este es el pasaje que me llamó la atención: 

“Esta consideración por las víctimas de la guerra explica, por un lado, la abolición del ius ad bellum, el funesto ‘derecho’ de los Estados soberanos a hacer la guerra a su antojo, pero también por qué la doctrina de la guerra justa basada en la ética no ha conocido ninguna forma de restauración, sino que ha sido abolida salvo en lo que respecta al derecho de legítima defensa del agredido.”

Como vemos, el filósofo alemán da por periclitada o “abolida” la doctrina de la guerra justa. No es el único, pues también Jeffrey Whitman se preguntaba hace unos años si la doctrina de la guerra justa no había quedado anticuada u obsoleta. Antes de dar por bueno lo que dice Habermas, quizá convenga entender de qué va esa doctrina. 

Para empezar no es propiamente una teoría, sino que nos referimos con ese rótulo a una amplia tradición de reflexión moral y legal sobre la guerra, donde diferentes versiones se han ido elaborando y modificando a través de discusiones y revisiones a lo largo de siglos. Es habitual situar el origen de la tradición en Agustín de Hipona, aunque sus reflexiones sobre la guerra estén dispersas en diferentes obras, sean fragmentarias y en muchos casos se presten a la interpretación; pero fueron recopiladas y dieron lugar a comentarios por parte de otros autores medievales, el más destacado de los cuales es Tomás de Aquino. Es una reflexión que nunca fue ajena a las realidades de la guerra e históricamente fue cambiando con ellas. A pesar de la diversidad de autores, sin embargo, presenta un grado notable de continuidad: Hugo Grocio comenta a Francisco de Vitoria, quien a su vez discute a Aquino, quien se basa en los textos de san Agustín contra los maniqueos o La ciudad de Dios; por ello podemos hablar de una tradición con un cierto grado de consenso en cuestiones fundamentales.

Pero esa tradición sigue filosóficamente viva. Seguramente el clásico contemporáneo más importante es Michael Walzer, cuyo libro Guerras justas e injustas (1977), se ha convertido en referente ineludible en los debates actuales. También cabe citar a John Rawls, cuyo último libro The law of peoples (1999) sobre los principios que debería ordenar un orden internacional justo, dedica una parte sustancial de lo que llama “teoría no ideal” precisamente a la guerra justa. De hecho, contrariamente a lo que sugiere Habermas, el debate ético en torno a los principios de la guerra justa ha florecido en las últimas décadas con una pujanza intelectual extraordinaria. Cito solo algunos de los autores más destacados, como los filósofos Jeff McMahan, Brian Orend, Allen Buchanan, David Rodin o Helen Frowe; también hay que mencionar a la politóloga Jean Bethke Elshtain, o a James Turner Johnson, seguramente el mayor estudioso de la tradición. Que la literatura al respecto sea tan vasta no parece signo de salud declinante. 

Tampoco es casual que Vitoria o Hugo Grocio figuren como padres del derecho internacional, pues este ha recogido y codificado buena parte del legado de esa tradición, como prueban las normas del derecho humanitario. Uno de los errores a la hora de abordar la tradición de la guerra justa, como ha señalado Turner, es reducirla a los contenidos del derecho internacional sobre la guerra, olvidando que es ante todo una tradición de pensamiento moral y político, no solo legal. Pero hay que reconocer que uno de los frutos de ese legado ha quedado recogido en las normas del derecho internacional. Para estar abolida no está mal.

Si nos centramos en la doctrina, en realidad esta aborda dos grandes problemas en torno a la guerra: por una parte, en qué circunstancias es lícito recurrir a la fuerza y quién tiene autoridad para ello; por otra, de ser lícito, qué límites han de fijarse al empleo de la fuerza por los contendientes, por ejemplo en lo que afecta a la protección de los no combatientes o el tratamiento de los prisioneros de guerra, pues no todo puede estar permitido. De ahí que se divida tradicionalmente en dos partes, el ius ad bellum y el ius in bello, relativamente independientes, pero no del todo. Una de las contribuciones más interesantes de la literatura reciente ha sido desarrollar como tercera parte el ius post bellum, que se ocuparía de las condiciones de una paz justa, la responsabilidad por crímenes de guerra y su persecución penal, o las compensaciones a causa de la guerra, entre otros asuntos. La idea central en todo caso es que la guerra solo puede ser justa cuando está sujeta a fuertes condiciones restrictivas, tanto en lo que respecta a las razones que la justifican como al modo de hacerla.

Sorprende por eso la mención del ius ad bellum que hace Habermas en el texto citado como un supuesto “derecho de los Estados a hacer la guerra a su antojo”, cuando se trata de lo contrario. Bajo el rótulo del ius ad bellum los teóricos desarrollaron una serie de principios para examinar bajo qué supuestos es lícito emprender la guerra, con objeto de restringir las circunstancias en que hay justificación para ello. Entre esos principios están los de justa causa, autoridad legítima, recta intención, último recurso en caso de necesidad y proporcionalidad. Es importante ver que estos principios no funcionan como una especie de checklist, ni reglas que se aplican de forma mecánica, sino que requieren de un juicio prudente a la hora de evaluar las circunstancias de cada caso; si algo no se les escapaba a los clásicos, es la existencia de casos difíciles o inciertos. Ahí se advierte también la impronta aristotélica en la tradición. 

Por resumir el ius ad bellum, para que una guerra sea moralmente lícita, no basta con que la declare una autoridad legítima, sino que ha de contar con una justa causa, pues ha de emprenderse con el propósito de poner remedio a una injusticia de enorme gravedad, usando la fuerza solo en caso de necesidad como último recurso. Tales criterios excluyen por supuesto el afán de conquista de nuevos territorios, de gloria o la explotación de recursos materiales, pero también las cruzadas ideológicas, como explicó Vitoria, ya se trate de expandir la verdadera fe o la democracia. 

El punto crucial está en la causa justa, es decir, qué clase de injusticia es tan grave como para justificar el recurso a la fuerza. El caso paradigmático de injusticia a la que es lícito responder con la fuerza es la defensa propia frente a un agresor, pero también la defensa de un tercero frente a un agresor más fuerte, lo que se aplica perfectamente al caso de Ucrania. Por lo demás, la ayuda a la víctima agredida, como la legítima defensa, ha de ser calibrada prudentemente de acuerdo con los requisitos de necesidad y proporcionalidad. No sin que haya discusión en las discusiones éticas, hay un consenso contemporáneo bastante amplio en torno a este supuesto de la legítima defensa frente a un agresor, junto con la defensa de las víctimas de graves violaciones de derechos humanos. A esta teoría de la agresión como injusticia que justifica la guerra la ha denominado Michael Walzer “paradigma legalista”, pues viene a coincidir básicamente con el derecho internacional, que reconoce el derecho a la legítima defensa como un “derecho inherente” de los Estados.

Pensemos por ejemplo que la Carta de Naciones Unidas, sobre la que se funda el orden internacional, condena expresamente la guerra, estableciendo como excepción la legítima defensa. Por eso en la reciente resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre la paz en Ucrania se afirma que, a la vista de las desastrosas consecuencias humanitarias y las gravísimas violaciones de derechos humanos que ha provocado la agresión rusa, es necesario alcanzar cuanto antes una paz justa y duradera, pero puntualiza que esta solo es posible dentro del respeto por los principios de la Carta de Naciones Unidas. Entre esos principios del derecho internacional figuran la prohibición taxativa de emplear la fuerza contra la independencia o la integridad territorial de otro Estado (la agresión) y que cualquier adquisición o expansión territorial por medio de la fuerza es ilegal, por lo que no puede ser reconocida por la comunidad internacional. Ex injuria jus non oritur, que reza el aforismo clásico.

Además se reclama en la resolución el respeto por las normas del derecho humanitario, en lo concerniente al tratamiento de prisioneros de guerra o los ataques contra las infraestructuras civiles. Y para finalizar exige la retirada inmediata y completa de todas las fuerzas militares rusas del territorio de Ucrania, dentro de sus fronteras reconocidas internacionalmente, y reafirma su compromiso con la independencia e integridad territorial del país agredido en consonancia con los principios de la Carta de Naciones Unidas. Los principios y normas para los que la resolución pide respeto son familiares para cualquiera que conozca la teoría de la guerra justa, como indiqué antes.  

De esto último trata el ius in bello, una parte relativamente autónoma de la doctrina de la guerra justa, aunque sobre eso hay bastante discusión en nuestros días. Me refiero a que, con independencia de si la causa es justa o no, todos los combatientes han de respetar ciertas restricciones y límites en cuanto al modo de llevar a cabo la guerra. Aquí los principios fundamentales tienen que ver con la proporcionalidad de los medios empleados, sopesando bienes y males en cada caso, pero sobre todo la idea de la obligación moral de discriminar entre combatientes y no combatientes, pues solo los primeros son blancos legítimos de ataque. Este es uno de los temas fundamentales de la tradición de la guerra justa, la protección de los inocentes o “la inmunidad de los no combatientes”. 

Pensemos por ejemplo en lo que está sucediendo en la guerra de Ucrania, donde hospitales, escuelas y zonas residenciales están siendo bombardeadas por los rusos. Como decía la resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas antes citada, ello constituye una violación flagrante de las normas del derecho internacional humanitario, recogida por ejemplo en las Convenciones de Ginebra. Pues bien esas normas que imponen límites a los contendientes en lo que se refiere a la protección de la población civil o el tratamiento que se dispensa a los prisioneros de guerra, prohibiendo ejecuciones, torturas o malos tratos, son una parte fundamental del legado de la tradición de la guerra justa, codificada en el derecho internacional. Lejos de estar abolida, parece más necesario que nunca recordar que está vigente.  

III

Para terminar quisiera volver al ius ad bellum, pues es aquí donde se plantea la discrepancia insalvable entre el teórico de la guerra justa y el pacifista. Frente al realismo, ambos comparten la convicción de que la guerra, como cualquier actividad humana, no puede escapar al juicio moral; más aún cuando las decisiones y actos de los contendientes causan muerte y destrucción. El hecho mismo de que los agresores disfracen lo que hacen bajo falsos pretextos pone en evidencia que la guerra nunca ha sido, ni puede ser, un espacio exento de moralidad. Para el pacifista, sin embargo, la guerra no puede ser lícita bajo ningún supuesto, como veíamos, por lo que su condena moral es absoluta e incondicional. 

Es verdad que hay pacifistas de muy diverso pelaje, como hay quienes se hacen pasar por tales sin serlo, como se ha visto en la discusión sobre Ucrania. Como posición de principio, el pacifismo está abierto a objeciones serias, pues no es tan fácil justificar ese rechazo incondicional. Hay argumentos que no funcionan, como los de corte consecuencialista, que abundan entre quienes se oponen a la asistencia militar occidental al país agredido. Según este tipo de argumento, los costes humanitarios de la guerra son siempre mayores que el bien de luchar por una buena causa. Lo discutible está en el “siempre”, pues del cálculo de las consecuencias no puede salir nunca una condena incondicional; dependerá de las circunstancias de cada caso bélico.

La objeción clave tiene que ver con aquellas situaciones en las que el defensor de la guerra justa considera legítimo recurrir a la fuerza: ¿sería mejor un orden internacional donde los agresores triunfaran sin encontrar resistencia por parte de sus víctimas o de terceros, donde el precio de la paz fueran las peores violaciones de derechos y la injusticia? Porque renunciar a enfrentarse al agresor con una fuerza efectiva es dejar que triunfe el mal, abandonando a su suerte a las víctimas. La resistencia puede ser no violenta, suelen argüir los pacifistas, como la desobediencia civil, las huelgas, protestas, boicots, etcétera. Pero hay motivos para dudar de su efectividad. Esta dependerá en el mejor de los casos de los escrúpulos del agresor y no funcionará cuando está dispuesto a adoptar las represalias más brutales. Como señaló en su momento George Orwell, Gandhi se enfrentó a los británicos, no al Tercer Reich.

Se dice que el idealismo del pacifista no es de este mundo, pero curiosamente la búsqueda de la paz a cualquier precio puede llevarlo muy cerca del realista, al imperio irrestricto de la fuerza. Los clásicos de la guerra justa, en cambio, sabían muy bien que la paz puede rivalizar en crueldad e injusticia con la guerra (La ciudad de Dios, Libro III, XXVIII). Por eso no dudaban de la licitud del recurso a la fuerza bajo supuestos bien tasados ni de la necesidad de restringirlo todo lo posible. Con todo, contrariamente a lo que a veces se dice, hay poco de celebratorio en la tradición de la guerra justa. Es importante destacarlo. Agustín de Hipona, a quien por lo general se tiene por el fundador de la tradición, marcó bien el tono de esta cuando dijo que cualquier persona sensata deplorará “el hecho de tener que reconocer la existencia misma de guerras justas” (ibid. Libro XIX, cap. VII).

Referencias

Frowe, Helen (2016 2ª ed.) The Ethics of War and Peace. An Introduction. London: Routledge.

Habermas, Jürgen (2023) ‘Por qué este es el momento de negociar la paz’, El País 19 de febrero

Johnson, James Turner (1984) Can Modern War Be Just? New Haven: Yale University Press.

McMahan, Jeff (2009) Killing in War. Oxford: Oxford University Press.

Orend, Brian (2006) The Morality of War. Peterborough: Broadview Press.

Rawls, John (1999) The Law of Peoples (with the Idea of Public Reason Revisited). Cambridge (Mass.): Harvard University Press. 

Johnson, James Turner (1984) Can Modern War Be Just? New Haven: Yale University Press.

Walzer, Michael (1977) Just and Unjust Wars. A Moral Argument with Historical Illustrations. New York: Basic Books.

Whitman, Jeffrey P. (2013) ‘Is Just War Theory Obsolete?’, en Routledge Handbook of Ethics and War (Fritz Allhoff, Nicholas G. Evans and Adam Henschke eds.). London: Routledge, pp. 23-33. 

+ posts

Es doctor en filosofía y profesor de filosofía moral en la Universidad de Málaga.


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: