“Un muerto es una tragedia, un millón de muertos es una estadística”. Quizá Stalin no pronunció esta frase que se le atribuye, pero la asumía con naturalidad. Si el costo de su “ideal” era la muerte de millones de personas, siempre estuvo dispuesto a pagarlo. Eso suele pasar con los ideales abstractos: sacrifican personas concretas.
Ningún régimen o gobierno provocó la irrupción de la covid-19. Pero la responsabilidad histórica no se agota en la causa: atañe también al manejo de la enfermedad. Y ahí las diferencias entre el gobierno mexicano y la mayoría de los países son abismales. La covid-19 ha cobrado la vida de más de cien mil personas en la cuenta oficial (la cifra real que dan fuentes confiables es del triple). ¿Cuántas podrían haberse salvado con un manejo distinto? No lo sabemos, tal vez una. Pero esa vida valía la pena. Esa muerte, lo mismo que cada unidad en la estadística, es una tragedia.
Los expertos internacionales han señalado la eficacia de la respuesta en los países asiáticos, donde existe una antigua y muy arraigada cultura de ayuda mutua. También han encomiado a Nueva Zelanda o Uruguay, donde la cultura cívica ha contribuido a domar el virus. Todos conocemos las reglas elementales: uso de cubrebocas, mantenimiento de una sana distancia, diagnóstico temprano de la infección y detección de posibles contactos, precaución especial con personas de la tercera edad o con condiciones previas de vulnerabilidad, precisión y transparencia en el suministro del equipo y los tratamientos.
Aunque varios gobiernos estatales (incluido el de la Ciudad de México) han intentado cuidar algunos de estos lineamientos, la actitud del gobierno federal a todo lo largo de este calvario ha sido dolorosamente irresponsable. El ciclo comenzó antes, con la supresión del Seguro Popular, la múltiple afectación (presupuesto, medicinas, equipo) a las instituciones de salud pública, la disrupción de cadenas de distribución, todo bajo el criterio de un “borrón y cuenta nueva” que no consideró las consecuencias prácticas de esas medidas, ni siquiera en casos extremos como los niños con cáncer. Ya declarada la pandemia, desde la mayor tribuna nacional se desestimó la peligrosidad del virus, se desalentó en un principio –y jocosamente– la sana distancia, se desechó casi por completo el método de las pruebas y el rastreo de contagios. Las enfermeras y los médicos son los héroes de este tiempo aciago, pero de haber contado con condiciones adecuadas para cumplir su trabajo no habrían tenido que llegar a ese extremo. Su lealtad al juramento hipocrático –”ante todo, no hagas daño”– contrasta con el cinismo de la mayor autoridad sanitaria, un médico que ha supeditado el valor superior de la salud al interés personal de la política.
La solidaridad ante la desgracia es una virtud del pueblo mexicano, probada en plagas, terremotos, inundaciones. ¿Por qué el presidente, a quien un amplio sector de los mexicanos (sin duda el más vulnerable) ve como su guía moral, no utilizó la palabra y el ejemplo para convocar a la solidaridad expresada en el cumplimiento –hasta donde era posible– de algunos lineamientos? Nadie ha pedido milagros. Millones de personas no han tenido otra alternativa que salir a la calle a ganar el pan, con riesgo de sus vidas. Pero una orientación presidencial les habría ayudado a sobrellevar y a esquivar el peligro. Y a sentir consuelo.
Hace unos días me enteré de una escena. A la pregunta de por qué no usaba cubrebocas, un trabajador humilde contestó: “Porque el presidente no lo usa y hasta dice que no es necesario”. Dijo más: que imponerlo sería un acto autoritario. ¿Quién habla de imponerlo? ¿En qué sentido sugerir firmemente el uso de cubrebocas podría mermar la libertad personal? ¿Era mucho pedir que el presidente y su vocero aparecieran usando cubrebocas y explicasen esa y todas las reglas elementales de precaución ante la covid-19?
El gobierno ha desdeñado la evidencia científica internacional y hasta el testamento explícito de los eminentes doctores Mario Molina y Guillermo Soberón. Por un tiempo, “el inhumano poder de la mentira” (Pasternak) logrará prevalecer. Pero, si nada cambia, la historia –guiada por el buen juicio y el alud de información objetiva que tendrá a la mano– emitirá un dictamen severo sobre la grave responsabilidad del régimen en la mayor tragedia sanitaria de la historia contemporánea de México.
Los hechos son irreversibles pero el futuro no. El invierno puede ser devastador. El presidente debe recapacitar.
Publicado en Reforma el 29/XI/2020.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.