Imagen: I.A.

La América joven

Entre los jóvenes, la tradición de la rebeldía de izquierdas y la búsqueda de soluciones en el conservadurismo están pesando más que la creatividad política de cara al futuro.
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Cuarta entrega de la serie Buscando América.

¿En qué anda la América joven? Una ilusión muy popular es que la juventud –convencionalmente los menores de treinta y cinco años– es “progresista”, por lo que comparte aspiraciones y visiones propias del alumnado de izquierda presente en la educación superior. En lugar de generalizar, habría que tomar en consideración a la amplia franja integrada en la economía informal, la que ha migrado masivamente, la que sobrevive en la empresa privada o el sector estatal con empleos de mayor o menor calificación, y al grupo que se decanta por emprender. También a quienes ejercen las llamadas profesiones liberales como la medicina, el derecho y la ingeniería, perfectamente conscientes de que el bienestar logrado por sus padres y abuelos requiere hoy de esfuerzos mayores.

Los jóvenes migrantes, de diversas tendencias políticas, si es que participan claramente de alguna, han abandonado sus naciones, lo cual puede tener efectos despolitizadores. Los jóvenes pastores evangélicos pentecostales, por su parte, quieren disolver la separación de la iglesia y el Estado para poner orden en las satánicas intenciones de la izquierda, dispuesta a convertirnos a todos y todas en pervertidos, asesinos de infantes y feministas enloquecidas. Las madres adolescentes abandonan la escuela y prolongan la estela de la pobreza; algunos varones encuentran en el crimen organizado un escape de su destino por la vía del consumo, mientras otros se entregan a toda suerte de emprendimientos y trabajos precarios. Por supuesto, existe una juventud tecnocrática y acomodada que no comprende, o comprende poco, a sus países ni tiene una visión de nación, como algunos de sus antecesores.

Se puede argumentar, con cifras sólidas, que el voto de izquierda es más frecuente entre los jóvenes; no obstante, esto no quiere decir que se sufrague respondiendo a las mismas razones. El presidente Lula Da Silva, por ejemplo, ha negociado con las amplias bases evangélicas haciendo concesiones respecto al aborto, en la misma estela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, acción que hace tambalear la separación entre la iglesia y el Estado. El milenial Nayib Bukele, cercano en el pasado al izquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, tiene una popularidad enorme porque arrasó con el crimen organizado con métodos ajenos a los derechos humanos, políticas que se le atribuyen a la derecha. En definitiva, el sufragio juvenil por la izquierda puede tener motivaciones estrictamente económicas o también relativas a temas de seguridad personal; no coincide necesariamente con el interés por temas de inclusión, tan caros a un amplio sector de la juventud universitaria actual.

No olvidemos, además, la existencia de un amplio espectro “progresista” que oscila entre un claro iliberalismo –al estilo de las conservadoras izquierdas cubana, nicaragüense y venezolana, machistas y antiLGBTQ–, el más atemperado espíritu antiyanqui de las facultades de ciencias sociales y humanidades, donde el pensamiento decolonial compite o se complementa con la todavía muy viva influencia postestructuralista y filomarxista, los afanes de inclusión de la centroizquierda de ascendencia socialdemócrata presente en los partidos políticos y la presencia de las organizaciones de la sociedad civil. En este espectro hay que incluir a una izquierda iliberal sui generis, muy bien representada en el partido español Podemos, que no tiene idea de qué hacer con la economía, aparte de denostar el “neoliberalismo”, para mejorar las condiciones de vida, pero sí pelea por la llamada “Ley Trans”. Esta variante tiene fuerza en el liderazgo joven que le ha dado la espalda a la centroizquierda, tal como se manifestó en Chile durante la anterior Asamblea Constituyente, cuya propuesta constitucional fue rechazada.

Da la impresión de que la izquierda juvenil en América se ha decantado en mayor o menor grado por las identidades, manifestando una clara influencia estadounidense: las luchas feministas, el activismo LGBTQ y la raza son centrales. Las causas identitarias se imponen en redes sociales y manifestaciones juveniles a las reivindicaciones sociales, aquellas que alentaron a la izquierda durante mucho tiempo, salvo el caso de la gratuidad de la educación superior.

Es posible que detrás de la retórica anticapitalista puede esconderse una tácita aceptación de que la economía de mercado provee de bienes y servicios mejor que cualquier otro sistema de producción, por lo cual las identidades pueden unificar a la juventud educada en una buena causa que no toca demasiado el consumo, la más preciada joya de nuestra era. La gratuidad de la educación y la preservación de cierto consumo con mayor o menor responsabilidad parecieran claves al calibrar las protestas juveniles en América Latina, en especial las de Chile y Colombia, muy distintas a las venezolanas, cubanas y nicaragüenses por cuanto en estos países los jóvenes han luchado por una mínima supervivencia, luego de que la educación gratuita naufragara en medio del autoritarismo y las pésimas gestiones económicas de estas dictaduras de izquierda.

Mi generación se equivocó al no profundizar las conquistas de la democracia liberal, el régimen político detrás de la absoluta mayoría de los primeros treinta países con mayores índices de bienestar, transparencia y respeto a los derechos humanos en el mundo. La experiencia de perderla es demoledora: como decía Vaclav Havel, el líder de la resistencia y primer presidente postcomunista de la otrora Checoslovaquia, los que denostan de los derechos humanos es que no saben lo que significa vivir con su absoluta ausencia en la política nacional. Superado el fiasco revolucionario como vía de solución radical de la pobreza y la exclusión, el horizonte de la América convencionalmente llamada latina, debería ser una democracia de inspiración liberal cuya creatividad para resolver la pobreza no se resolviera con soluciones clientelares, las cuales no deberían satisfacer a una juventud justamente crítica respecto a democracias en las que las noticias de corrupción, pobreza e inseguridad personal son las más frecuentes.

En todo caso, la victoria de la derecha más conservadora en Chile y en Brasil, cuando Bolsonaro llegó al poder, es un aviso para la juventud universitaria: el aborto, los derechos para la población LGBTQ y las reivindicaciones de los sectores indígenas y afrodescendientes no están en el radar mayoritario, ni siquiera entre las y los directamente interesados. La promoción de estas causas, repito, ha tenido más éxito en las democracias liberales, a través de reformas legales, consensos y cambios en las costumbres. Cuando oigo a los jóvenes hablar despectivamente de “la blanquitud” y aferrarse a las invenciones de campus estadounidenses al estilo de “privilegio blanco”, no tengo más remedio que aceptar las palabras de David Rieff: se les olvidó la clase social. La pobreza une más que el color de piel a la hora de hacer política. En América, la instrumentación de las diferencias raciales de indígenas y afrodescendientes con respecto a la población que se considera mestiza no triunfa masivamente; en cambio, llegan más lejos las luchas comunes en el marco del Estado-nación. La diferencia cultural es importante si es factor de cohesión en la lucha por mejorar las condiciones de vida; si no, se convierte en una esencialización de aquellos rasgos que sirvan mejor al liderazgo en un momento dado: por ejemplo, la preservación del patriarcado y la heteronormatividad en nombre de la batalla contra el colonialismo.

La izquierda universitaria dice “todes” pero no exige un replanteamiento de la economía desde la ciencia y la tecnología. Protesta, en los países en los que es preciso, por la gratuidad de la educación como un acto de magia, olvidando que los europeos la tienen porque pagan impuestos. Se entrega a causas encomiables –que comparto como feminista y activista lésbica– relativas al acoso sexual, los feminicidios, el racismo, la disponibilidad del aborto y los derechos LGBTQ, pero olvida que los sectores más pobres no tienen una participación masiva en estos temas. De hecho, los movimientos de base con vocación de izquierdas poseen un alcance limitado frente a las organizaciones evangélicas, el crimen organizado y el populismo de cualquier signo ideológico.

La tradición de la rebeldía de izquierdas y la búsqueda de soluciones en el conservadurismo están pesando más que la creatividad política de cara al futuro. La falta de imaginación de los liderazgos emergentes para entender lo que significan la ciencia y la tecnología en esta era sin precedentes no promete nada bueno en cuanto a las necesidades de los más débiles, los que perderán el trabajo, los que no sabrán “reinventarse”.

Pero no soy pesimista, al contrario. Estoy convencida de que hay jóvenes plenamente conscientes de lo que ocurre, que saben muy bien que Gabriel Boric y Nayib Bukele no son las únicas opciones para el liderazgo emergente del continente, aunque funcionan como ejemplo de lo posible y lo imposible.

Así como en la posguerra europea la conciencia del horror vivido tuvo realizaciones colectivas que produjeron un salto cualitativo en muy diversos órdenes, los retos del cambio climático y de la actual revolución tecnológica podrían servir de acicate para la generación más consciente de estos retos de la historia del continente, siempre y cuando se alejen de los extremos políticos, las soluciones fáciles y las rebeliones posadas. La América joven tiene la posibilidad de superar a sus ancestros si renueva en democracia y crea instituciones fuertes y flexibles. De lo contrario, la agreste senda de los populismos seguirá y nos condenará a la irrelevancia y el caos. ~

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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