Hacia una sociedad punitiva. Cómo abonamos el camino de los demagogos

Nos sumamos fácilmente a la opinión mayoritaria, nos reforzamos en el sentimiento de agravio y deseamos “castigar más” al culpable. En su forma más abyecta es el mecanismo que subyace en la formación de las turbas.
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Una de las lecciones más interesantes del “procés” ha sido constatar que, cuando los sentimientos compartidos por un grupo de personas perduran el tiempo suficiente, no importa si se fundamentan en hechos imaginarios, incompletos o falseados, porque las consecuencias serán reales.

Esa realidad, además, será amplificada si los hechos que supuestamente originaron el sentimiento compartido tienen carácter ofensivo. Nos sumamos fácilmente a la opinión mayoritaria, nos reforzamos en el sentimiento de agravio y deseamos “castigar más” al culpable. En su forma más abyecta es el mecanismo que subyace en la formación de las turbas.

Estos días, mientras numerosas personas mostraban su enfado y rechazo en las calles, hemos leído y escuchado cosas como estas:

España es un país de violadores, de hecho es el destino vacacional que deberían elegir, porque pueden violar impunemente. El sistema judicial odia a las mujeres, los jueces no tienen formación de género y no pueden aplicar las leyes que nos afectan. La sentencia es pura prevaricación. Todas estamos en peligro. La libertad provisional es un recorte a la libertad de la mitad de la población. Los acusados deben seguir en prisión provisional porque la “alarma social” así lo demanda. Se los ha liberado durante el mundial de fútbol porque así estaríamos distraídos [el sistema] no se enteran de nada. Si sus clientes son finalmente condenados, ¿pedirá usted perdón? [pregunta realizada a un abogado defensor].

Todas esas ideas han sido vertidas por periodistas, los gatekeepers del sistema, que se han sentido apelados por la indignación de muchos ciudadanos tras la puesta en libertad provisional de los integrantes de la Manada.

Decía Hannah Arendt en Verdad y Política: “Lo que convence a las masas no son los hechos, ni siquiera los hechos inventados, sino solo la consistencia del sistema del que presumiblemente forman parte”. Y añadía: “si la prensa alguna vez llegara a ser de verdad el cuarto poder tendría que estar protegida del poder del gobierno y la presión social incluso más que el poder judicial.” ¿Cómo podemos protegerla de la presión social si ella misma se lanza a liderarla?

Otro aprendizaje obtenido del análisis del procés es ver cómo se produce lo que los expertos denominan “outbidding” o sobrepuja. Cuando se inició la carrera hacia el separatismo, los grupos y agentes sociales tenían incentivos para sumarse. Compitieron por ser el más y mejor: temían quedarse descolgados. En esos momentos decir algo en contra del “sentimiento” era penalizado socialmente y tenía repercusión en las encuestas. Esa loca carrera acabó en una deslegitimación sistemática de las instituciones comunes, de la democracia, del sistema parlamentario y del sistema judicial. Una negación, al fin y al cabo, de la posibilidad de mejoras incrementales.

El cuarto poder fiscaliza a los otros tres, pero ¿qué sucede cuando no se fiscaliza a sí mismo? Este asunto resulta realmente perturbador porque, al igual que sucedió en Cataluña, el sentimiento está impregnando diversos aspectos de la vida pública y privada. Y al igual que sucedió entonces, no importa tanto la verdad como lo que un número suficiente de personas sienta sobre lo sucedido. En ese estado de ánimo, en ese momentum, es donde el periodismo juega un papel decisivo y delicado.

Cuando periodistas reputados, cuyo trabajo consiste en transmitir información veraz, opinan a título individual sus ideas entran como un cuchillo caliente en la mantequilla. Si esas ideas están basadas en hechos sin contrastar, en información defectuosa o en falsas premisas, el daño causado es importante, no solo por la dimensión de su audiencia sino por la facilidad con que los creemos. En esas opiniones no se disiente de una decisión concreta, sino que se acusa de un vicio, de nuevo, a las instituciones y se renuncia a la búsqueda de una explicación alternativa a la maldad del sistema, jueces, abogados defensores e incluso procuradores. Rechazamos las garantías que hemos levantado y volcamos la culpa en los que decidimos que debían protegernos de nosotros mismos y nuestras pasiones: el derecho, la ley y los jueces.

No son tanto los aspectos jurídicos y procedimentales del asunto lo que veo urgente explicar (nadie los explica tan bien como Miguel Pasquau). Sus palabras, aunque necesarias, no sé si llegarán a los que están convencidos de que la sentencia y la decisión de libertad provisional es la prueba de la maldad del sistema. Tampoco sirvió el trabajo minucioso de Las cuentas y los cuentos de la independencia explicando las falacias económicas en las que se apoyaba el proceso independentista. El clima ya estaba creado y se respiraba como algo natural.

Los argumentos sosegados no ganan estas batallas aunque sean imprescindibles para que tenga sentido lucharlas. Es inevitable ver rasgos comunes en la forma que el sentimiento popular se está canalizando. Ningún político dejará de hacer su guiño de comprensión, de anunciar endurecimientos de penas, de prometer la eliminación de beneficios o de inventar la Fiscalía si es preciso, porque sería instantáneamente penalizado. Los partidos políticos serán premiados o castigados por sus votantes. Si para entonces nuestras leyes han retrocedido en garantías y son más implacables será porque así lo habremos reclamado, pero nadie deshará el trabajo imprudente ni cumplirá la imprescindible misión del periodismo si éste, como decía Zweig, se suma al “dopaje de la emoción”, a esa excitación de las emociones que tantas veces ha culminado en miedo y odio descontrolado.

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Elena Alfaro es arquitecta. Escribe el blog Inquietanzas.


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