A finales de 2024, el Gobierno español anunció su propósito de conmemorar el cincuenta aniversario de la muerte de Francisco Franco. Y no sería una celebración discreta: el presidente, el socialista Pedro Sánchez, anunció la organización de más de un centenar de actos a lo largo de 2025 bajo el lema “España en libertad”. Para los defensores de la iniciativa, aquello se justificaba en un contexto de -y como respuesta al- auge de la derecha radical. Era necesario, argumentaban, explicar a las nuevas generaciones lo que había sido el franquismo, para disuadirles de apoyar opciones autoritarias.
Otros sectores criticaron aquella iniciativa. Se señaló que la etapa democrática –la “libertad” que supuestamente se conmemoraba– no había comenzado con la muerte del dictador, sino con la aprobación de la Constitución de 1978, o con las elecciones a Cortes constituyentes en 1977, o con el referéndum de la Ley de Reforma Política que volvió irreversible el proceso transicional en 1976. No, en cualquier caso, con el deceso del dictador en 1975, cuya única consecuencia inmediata fue su sustitución como jefe de Estado por el rey Juan Carlos I. Lo improvisado y forzado de aquella conmemoración dejaba traslucir su intencionalidad política: se intentaba desviar la atención de la debilidad parlamentaria del Gobierno –una inestable coalición de izquierdas apoyada por nacionalistas subestatales, o de las causas judiciales y las acusaciones de corrupción en las que este se hallaba inmerso. Para los defensores del Gobierno, estas críticas solo eran subterfugios que mostraban hasta qué punto las derechas españolas seguían siendo incapaces de distanciarse de la dictadura.
De esta manera, el cincuentenario de la muerte de Franco ha mostrado hasta qué punto la relación con el pasado sigue siendo una fuente de polémicas en España. Lo llamativo es que esto se produce cuando han transcurrido más de veinte años desde la irrupción de las controversias por la “memoria histórica”: fue a finales de 2004 cuando el Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero creó una comisión sobre las víctimas de la Guerra civil, iniciando un proceso que culminó en 2007 con la aprobación de la Ley de Memoria Histórica. Unas controversias en torno al legado de la Segunda República, la Guerra civil, la dictadura franquista y la Transición que en ciertos momentos han alcanzado una enorme intensidad y han llegado a monopolizar el debate público.
Cuando se hace un balance de las “guerras de memoria” en España sobresale, por tanto, la sorprendente duración de las mismas. Si en algún momento de los años 2000 se pensó que estas polémicas conducirían a un nuevo consenso, las dos últimas décadas han mostrado lo equivocado de aquella suposición. Esto no significa que las controversias se hayan mantenido siempre en los mismos términos: la aparición de Podemos y luego de Vox como actores importantes de la política española, por ejemplo, afectó a algunos aspectos del debate. Pero sí ha habido muchos argumentos recurrentes y muchas cuestiones –como la posibilidad de establecer un único relato oficial sobre el pasado, o la explicación de las causas de la Guerra civil– sobre las que aún persisten serios desacuerdos. La duración de la polémica resulta aún más llamativa si tenemos en cuenta que España ha cambiado mucho en estas dos últimas décadas, con episodios como la crisis económica y política iniciada en 2008 o el proceso separatista catalán que culminó en 2017. El país cambia, pero estos debates permanecen. Parece claro, en fin, que hay algo autosuficiente en las polémicas de la memoria histórica, algo que las vuelve inagotables.
Se podría argumentar que esto no sorprende, dado que estas controversias aluden al episodio más traumático de la historia reciente de España, la Guerra civil de 1936-1939. Y también a la dictadura que gobernó España durante los siguientes cuarenta años. Unas etapas históricas que siguen vivas en la memoria personal y/o familiar de millones de españoles. Pero esto no es todo. Las polémicas de la “memoria histórica” también afectan al momento fundacional de la democracia española: esa Transición que, en la segunda mitad de los años setenta, desmanteló la dictadura y alumbró un sistema democrático. Un proceso que durante décadas –y con muy buenas razones– fue presentado como ejemplar.
Las reivindicaciones de la “memoria histórica”, sin embargo, cuestionaban aquello al plantear que la nueva democracia se había construido sobre unas políticas de memoria insuficientes. Algunos sectores iban más allá al argumentar que la democracia partía de la impunidad de las élites franquistas y de un “pacto del olvido” que habría bloqueado el conocimiento del pasado, dos aspectos que se debían corregir. Las exigencias de declarar nulas e ilegítimas muchas sentencias dictadas por el orden jurídico franquista también chocaban con el hecho de que la Transición se había hecho “de la ley a la ley”. Esto, que se reivindica como positivo en los relatos favorables de la Transición, adquiere connotaciones distintas si esa “ley” originaria es declarada ilegítima: ¿acaso quedaría contaminada, por extensión, la “ley” de llegada?
Es interesante plantearse si todo esto pudo haber sido de otra manera. Es decir, si la revisión de las políticas de memoria se podría haber planteado sin refutar –o sin que pareciese que se refutaba– algunas de las premisas básicas de la Transición. Al fin y al cabo, en los años ochenta se aprobaron sin gran polémica varias medidas reparadoras, como las pensiones a mutilados y militares del bando republicano o las indemnizaciones a quienes sufrieron prisión en los supuestos contemplados por la Ley de Amnistía de 1977. ¿Podría, por ejemplo, haberse desarrollado dentro del mismo marco la reivindicación de apertura de las fosas en las que yacían muchos fusilados de la guerra –un aspecto muy importante de los debates de mediados de los 2000–? Quién sabe. El caso es que el cambio en la manera de enfocar las políticas de memoria se produjo, y que los debates posteriores no han logrado deslindar la evaluación de la guerra y la dictadura de la evaluación del proceso transicional. Y, por tanto, de la legitimidad de la democracia a la que dio paso.
Memoria de las polémicas sobre la memoria
Todo este debate podría verse como algo positivo, al menos en lo que respecta al conocimiento que la sociedad española tiene de su pasado. Las controversias han provocado un enorme interés por el siglo XX español. El volumen de investigaciones, ensayos, novelas, películas, obras de teatro, artículos… sobre los distintos aspectos de la Segunda República, la Guerra civil y la dictadura franquista de las dos últimas décadas es realmente abrumador. El problema –uno de ellos, al menos– es que esta producción ha ido acompañada a menudo de acusaciones de mala fe. Los argumentos desplegados y las investigaciones históricas que los sustentarían no serían el resultado sincero de un intento por comprender el pasado, sino meros subterfugios para avanzar una agenda política. Estas acusaciones conducen a que la enorme producción recién referida no indique un diálogo constructivo; más bien encaja en la polarización tan presente en las sociedades actuales.
También es llamativo hasta qué punto las polémicas de la memoria han generado una memoria de sí mismas. A estas alturas, los debates sobre el pasado reciente no remiten solo a lo que habría ocurrido en los años treinta o cuarenta; también aluden a cómo se habrían desarrollado esos mismos debates en los años 90, 2000 y 2010. En los sectores que han sido más críticos con las iniciativas de memoria histórica, por ejemplo, se considera que estas fueron planteadas por las izquierdas cuando estaban a punto de perder el poder o cuando ya se encontraban fuera de él; todo como manera de deslegitimar o colocar a la defensiva a una derecha que, a través del Partido Popular, había llegado al poder en 1996 y había obtenido una mayoría absoluta en el año 2000.
Esa interpretación de un origen espurio de la controversia luego se va proyectando sobre los sucesivos episodios de las mismas. Todo formaría parte de un mismo proceso, pero no uno iniciado en los años treinta, sino uno que arrancaría en los noventa: el presunto uso del pasado por parte de las izquierdas en su pugna electoral contra las derechas. Del mismo modo, esas izquierdas han desarrollado una memoria de las resistencias planteadas por una derecha que se negaría –en su opinión– a romper con el franquismo. Así, las polémicas de la memoria histórica han ido cobrando un aspecto autorreferencial: su desarrollo se ve afectado por la memoria de las etapas anteriores. Una memoria que, también en este caso, está escindida.
¿Pasado nacional, memoria regional?
Hay que destacar también la progresiva regionalización de las políticas de memoria. Porque las iniciativas legislativas no han correspondido únicamente al Congreso de los Diputados o a los Gobiernos nacionales. A la altura de 2023, 13 de las 17 comunidades autónomas españolas tenían leyes de memoria propias. Una proliferación sorprendente, dado que los episodios y las etapas históricas a los que se alude se produjeron a escala nacional, incluso si tuvieron manifestaciones específicas en los distintos territorios –como por otra parte ocurre en cualquier acontecimiento o proceso histórico–.
En cualquier caso, el principal problema de esta regionalización de las leyes de memoria es que ha reproducido y multiplicado las controversias a las que nos venimos refiriendo. Así, los gobiernos regionales de derechas que llegaron al poder tras las elecciones autonómicas de 2023 se propusieron derogar y sustituir las normativas de memoria aprobadas por sus predecesores de izquierdas. Las nuevas normas serán, con toda seguridad, derogadas en cuanto se produzca un cambio de signo político en cada región, siendo sustituidas por leyes que a su vez impugnará la nueva oposición… y todo acompañado del ya habitual tráfago de declaraciones, artículos, manifestaciones, debates, etc.
Tras veinte años de polémicas, por tanto, no se puede decir que asome en el horizonte un nuevo consenso. Más bien se percibe una espiral aparentemente inagotable de pugnas políticas en la que, en cuanto un frente parezca tranquilizarse, otro se intensificará. Uno puede decir que esto no se debe tanto a los debates sobre la memoria histórica como al desarrollo –positivo en algunos casos, disfuncional en otros– del Estado autonómico español. Pero, se mire como se mire, es difícil argumentar que este es un modelo cabal de desarrollo de políticas de memoria. La sociedad española ha tenido mucho tiempo para afinar su relación con los episodios más traumáticos de su pasado; y hay momentos en los que parece que cada vez lo hace peor.
David Jiménez Torres es escritor y profesor de historia contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'La palabra ambigua. Los intelectuales en España (1889-2019)', publicado en 2023 por la editorial Taurus.