Si la diplomacia entre Irán y Estados Unidos fuera una partida de ajedrez, Donald Trump sería el jugador que pierde la paciencia y, de un manotazo, arroja el tablero al suelo. Ese tipo de contrincantes, tarde pero inevitablemente, comprenden al fin que, a pesar de sus acciones, las reglas del juego no se modifican, y que su antagonista sigue en el otro lado de la mesa, esperando.
Abandonar el acuerdo nuclear con Irán es sin duda la decisión más destructiva y beligerante de la actual administración estadounidense. En pocas palabras, Trump echó a la basura la negociación diplomática más exitosa en Medio Oriente de los últimos años.
El acuerdo nuclear, forjado a lo largo de una década en cientos de reuniones bilaterales y multilaterales entre negociadores de Alemania, China, Estados Unidos, Francia, Irán, Reino Unido y Rusia, además de docenas de diplomáticos y técnicos del Organismo Internacional de Energía Atómica de la Organización de las Naciones Unidas, no era bajo ninguna óptica perfecto. Dicho esto, sí era el único modelo regional que acomodaba eficazmente el derecho de los países a desarrollar su propia tecnología nuclear con las exigencias de la no proliferación de armamento nuclear.
Sin entrar a fondo en los aspectos del acuerdo, cuyas minucias y detalles técnicos empujaron en más de una ocasión las negociaciones al borde del quiebre, en 2015, la República Islámica de Irán aceptó confinar rigurosamente su programa nuclear a usos civiles, bajo severa vigilancia internacional, a cambio de la suspensión de sanciones económicas.
En términos llanos, el acuerdo desactivó la “solución militar”, escenario catastrófico que ni siquiera aseguraba la destrucción total de las instalaciones nucleares ni mucho menos el cambio de régimen. Este escenario, puesto que realmente no hay un plan alternativo al acuerdo, vuelve a ser una posibilidad latente.
Irán y el resto de los países involucrados han manifestado que seguirán ateniéndose a las condiciones del acuerdo. No es imposible que así suceda, pero en el mediano y largo plazo, una vez que las sanciones económicas se reanuden (sobre todo las que restringen el acceso al sistema financiero estadounidense a las compañías, cualquiera sea su nacionalidad, que sostienen negocios con Irán), y que la ruta armada ocupe el lugar de la negociaciones en la retórica de Trump, el acuerdo va a resultar ocioso.
Esta nueva etapa de la diplomacia de Trump, al igual que sucedió durante las administraciones de George Bush, se fundamenta en las siguientes premisas erróneas: que la clase dirigente iraní está dividida, y que la sociedad apoya un cambio de gobierno.
Ambos postulados tienen algo de cierto. En efecto, el régimen iraní es, por diseño, completamente opaco y dividido en tantas entidades –civiles, diplomáticas, religiosas, económicas y militares– que a un observador externo le resulta casi imposible deducir lógica alguna de sus funciones y objetivos. Esta característica, sin embargo, posibilita al mismo tiempo un férreo y calibrado control sobre la maquinaria de gobierno, que extiende activamente su influencia, además, a Irak, Siria, Líbano, Palestina, Yemén y Afganistán; países en los que la agenda iraní es antagónica a la estadounidense.
En lo que concierne a la sociedad, las condiciones económicas y sociales actuales son tan anticuadas como insuficientes para la población, sobre todo la urbana y educada. De hecho, apenas en enero pasado, cientos de miles de personas protestaron en todas las ciudades importantes de Irán. Las manifestaciones fueron reprimidas violentamente: veinticinco personas murieron y otras tres mil personas fueron arrestadas.
Pero suponer que el régimen iraní va a resquebrajarse ante un nuevo ciclo de retórica agresiva, o incluso ante una operación militar aérea, por necesidad, dada la magnitud del país y la dispersión de las instalaciones nucleares, limitada temporal y espacialmente; o que la sociedad, nacionalista y justificadamente orgullosa de su historia milenaria, va a dar la bienvenida a un cambio de régimen proveniente del exterior, es más esperanza fútil que análisis pragmático.
Entre más aumente la presión hacia Irán es de esperarse que, al mismo tiempo que el programa nuclear se deslice fuera del escrutinio internacional, la clase dirigente utilice la adversidad para cerrar filas. Por si fuera poco, y aunque resulta una obviedad mencionarlo, la sociedad iraní, y en esto no existe mayor diferencia respecto a cualquier otra sociedad en el mundo actual, está muy lejos de aceptar y someterse a los caprichos coléricos de un mercachifle reinventado en estadista.
En la década pasada, tuve la oportunidad de vivir en Teherán durante dos años, justo en la época más álgida de provocaciones entre los entonces presidentes Mahmoud Ahmadinejad y George Bush. En aquella época, recuerdo, no pasó un mes sin que los rumores de bombardeos inminentes, intervención militar y operaciones de sabotaje fueran discutidos seriamente en el gobierno, en la prensa y en el medio diplomático. Pero ya desde entonces, si algo había de común en todos esos análisis era que la opción militar era, de entre todas, la peor ruta a seguir.
En el ajedrez, cuya difusión en el mundo islámico, y más tarde en Europa, se dio gracias a la popularidad del juego en el imperio persa sasánida, la paciencia es parte primordial de la estrategia. El paso del tiempo favorece a quien medita en la espera, y no a aquel cuyas piezas obedecen a impulsos, que vistos en conjunto, resultan inconexos.
El impulso de Trump por destruir un acuerdo multilateral vigente y funcional, que desincentiva la proliferación de armamento nuclear y fomenta gradualmente la apertura política, es todavía más incongruente si se considera la agresividad de Corea del Norte, o la constante fragmentación social y territorial de Medio Oriente. Pareciera que en su tablero y en su juego, o en su particular “arte de la negociación”, a Trump no solamente falta la paciencia, sino también el más mínimo sentido común: irónicamente, ante esta nueva situación que apenas comienza a fermentarse, cabe esperar mayor prudencia y sensatez por parte de una camarilla de ayatolás, que de un presidente democráticamente electo.
Es escritor. Reside actualmente en Sídney