En su expresa intención de refundar las mismas autoridades electorales que organizaron la elección en las que él y su partido salieron victoriosos, Andrés Manuel López Obrador no ha dejado de insistir en la necesidad de erradicar el “fraude electoral”. El principal argumento expresado en la exposición de motivos de su iniciativa de reforma electoral es que el Instituto Nacional Electoral ha sido “…marcadamente ineficiente para cumplir su principal labor: garantizar elecciones libres, auténticas y democráticas”.
Sin evidencia empírica de ningún tipo que documente esta afirmación, el partido que ha ganado buena parte de las 330 elecciones que el INE ha organizado desde su creación tras la reforma electoral de 2014 (incluyendo 2 elecciones partidistas, 2 ejercicios de democracia directa como fueron la revocación de mandato y la consulta para, supuestamente, juzgar a expresidentes, así como la elección de una asamblea constituyente para la Ciudad de México en 2016) hoy propone un cambio de reglas que impactaría radical y negativamente la gobernanza de las autoridades electorales y la viabilidad organizativa de las elecciones a nivel subnacional.
Van dos ejemplos concretos. Primero, la gobernanza electoral. Morena propone que las personas consejeras electorales del INE, así como quienes sean designadas para integrar la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (ahora la única autoridad jurisprudencial con la desaparición de salas regionales y especializadas) sean electas por el voto directo de la ciudadanía. Suena lógico que sea el pueblo quien elija democráticamente a sus magistrados y consejeros electorales, sobre todo cuando el argumento de la iniciativa es que, hasta ahora, consejeros y magistrados son “correas de transmisión” de los intereses de los partidos políticos que los designan a través del Congreso.
Sin embargo, este “vicio de origen” se busca sustituir por una intromisión directa del presidente, cuando sea él quien proponga 10 de las 30 candidaturas a contender por estas 7 posiciones. Los otros 20 aspirantes, de aprobarse esta iniciativa, serían propuestos por los poderes legislativo y judicial respectivamente (para ello utilizarían inevitablemente la misma lógica de cuotas que hoy tanto se critica y que se busca sustituir con una suerte de beatificación presidencial).
¿Qué derivación organizativa tiene esta nueva discrecionalidad disfrazada de democracia a mano alzada? Según el cálculo de un estudio recientemente publicado por el Instituto Belisario Domínguez del Senado de la República, la organización de la elección nacional para elegir a quienes organizarán las elecciones nacionales (¡vaya galimatías!) costaría más de 8 mil millones de pesos en 2023. Todo para que, al final, se imponga un nuevo orden discrecional en donde el partido en el poder, el mismo que propone más democracia, filtre los perfiles de quienes ocuparían estas posiciones considerando, como lo ha hecho hasta ahora, en la “honorabilidad” que solo podría presumir quien apoya obedientemente al presidente. Es decir, la honestidad e integridad de los próximos consejeros electorales no les pertenece a ellos, sino que es una dádiva en forma de calificativo que el presidente reparte a discreción. Un favor que podría retirarles en cuando se opongan a sus instrucciones, como ha quedado claro en las renuncias de colaboradores muy cercanos desde iniciado el sexenio.
Un segundo ejemplo tiene que ver con la integridad de la organización de las elecciones a nivel nacional y subnacional, tema donde la iniciativa de reforma electoral adopta la misma lógica. Desinforma al afirmar que el INE es la institución electoral más cara del mundo (ignorando la sobrecarga de responsabilidades que, como ninguna otra, caracterizan su ámbito operativo) y arroja la apetitosa carnada de desaparecer a los organismos locales electorales para que sea solamente el nuevo Instituto Nacional de Elecciones y Consultas el encargado de organizar las elecciones locales y nacionales. Todo bajo el pretexto de la austeridad republicana y poner final a los excesos de una “burocracia dorada”. No se dice aquí que sustituir las estructuras locales implica, forzosamente, una ampliación de las funciones del ahora llamado INEC, lo que deriva en más personal, instalaciones, responsabilidades y despliegue operativo a lo largo y ancho del país.
En suma, y como ya es costumbre, con el fin de ahorrar se terminaría gastando más. Solo hay que mirar el recorte de más de 4 mil millones de pesos al presupuesto del INE planteado en el presupuesto de egresos para 2023. Lo barato saldrá caro. Nuestra historia reciente nos ha enseñado que la inoperancia técnica en el ramo electoral disminuirá la certeza de los resultados, incrementará las quejas de los contendientes y, eventualmente, reavivaría la hoy extinta llama de los conflictos postelectorales que marcaron nuestra democracia durante décadas. ¿A quién le conviene regresar a ello?
Con la audacia que solo la ignorancia o la mala fe pueden conceder, los defensores de esta iniciativa se han propuesto desinformar a la ciudadanía valiéndose de dos poderosas armas: la desconfianza generalizada en la sociedad mexicana y la popularidad de un presidente que conecta con la legítima insatisfacción social que la transición democrática no ha logrado resolver.
El riesgo de comprar esta solución electoral envuelta en el celofán de la desinformación y el populismo es altísimo. Primero, porque ofrece componer algo que sí funciona y segundo, porque intenta aumentar el control político del partido en el poder sobre la organización y la calificación de las elecciones. También porque, como ha sido el sello de esta administración, crea la falsa expectativa de justicia cuando se pasa por encima de los principios constitucionales que buscan orientar el comportamiento social en un país convulsionado por el crimen, la pobreza y la desigualdad social.
Las elecciones no son hoy el principal de nuestros problemas, pero esta iniciativa de reforma electoral se empeña en crear un caos ahí donde menos lo necesitamos.
es investigador del CEIICH-UNAM y especialista en comunicación política.