Después de tres años de negociaciones, el gobierno de Boris Johnson firmó el Acuerdo de Retirada con la Unión Europea (UE), que entonces calificó como fantástico. Eso fue en octubre de 2019, pero hoy las exigencias son distintas. Lo que en un principio se promovió como la mejor opción para lograr un tratado comercial, el Proyecto de Ley del Mercado Interno propuesto por el Reino Unido (RU) invalida el acuerdo y equivale a desconocer las obligaciones contraídas con la UE.
Aunque la Cámara de los Lores rechace el proyecto, este fue aprobado por la Cámara de los Comunes en su segunda vuelta el 22 de septiembre, aumentando la tensión que existe con Escocia, donde mayoritariamente se votó a favor de permanecer dentro de la UE. Además, la encuesta más reciente indica que 55% de los escoceses están a favor de la separación del Reino Unido (RU).
Según la UE, al retractarse del acuerdo el RU infringe regulaciones en cuanto a la protección ambiental, los derechos de los trabajadores, el acuerdo fiscal que busca unificar a Europa, el apoyo financiero del Estado a empresas y el transporte de bienes. Para justificar el rechazo del acuerdo, el primer ministro aduce que las enmiendas introducidas por el proyecto son un asunto interno. Sin embargo, hay tres puntos contenciosos para los cuales hasta el momento no existe solución.
Uno de ellos es la utilización de fondos oficiales en empresas consideradas prioritarias, con el propósito de crear una industria tecnológica capaz de rivalizar con Silicon Valley. Al defender el uso de fondos estatales en empresas consideradas prioritarias, el Proyecto de Ley del Mercado Interno introduce lo que la UE percibe como competencia desleal. El futuro de las empresas no lo decide un decreto político sino el mercado.
El segundo punto contencioso es la reclamación de las aguas territoriales británicas, que se extienden 200 millas náuticas alrededor de la isla, para restringir la entrada de pesqueros europeos que, según la UE, han usufructuado esas aguas mucho antes de que existiera el Brexit, pero que Inglaterra reclama como parte de su soberanía.
El tercer tema, y quizás el más espinoso, es el rechazo de una frontera entre Irlanda del Norte (que también votó mayoritariamente por permanecer en la UE) y el RU, porque impide cualquier tipo de control arancelario. En el acuerdo se contemplaba la frontera entre la UE y el RU en el Mar de Irlanda, lo cual otorgaba a Irlanda del Norte los beneficios de permanecer dentro de los acuerdos arancelarios de la UE sin afectar su pertenencia al RU. Esta opción fue descartada por considerarse una violación de la soberanía territorial, pero el control arancelario sobre mercancías intercambiadas entre Europa y el RU es un problema que exige solución. Al formar Irlanda parte de la UE, no puede permitirse la ausencia de controles entre la República e Irlanda del Norte porque equivaldría a dejar abierto un espacio de contrabando. La otra opción, que fue rechazada durante el gobierno de Theresa May, era situar la frontera entre el norte y el sur de Irlanda, lo cual habría significado volver a los antagonismos que se creían dejados atrás y que podrían arreciar en el contexto del cambio demográfico que favorece la revisión sobre la unificación de Irlanda.
La UE puede negociar el tema de la pesca, pero no prescindir del Acuerdo de Belfast de 1998, que canceló la frontera entre el norte y el sur y que ha garantizado la paz en Irlanda del Norte. Desde hace tres décadas los habitantes del Ulster han gozado de los beneficios de la paz, pero el equilibrio es precario y por eso es esencial evitar el regreso al encarnizamiento que marcó la región. Cuestionado sobre la ilegalidad de romper un tratado internacional acordado y firmado, Boris aduce defender la soberanía nacional británica contra el asedio de los amigos europeos, es decir, del imperio. Es notable cómo los invasores de antaño se imaginan las víctimas del presente.
La animosidad contra el proyecto europeo rechaza el supraestado lejano, inaccesible y avasallador, un Big Brother omnisapiente. El prejuicio contra el continente evolucionó de la petulante ignorancia a la desconfianza abierta y la xenofobia, que también se manifiesta en el racismo del isleño que se sueña puro, inmune a la historia y sus cambios. David Frost, representante del primer ministro y encargado de pactar la salida, ha reiterado que los puntos contenciosos no son negociables y pensar lo contrario es un error. Se trata de un asunto sobre el que Europa no tiene jurisdicción. En la etapa final, los escollos para firmar un nuevo acuerdo parecen más firmes que nunca.
La mendacidad de Boris Johnson fue fundamental para abandonar la UE, pero no para organizar un país que asombra por su volatilidad. Sus declaraciones después de hablar por teléfono con Úrsula von der Leyen confirman su apoyo al Acuerdo de Belfast, aunque en la práctica el Proyecto de Ley del Mercado Interno amenace el proceso de paz. Sin embargo, el resultado de las elecciones en Estados Unidos podría cambiar esta situación.
El Brexit ha sido desplazado por la segunda oleada de la pandemia, una experiencia distinta porque durante el primer confinamiento se gozaba de buen clima y la gente creía que haciendo su parte se libraría del contagio. A pesar del entusiasmo por las tecnologías de punta, el gobierno no ha podido asegurar un sistema de análisis para detectar y aislar eficazmente el virus, lo que evidencia la respuesta caótica ante una crisis que, hasta inicios de noviembre, le ha costado 47,742 mil muertes al RU. Actualmente se cuestiona la eficacia del encierro para contener y combatir el virus, obligando a Boris a dar vuelta en redondo, hacia el encierro inevitable.
Inglaterra es una región que se volvió imperio sin ser nación. El nacionalismo inglés es imperial y la negociación con la UE revela un país dividido entre dos tribus contrarias. El rechazo del Acuerdo de Retirada de la UE afecta la reputación del RU como una democracia que respeta los pactos internacionales y condiciona negativamente sus negociaciones con Estados Unidos precisamente por la cuestión irlandesa. En su visita a ese país, Nancy Pelosi reiteró a Dominic Raab, ministro británico de Asuntos Exteriores, su apoyo irrestricto al Acuerdo de Belfast como condición de un tratado comercial entre ambos países, requisito que el presidente electo Biden apoya.
Desde que ganara el liderazgo del Partido Laborista, Sir Kier Starmer ha cuestionado las acciones del gobierno, desnudando de forma sistemática las fantasías de Boris y su incompetencia tanto en lo que se refiere al virus como en lo que toca al Brexit. Ante la pregunta de por qué firmó un tratado tan adverso a los intereses del RU, Johnson calla porque sabe que, de ocurrir su fragmentación, esta no será causada por el imperio continental, sino obra suya.
La soberanía nacional es un proyecto retro-futurista que emotivamente sucede en el pasado, pero se proyecta en un futuro ideal que Boris, con su optimismo característico, ha llamado la segunda edad dorada. Un proyecto semejante exige la teatralidad de la reivindicación nacionalista y cívica, donde lo importante no son las razones sino la emoción. En un momento en el que el concepto de mayoría en el Parlamento comienza a ser relativo, el riesgo quizás exceda los beneficios. En la Cámara de los Lores se esperan correcciones al Proyecto de Ley del Mercado Interno antes de que vuelva a presentarse a los Comunes, pero sus observaciones carecen del poder de veto. Para borrar cualquier sospecha de debilidad ante la UE, el 9 de noviembre Boris declaró que sus exigencias en cuanto al Brexit seguirían siendo las mismas independientemente del resultado de las elecciones en Estados Unidos. La intervención estatal en proyectos de punta, la territorialidad para restringir las cuotas de pesqueros europeos y la desestabilización del Ulster son los temas que pronto decidirán la futura relación del RU con la UE y los Estados Unidos, cuya nueva administración probablemente dará prioridad a restablecer relaciones con Europa, cuyo mercado y gravitación geopolítica excede la del RU. El momento es decisivo y depende de una negociación que acaso no deba realizarse con la UE, sino con la pequeña Inglaterra y su domesticidad inquieta que insiste en su carácter excepcional.