La herida hispana

Ni la presencia de miles de niños en la frontera ha alcanzado para conmover a los republicanos o convencerlos de que, en el futuro, los hispanos se la cobrarán.
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Hace seis años, con la elección de Barack Obama, la enorme comunidad de indocumentados en este país comenzó a abrigar la esperanza de que, tras décadas de frustración, la reforma al sistema migratorio estadounidense estaba al alcance de la mano. Todo parecía alinearse: el voto hispano crecía en importancia, las encuestas indicaban que una mayoría apoyaba una versión ambiciosa de la reforma y los estudios demográficos demostraban que los hispanos eran ya la primera y creciente minoría del país. Por si fuera poco, los republicanos parecían haberse dado cuenta de que, sin al menos la neutralidad latina, no tendrían ninguna opción de ganar la presidencia. En suma, la mesa estaba puesta para un cambio de verdad histórico.

En los años por venir, sobrarán estudios que traten de explicar qué fue exactamente lo que salió mal. Quizá Obama debió intentar reformar el sistema migratorio primero y el sistema de salud después, no viceversa. Quizá los republicanos debieron haber mostrado más pantalones para tratar de imponerse a la narrativa ultraconservadora, productiva a corto plazo pero eventualmente suicida. Quizá el gobierno mexicano (el actual y el anterior) debió haber sido mucho más agresivo en el cabildeo de la reforma con los paisanos. Todo eso y más es probablemente cierto. El caso, por desgracia, es que la reforma migratoria, que parecía prácticamente un hecho consumado hace poco más de un lustro, hoy es poco más que un espejismo. La cerrazón republicana ha alcanzado estándares inéditos, y eso ya es decir. Ni siquiera la presencia de decenas de miles de niños migrantes en la frontera ha alcanzado para conmover a los republicanos o para convencerlos de que, en el futuro no tan lejano, los hispanos les cobrarán muy caro su crueldad. No ayuda la cercanía de las elecciones de medio término: los republicanos intuyen que, en noviembre, pueden hacerse del control completo del legislativo, hundiendo así a Obama en la polarización improductiva por los siguientes dos años. Ningún legislador republicano arriesgará un ápice con tan suculenta recompensa en el horizonte. La reforma migratoria está muerta.

Lo único que queda ahora es la acción unilateral del poder ejecutivo. Diversos activistas y legisladores demócratas hispanos esperan con ansias el resultado de la revisión del sistema migratorio ordenada por el presidente a su secretario de seguridad interior. Obama sabe ahora que haber apostado por una estrategia punitiva de deportación como gancho para traer a la mesa a los republicanos más conservadores ha resultado, por decir lo menos, un tiro por la culata. Hasta hace poco, Obama tenía buenas razones para no mover gran cosa: tenía todavía la esperanza de que los republicanos abrieran los ojos. Después de todo, ninguna acción ejecutiva puede tener el mismo peso que una reforma legislativa: una es temporal y frágil; la otra, definitiva. Pero ahora tiene que actuar. La pregunta es cómo y qué tanto.

La mayoría de los expertos que he consultado en los últimos días intuyen que Obama apostará fuerte. “¿Qué ganaría quedándose a medias?”, me explicaba un periodista al que respeto. Probablemente tiene razón. Es muy posible que Obama anuncie medidas de alivio de verdad ambiciosas. Probablemente, por ejemplo, veamos protección legal para los padres de los jóvenes traídos desde muy pequeños a Estados Unidos y criados acá, los ya célebres “soñadores”. Es también muy posible que Obama informe de una serie de modificaciones a las prioridades de detención de la autoridad migratoria e incluso una auténtica reforma al sistema de procesamiento legal de los indocumentados en proceso de deportación. Si Obama echa toda la carne al asador con medidas como estas, millones de personas podrían verse amparadas, respirando con auténtica tranquilidad por primera vez en décadas. Eso sería, claro está, una gran noticia. El partido demócrata se vería instantáneamente beneficiado con el reconocimiento electoral de la comunidad hispana y asiática. Diversas organizaciones festejarían merecidamente. Pero detrás del júbilo tendría que haber mesura y frustración. Los límites de la acción ejecutiva en una democracia son claros y dramáticos. No es lo mismo suturar profesionalmente una herida que dejarla abierta, expuesta a una futura infección. Lo cierto es que, dramáticamente, al final de la presidencia de Barack Obama, la herida hispana aún estará ahí, punzante.

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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