El peor defecto de Estados Unidos es su capacidad para el cinismo. Para un número creciente de voces, el ejemplo perfecto de ello es la llamada “guerra contra las drogas”, el esfuerzo gubernamental, que empezara formalmente Richard Nixon en 1971, para combatir el tráfico y consumo de estupefacientes utilizando básicamente una sola herramienta: el encarcelamiento masivo. Desde hace varios años, cuando quedó claro que las cifras exorbitantes en las prisiones estadunidenses no habían conseguido reducir significativamente el consumo de drogas pero sí habían provocado una espiral social sobre todo entre las minorías (especialmente los afroamericanos), varios expertos comenzaron a exigir un golpe de timón. En palabras de James Gray, juez californiano que impulsó y ejecutó las medidas punitivas de la guerra contra las drogas para luego volverse, en un cambio notable y radical, uno de los más aguerridos proponentes de un nuevo acercamiento al problema: “la guerra contra las drogas ha sido el peor error cometido por Estados Unidos desde la esclavitud”.
Además de fracasar rotundamente como medida preventiva contra las drogas, la “guerra” ha servido para perpetuar ciclos de inmovilidad social en Estados Unidos. En muchos casos, esa parálisis se ha traducido en una erosión difícil de contener. Quien mejor ha explicado el fenómeno es el cineasta Eugene Jarecki con su fantástico (y aterrador) documental The House I Live In. Jarecki parte de su relación cercana con una mujer llamada Nannie Jeter, la “nana” que trabajó en casa de la familia del cineasta ayudando a criarlo a él y a sus hermanos. La cercanía de los Jarecki con la señora Jeter se extendió, naturalmente, a la familia de la mujer: durante años, Eugene creció junto a los hijos de Jeter. Al reencontrarlos décadas más tarde, Jarecki descubre a una familia deshecha: algunos han perdido la vida, otros han estado en la cárcel, otros están crónicamente desempleados, nadie ha logrado trascender su contexto social. Cuando Jarecki le pregunta a su antigua “nana” cómo explica lo que le ha sucedido a su familia, la señora Jeter responde sin chistar: “las drogas”. Lo que Jarecki descubre a partir de ahí es la explicación de por qué ha fallado la “guerra contra las drogas” en Estados Unidos. Resulta que lo que ha consumido a la familia de Nannie Jeter no es el consumo de drogas (que, claro, también forma parte de la ecuación). Cuando Nannie Jeter habla del efecto que han tenido “las drogas” en la vida y muerte de los suyos va mucho más allá. A través de varias voces —entre ellas las del genial David Simon, creador de la serie de televisión The Wire— Jarecki explica cómo la persecución brutal y con claros sesgos raciales que ha practicado el Estado ha hundido a generaciones enteras en un círculo vicioso en los que el narcotráfico se convierte en el único modus vivendi y los narcotraficantes los únicos referentes de aspiración social para millones de estadunidenses. Es una trampa de la que es imposible escapar. ¿Qué esperamos que suceda si vender drogas en la esquina es la única manera de salir, aunque sea temporalmente, de la pobreza? La tragedia se explica también con los absurdos castigos impuestos por la justicia estadunidense a muchos de estos jóvenes “narcotraficantes”. La política de criminalización masiva puede, por ejemplo, enviar a la cárcel de por vida a un muchacho que haya reincidido en la venta de cantidades mínimas de mariguana. El resultado son cifras espeluznantes en lo macro (25% de todos los presos del planeta está en las cárceles estadunidenses; casi dos millones y medio están presos por ofensas relacionadas con las drogas) y tragedias indescriptibles en lo micro: un adolescente detenido por tratar de ganar unos centavos en una esquina paupérrima de algún barrio derruido se convierte en un paria. Un ex convicto en Estados Unidos, enviado a la cárcel por alguna ridiculez, enfrenta dificultades terribles para rehacer su vida. Las leyes estadunidenses son muy eficaces a la hora de poner gente en a la cárcel, pero tremendamente injustas a la hora de fomentar la reinserción social. El resultado es lo que cuenta Jarecki: un enorme sector de la sociedad condenado a la marginación.
A últimas fechas, el gobierno de Estados Unidos ha comenzado a dar muestras de valentía. Durante décadas, ningún político de alto perfil se ha atrevido a aceptar lo evidente: la “guerra contra las drogas” no ha funcionado y, por el contrario, ha dejado atrás un caos cuya reparación será complicadísima. Lo ideal, claro, sería escuchar a Barack Obama hablar seriamente de la regulación de la mariguana y de la adicción a las drogas como un problema de salud pública. Eso no sucederá con Obama, pero seguramente lo veremos en las próximas décadas. Mientras tanto, Obama y su fiscal general Erik Holder han propuesto reducir las penas para delitos menores relacionados con las drogas. Es un gran paso adelante, pero es insuficiente. El debate es otro y será impostergable, aunque a los políticos (allá y acá) les resulte inconveniente.
(Milenio, 17 agosto 2013)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.