Usualmente cuando alguien te amedrenta no te da su nombre completo antes de empezar a hacerlo. Esto fue lo que traté de explicar, sin éxito, en el Juzgado Cívico BJU-01 de la delegación Benito Juárez a donde acudí, como testigo, luego de que el empleado de una misteriosa oficina de giro desconocido –pero que desde hace años opera sin permiso en una zona residencial, con la anuencia de las autoridades delegacionales– “vejara verbalmente” en la calle a una mujer.
En el Juzgado Cívico nos explicaron, a la mujer agredida y a mí, que solo hay dos maneras de iniciar un procedimiento ante lo que la Ley de Cultura Cívica de la Ciudad de México llama infracciones contra la dignidad de las personas:
- Presentar una queja oral o por escrito ante el juez cívico en la que se incluya el nombre completo y domicilio del quejoso y del presunto infractor.
- Pedir a un policía en servicio que detenga y presente al probable infractor cuando este haya presenciado la comisión de la infracción o sea informado de la misma. La detención solo es posible en la vía pública.
El sonado caso de Tamara de Anda y la denuncia que hizo ante el acoso de un taxista se llevó a cabo bajo el segundo procedimiento, gracias a una sucesión de casualidades afortunadas y, sobre todo, a la presencia de policías capacitados que sabían cuáles eran sus obligaciones y sus límites. Desafortunadamente, el policía que acudió al primer llamado de “la quejosa” no lo estaba. Primero, a él “no le constaba la agresión”, así que no podía detener a nadie. Y cuando el agresor se metió a la oficina, el policía “no podía irrumpir en propiedad privada”. (Algo parecido ocurrió con este otro policía omiso).
El Juzgado Cívico trató de tranquilizarnos: había una ventana de oportunidad de quince días –el derecho a formular una queja prescribe a los quince días naturales de cometida la infracción– para averiguar el nombre completo del agresor o verlo en la calle, llamar a una patrulla (elevar una plegaria para que llegue pronto) y, si el agresor seguía en la vía pública, pedir que, ahora sí, lo detengan. ¿Cuáles son las probabilidades de lograr esto? Pocas.
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A José María Morelos y Pavón se le atribuye la frase: “Que todo el que se queje con justicia tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo defienda contra el fuerte y el arbitrario”. Pero la justicia cotidiana, que no es penal, no está encontrando ese amparo ni esa defensa. En noviembre de 2014, el presidente Enrique Peña Nieto habló de esta justicia como una “justicia olvidada [que] suele ser lenta, compleja y costosa”. Pues bien: ¡lo sigue siendo! Y eso debería preocuparnos mucho porque, de acuerdo con el Censo Nacional de Gobierno, Seguridad Pública y Sistema Penitenciario Estatales, solo en 2016, los casos de justicia no penal (civil, mercantil, familiar) representaron el 85% de todas las controversias y litigios.
Un año después de que Peña Nieto reconociera que la mayoría de los mexicanos no puede acceder a este tipo de justicia con facilidad, de manera conjunta el Gobierno de la República, el CIDE y el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM convocaron a los Diálogos por la Justicia Cotidiana, en los que identificaron 144 medidas para mejorar el acceso a la justicia: 87 de ellas requieren políticas públicas, 47 necesitan reformas legales y 10 pasan por reformas constitucionales. Algunas de estas recomendaciones efectivamente terminaron incluidas en el paquete de iniciativas que Peña Nieto presentó en abril del año pasado, pero no todas han sido aprobadas y lo conseguido hasta ahora está lejos de ser suficiente.
La justicia cívica es la justicia que nos es más próxima. Algunos la llaman la “justicia de las pequeñas causas”, pero creo que es un sobrenombre equívoco y si Edward Lorenz en lugar de meteorólogo hubiera sido sociólogo, nos aleccionaría sobre el efecto mariposa de las “pequeñas” consecuencias de la justicia cotidiana.
Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.