La nación contraataca

Ante las presiones de quienes buscan la disgregación territorial y de quienes añoran un centralismo aislacionista, está en juego la continuidad del Estado-nación en los términos establecidos por el liberalismo: en la noción de ciudadanía, española hacia adentro, europea hacia afuera.
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El presidente Rajoy solía decir que España es la nación más antigua de Europa, una unidad política y cultural que se remontaría a los Reyes Católicos. Es una opinión que comparte una parte importante de la derecha. En cambio, para el nacionalismo periférico y, en buena medida, para la izquierda contestataria de los consensos del 78, España nunca habría alcanzado las hechuras de una verdadera nación, sino, más bien, las de una aglomeración artificial de regiones y territorios, de carácter plurinacional, sin una identidad común ni más vínculos que los impuestos de forma coercitiva en el espacio y en el tiempo. Hasta ocho naciones llegó a contar Iceta.

Entre estas dos visiones antagónicas se adivina lo conflictivo de la cuestión nacional en nuestro país. La historiografía concede que lo que hoy llamamos España era, hace quinientos años, una monarquía muy similar a las que existían en el resto del continente, con unos rasgos identitarios propios y marcados, desde luego, pero todavía lejos del entramado de administraciones centralizadas y afectos que hoy conocemos.

El Estado-nación es una estructura política eminentemente moderna, y el español se forjó a principios del siglo XIX, en una génesis acelerada por la invasión napoleónica y la anunciación liberal de Cádiz, que llamó soberanos a los españoles sobre cualquier excursionista extranjero, pero también en detrimento de todo monarca con ambición absolutista. Es decir, la proclamación de la soberanía nacional definió el “nosotros”, que hacia dentro se tradujo en la idea de ciudadanía y, hacia fuera, en la vocación de afirmar la voz propia entre los demás estados.

Aquella nación liberal no cristalizaría, por avatares de nuestra historia, hasta la consolidación democrática que siguió a la muerte del dictador Franco. La España del 78, que es para mí la mejor versión de España, se construyó sobre dos promesas: la democratización y la convergencia con Europa. Queríamos dejar de ser diferentes. Y si hubiera que decidir los grandes mitos sobre los que se ha cimentado esta España, yo lo tendría claro: el triunfo inaugural de la Constitución y esa celebración de ascenso que fue la entrada en la Unión Europea. Así, paradójicamente, la consolidación del Estado-nación liberal creó las condiciones para su superación por la vía supranacional.

Sin embargo, estos dos mitos fundacionales están hoy cuestionados. El primero, la Constitución del 78, recibe ataques desde dos vertientes, una territorial y otra ideológica. El concurso de la recesión económica propició una crisis política que puso en entredicho los mismos cimientos del sistema. Una nueva izquierda, generacionalmente segregada de la socialdemocracia clásica que había encarnado el PSOE anterior a Sánchez, aglutinó los malestares de una sociedad económicamente venida a menos bajo un estribillo pegadizo como canción del verano: “El régimen del 78”. Además, la crisis sirvió de catalizador de las pulsiones separatistas del nacionalismo catalán, llevando la tensión territorial a la quiebra del orden constitucional en el otoño del 17.

Precisamente, han sido las vicisitudes territoriales las que han conducido después al cuestionamiento del segundo mito: la integración europea. Una sentencia del TJUE acaba de establecer que Oriol Junqueras gozaba de inmunidad por haber concurrido y obtenido un escaño en las elecciones europeas del pasado mayo, razón por la que debiera haber sido puesto en libertad y por la que tendría que haberse permitido que se acreditara como europarlamentario.

No es el cometido de este artículo analizar las razones jurídicas del fallo, sino sus consecuencias políticas para nuestro país. La resolución judicial ha desatado una ola de indignación en España que ha permitido a eurófobos y populistas hacer su agosto en diciembre. Los portavoces de Vox han afirmado que la sentencia constituye “un ataque gravísimo” a nuestra “soberanía” y no han dudado en proclamar que la UE, a la que han calificado como “santuario de golpistas y terroristas”, “insulta a España”. Las redes sociales se han llenado de memes que enarbolan la salida de la UE: ha nacido el Spexit.

De estos episodios podemos inferir que se está produciendo un socavamiento de los valores liberales sobre los que edificamos nuestro nacionalismo cívico, nuestro “patriotismo constitucional”, por decirlo con Habermas, a partir del cuestionamiento de sus dos mitos fundacionales: los consensos del 78 y la integración europea.

Pero los conflictos de los que emana esta crisis tienen que ver con la soberanía. Ese “nosotros”, que dibujamos primero en 1810 y después en 1978, está cuestionado internamente por los nacionalismos periféricos y por una parte de la izquierda que se circunscribe principalmente a Podemos, pero incluye también a sectores del PSOE y el PSC. Su mayor ejemplo es quizá el debate actual en torno a la plurinacionalidad. Ahora, además, la sentencia del TJUE ha sido interpretada por algunos como una injerencia exterior que coarta la capacidad de afirmación de España en el ámbito internacional.

De repente, la idea optimista que trazó el futuro de la democracia por la superación de las fronteras y el progresivo desleimiento de las realidades nacionales en la unidad de destino europea se nos antoja prematura y algo ingenua. Los Estados-nación se han revelado unidades políticas robustas que han transitado la Historia europea desde la modernidad, mientras la Unión Europea es un proyecto, a buen seguro el más noble de los que han sido, que todavía dista de haber generado un auténtico demos.

El Estado-nación no va a disolverse en el medio plazo. Lo que está en juego ahora, ante las tensiones centrífugas que propenden a la disgregación territorial y las tensiones centrípetas que propugnan la añoranza de un centralismo aislacionista, es que su continuidad se vehicule en los términos establecidos por el liberalismo, esto es, en la noción de ciudadanía, española hacia adentro, europea hacia afuera.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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