Se veía venir: después del papel que jugó el voto hispano en la reelección de Barack Obama, el Partido Republicano ha comenzado a considerar la aprobación de una reforma migratoria. De tan rápido, el viraje ha sido casi cómico. Comentaristas conservadores que días antes descalificaban la reforma, ahora dicen haber cambiado de opinión. El caso de Sean Hannity, quizá la voz más chocante de toda la cadena Fox News (y eso ya es decir), es particularmente simpático. En menos de 48 horas, Hannity dijo haber “evolucionado”: el problema migratorio: “es algo que tiene que resolverse”, explicó. Esto viniendo de un hombre que se cambiaría el nombre a Chon Jániti si eso ayudara a la causa conservadora. En cualquier caso, la suerte parece echada. Los republicanos se han dado cuenta de que los incentivos están del lado de la agenda hispana.
Si ha de aprobarse una reforma migratoria, los siguientes dos años serán cruciales. ¿Qué puede hacer México para promoverla? De acuerdo con Arturo Sarukhán, quien vive ya sus últimos días como embajador mexicano en Washington, sería un “error pensar que se trata de un tema de voluntades de la diplomacia mexicana: es un tema de Estados Unidos”. Sarukhán aceptó, por otro lado, que México puede trabajar en “fortalecer las estructuras de alianzas” necesarias para la aprobación de la reforma. Tiene razón en ambos casos. En efecto: la reforma migratoria es un apartado delicadísimo de la política interna de Estados Unidos, no solo por las implicaciones para la economía y la seguridad de este país sino —y este es el asunto crucial— por los cálculos electorales que el asunto suscita. Ningún diplomático mexicano (y vaya que hemos tenido pocos con la habilidad y astucia de Sarukhán) puede conseguir mover las conciencias más obcecadas en Washington, al menos no cuando se trata de migración. Pero eso no quiere decir que quien supla al actual embajador no podrá contribuir a consolidar eso que Sarukhán llama “estructuras de alianzas”.
El gobierno de Enrique Peña Nieto tendrá que ser particularmente valiente y creativo en cuanto a ese apartado de la relación bilateral. Una de las maneras más evidentes de ayudar a gestionar una reforma migratoria es seguir elevando el costo de la inacción para los dos partidos. Para hacer eso, la futura embajada deberá continuar trabajando de cerca con los legisladores en Washington. Sarukhán lo ha hecho de manera magnífica. Pero eso no es todo. La nueva representación diplomática podría, por ejemplo, aprovechar los consulados de manera más agresiva para guiar a la comunidad mexicana-americana en el venturoso proceso de participación política que tan buenos frutos ha dado ya. El trabajo de los consulados es mayormente eficaz cuando se trata de la vinculación comunitaria, pero a veces pecan de timidez a la hora de fomentar (educar, diría yo) sobre participación electoral. Entiendo las razones: una representación diplomática debe evitar a toda costa verse vinculada con actividades políticas en el país que la acoge. Pero entre la cautela y el temor hay, como diría el clásico, un océano de posibilidades.
Ahora solo falta conocer el nombre del nuevo embajador mexicano en Washington. He escuchado todo tipo de rumores, desde los diplomáticos de carrera hasta empresarios con décadas de experiencia en el trato con Estados Unidos. Lo más probable, intuyo, es que el gobierno peñanietista opte por una opción más bien conservadora, ya sea el ex embajador Jorge Montaño, o el embajador —y antiguo procurador— Eduardo Medina Mora. Ambos son hombres de respeto y sapiencia, pero no particularmente innovadores. En la nueva etapa, México necesitará menos “vieja guardia” y más “nuevo arrojo” en la relación con Estados Unidos. Veremos si el elegido saber leer bien los vientos de cambio.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.