De Palestina, Israel e Irán

Lejos está el aire de esperanza que existió en los años noventa sobre Medio Oriente. Hoy, el optimismo pasa por generar la atmósfera para volver a hablar de algo parecido a la coexistencia.
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En toda guerra hay un punto donde son nulas o muy pocas las intenciones de entender lo que sucede, de pensar sobre los efectos de las acciones y de las palabras. Simultáneamente, en ese mismo momento se asume una suerte de entendimiento con gigantesca e imprudente seguridad. A veces es la urgencia, porque nada imprime su sensación como el conflicto. Otras, es una embriaguez a la que es extremadamente sencillo sumarse.

Tal vez esto que pasa en las guerras no ocurra tanto en otra como alrededor de Palestina e Israel –y me arriesgaría a afirmar, nunca como en esta etapa–. Los alrededores incluyen Irán, Jordania, Siria, el Líbano, etcétera: un vecindario que se convirtió en la esquina de la tierra.

Desde el 7 de octubre hasta la incursión en Gaza y el ataque de Irán este fin de semana, se repiten lógicas dependientes de sucesos previos. Ocuparon primero, asesinaron primero, dispararon primero, vulneraron primero. Seguir en esa línea justificativa sin medir las consecuencias de cada respuesta promete una espiral interminable. Incluso cuando es necesario responder, no todas las opciones son válidas.

Pasados los seis meses de este capítulo entre Palestina e Israel, se quedan cortas las intenciones de entender que la muerte de más de treinta mil personas no lleva a la paz o a la tranquilidad bajo ninguna perspectiva. Tampoco veo intenciones de entender que más de cien rehenes cuya suerte no se conoce desde hace medio año significan un sufrimiento y un dolor injustificable; como intolerable es la inanición, el hambre y la sed de niños. Son seis meses en los que se ha puesto sobre la mesa la elección de qué se prefiere o acepta entre el terror y la violencia sexual o la imagen esquelética de un recién nacido, si es que a eso todavía le llamamos nacer. Ambos ejemplos, como tantos más, son relativizados en una lógica de repartición de culpas. Una útil para limpiar las consciencias de quien no asume la responsabilidad de sus filias en detener parte del horror. La negación selectiva de la tragedia que no empate con intereses personales tiene un límite y nos hemos acercado demasiado a él.

Frente a esa negación, me he preguntado si quienes aseguran que exigir un cese al fuego equivale a apoyar a Hamás sostendrían la afirmación ante un padre que perdió a sus hijos bajo los escombros de un bombardeo, o que le lleva a lo que resta de un hospital para ser amputado sin anestesia. Si quienes defienden a la dictadura de los ayatolas recuerdan a las mujeres encarceladas, asesinadas y torturadas por oponerse al velo obligatorio. He presenciado el rechazo a condenar el terrorismo de la Resistencia Islámica en la misma sala donde alguien duda en la angustia si su familiar secuestrado sigue vivo.

En un intento por resistir al triunfo del fanatismo, a pesar de lo numerosas de las reacciones negacionistas, trato de imaginar que no son generalizadas. Sabemos que el fanatismo permanece inalterado sin importar las condiciones; existe y es un elemento con el que hay que lidiar cada vez más. Estos seis meses han servido de combustible para los irreductibles en Gaza, en Tel Aviv, en los asentamientos y en Teherán.

Por las cargas implícitas en esta región del mundo, ideológicas, natural y adecuadamente emocionales, de identidad o religiosas, la reflexión política pasa a segundo plano cuando solo ella puede aligerar la presión en miras de un asomo de tranquilidad para quienes viven ahí.

La aplicación práctica de una retórica que destruyó casi la totalidad de la franja dejó un costo humano irrecuperable para los gazatíes y ha servido con creces al posicionamiento del radicalismo. También probó lo evidente: ninguna cantidad de bombas rescatará a los rehenes, y ha obviado el que su vida está supeditada a la cabeza de Hamás en Gaza, Yahya Sinwar, incluso por encima del liderazgo de la organización en Catar.

El fracaso para los intereses regionales y globales ha sido inmenso. La estabilidad de la zona se encuentra en uno de sus puntos más frágiles. La contención de los actores no estatales ligados a la violencia regional –Hamás, Hizbulá, los hutíes– ha sido tan exitosa como la contención en el avance de los colonos en Cisjordania.

El punto de no retorno entre Irán e Israel se cruzó con los ataques ordenados desde Teherán este fin de semana y arriesga a profundizarse entre los vaivenes de la respuesta de israelí y una posterior contrarrespuesta, en la lógica justificativa de la destrucción.

La irresponsabilidad de la operación iraní ha estrechado el margen de maniobra en la relación de todos los implicados. ¿Qué habría pasado si el sistema de protección israelí no hubiese funcionado como lo hizo? ¿Qué puede pasar si la respuesta transgrede el límite que esté dispuesto a pagar el gobierno de Jamenei? La reducción de ese margen es el efecto más preocupante de la escalada iraní. Después, la desatención de la crisis humanitaria en Gaza.

El único parámetro admisible para toda postura debe tomar en cuenta la urgencia de detener la muerte, la de los civiles y la de los rehenes. Deberá empezar a mencionar la reconstrucción y la recuperación de condiciones de vida, no solo de supervivencia. Esto no son pedazos de tinta. Son acciones políticas, en este instante increíblemente contaminadas por el mundo afuera del conflicto. ¿En verdad alguien cree que es común dentro de un cuarto de negociación hablar como se hace en redes sociales o en textos habituales lejos de la región? Cuando pasa eso, la gente se levanta de la mesa y se retrocede aún más.

Ya retrocedimos tres décadas. Generaciones jóvenes de israelíes y palestinos no tendrán por un tiempo las nociones de qué es vivir sin la amenaza constante o el miedo. No tendrán nociones de qué quiere decir vivir sin guerra. La solución de dos Estados se acabó ahí. ¿Cómo convencer en esta atmósfera que el vecino no es un enemigo? Tampoco hay lugar para las ideas de un solo Estado, con o sin modelo federalista que se discuten en la región –sí, hay esos debates fuera de México. No todo tiene nuestras visiones dicotómicas–.

El rechazo a la gestión de Netanyahu en Gaza, sobre todo internacional, tiene un fuerte espejo en Israel. Si el ataque de Irán le otorga un respiro, este durará poco. La incapacidad de liberar a los rehenes pesa más. Al depender estos de Sinwar, un ataque eficaz en su contra los pone en riesgo. Negociar directa y abiertamente con él es un no político definitivo. Negociar indirectamente con Gaza y no con Catar puede aligerar las condiciones de supervivencia en Palestina y auxiliar en liberación de los rehenes.

Por esa crítica a Netanyahu, en las últimas semanas, se ha apuntalado a Itamar Ben-Gvir, ministro de Seguridad Nacional, como un eventual sucesor. Su postura abiertamente antiárabe representa una imposibilidad mayor para cualquier solución. Por lo pronto es Netanyahu a quien hay que tomar en cuenta.

En su historial, el gobierno de Teherán responde mejor a las sanciones. El papel de su industria de misiles, cohetes y drones como modeladora de la actualidad medio oriental es el espacio para aplicarlas. Pueden contener las tensiones en Irak, Siria, Yemen y por supuesto, entre Palestina e Israel.

En los años noventa existió un aire de esperanza sobre la tragedia. Me es imposible retomar ese optimismo con el que de los peores momentos se llegaba a ver algo bueno. No veo todavía espacio para pensar que después de tanta muerte se marcará un hasta aquí. Lo habrá, no en la ruta actual.

Esto no quiere decir que combata la idea del optimismo pragmático. Todo lo contrario. Hay que generar la atmósfera imprescindible para volver a hablar de cualquier cosa parecida a la coexistencia. ~

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es novelista y ensayista.


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