La Revolución rusa de 1917 ejerció una poderosa influencia política e ideológica sobre América Latina. Su acción se hizo presente en partidos, sindicatos, figuras artísticas e intelectuales y grupos estudiantiles, que vieron en la URSS una alternativa al capitalismo, un baluarte contra el imperialismo estadounidense y un ejemplo a emular. Aunque su fama disminuyó tras las revelaciones de los crímenes de Stalin, el sorprendente triunfo de la Revolución cubana en 1959 reavivó el espíritu revolucionario de la región desatando guerrillas urbanas y rurales que provocaron con frecuencia la reacción violenta de regímenes militares aliados a los Estados Unidos.
México fue un caso aparte. Pocos países tuvieron tanto éxito en neutralizar a la Revolución rusa. La razón es sencilla: México había vivido su propia revolución entre 1910 y 1917. Pese a las resistencias del Partido Comunista Mexicano (fundado tempranamente en 1919), la ideología nacionalista y social de la Revolución mexicana ganó la partida a todo intento de marxismo-leninismo autóctono. En México, Lenin y Trotski nunca pudieron competir contra Villa y Zapata.
El muralismo mexicano de los años veinte fue tan original y dinámico como el modernismo ruso, con cuyos exponentes dialogaba. En el ámbito educativo, la cruzada alfabetizadora de Vasconcelos en esa misma década no palidecía frente al plan educativo de Lunacharski. México fue el primer país en establecer relaciones diplomáticas con la URSS, cuya primera embajadora –Alexandra Kolontái– fue recibida con honores. Este acercamiento entre las dos revoluciones provocó la histeria del embajador Sheffield. La prensa de Hearst habló del “Soviet Mexico” y en junio de 1927 (en un episodio poco conocido), el presidente Coolidge consideró seriamente la opción militar contra su vecino revolucionario.
Gracias a la intervención del legislador Fiorello La Guardia, el tema se resolvió con un inteligente cambio de embajador: el banquero Dwight Morrow llegó a México, ayudó a reestructurar la deuda y las finanzas públicas, se hizo consejero de políticos y se hizo amigo y mecenas de artistas que, tras la crisis de Wall Street en 1929, estaban seguros de que el futuro pertenecía a la Unión Soviética y al comunismo. Los más famosos, por supuesto, fueron Diego Rivera y Frida Kahlo, pero muchos escritores jóvenes –entre ellos el combativo Octavio Paz y su amigo José Revueltas– comulgarían por décadas con esa creencia: la URSS era “la tierra del porvenir”.
Declarado ilegal en 1929, reprimidos, encarcelados y asesinados muchos de sus miembros, el Partido Comunista Mexicano retomó cierta fuerza en el sexenio de Lázaro Cárdenas (1934 a 1940), pero sobre él volvió a obrar el efecto domesticador. Era imposible competir desde la izquierda con un gobierno tan claramente revolucionario como el de Cárdenas, que repartió 17 millones de hectáreas, expropió a las empresas petroleras y contó con el apoyo del movimiento obrero organizado en una central única: la Confederación de Trabajadores de México, cuyo líder, el intelectual Vicente Lombardo Toledano admirador de la URSS y viajero frecuente a Moscú, fue la representación misma de esa convivencia entre las dos revoluciones. En los años treinta, a los ojos de Moscú, el gobierno de Cárdenas era la versión mexicana del frente popular antifascista. Por esa razón, los comunistas mexicanos fueron obligados a entregarle los sindicatos que controlaban al partido oficial.
Acaso la prueba mayor de autonomía mexicana con respecto a la Revolución soviética fue el asilo otorgado por Cárdenas a Trotski en 1937. La negativa del PCM a participar en el asesinato del jefe del Ejército Rojo (que ocurrió finalmente en 1940) selló su destino. Al llegar la Guerra Fría, mientras el PRI podía ostentarse como una alternativa nacionalista y progresista frente al comunismo, el PCM se encontraba al borde de la extinción, y en esa marginalidad (acentuada por su falta de registro oficial) siguió hasta los años sesenta, acompañado solo por sindicalistas ferroviarios y magisteriales, y algunos artistas famosos, como Frida Kahlo, que al morir en 1954 recibió el primer homenaje rendido a un artista en el Palacio de Bellas Artes: su féretro cubierto por la bandera de la hoz y el martillo. Tras la Revolución cubana se abriría una nueva etapa (pactada) de domesticación, pero esa es otra historia.
* Una versión de este artículo apareció originalmente en The New York Times, el 25 de octubre de 2017.
Publicado previamente en el periódico Reforma
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.