En el número más reciente de la London Review of Books, David Runciman escribe acerca del mito del “líder fuerte”, a propósito de la contienda para elegir al líder de los Torys en el Reino Unido, que ha pasado de diez a siete contendientes. No me detendré en lo exitosamente que ha sido mitificada la historia de Margaret Thatcher, al punto que todos quieren sacar a la “iron lady que llevan dentro”, sino en la ilusión de que, una vez que llegas al poder, vas a ejercer las facultades del puesto a tope, y (¡ahora sí, ¡tú sí!) vas a cambiar las cosas.
Para Runciman (quien ya desde su libro Política nos recuerda que “nada en política es inevitable: los malos resultados políticos no están más predeterminados que los buenos”) ser un gobernante exitoso “no es solo cuestión de fuerza de voluntad”: lograr o no los cambios que los políticos persiguen al llegar al poder depende de que las personas, la maquinaria del gobierno y las instituciones los acompañen.
¿Queremos un ejemplo más cercano? Runciman nos lleva a Trump. Su estilo presidencial no solo lo ha llevado a anteponer sus intereses políticos en su relación con el gabinete, el Congreso y buena parte del mundo, sino también a personalizar dichos intereses. El resultado de esto “no es mayor poder ejecutivo, sino caos”.
Alcanzar el puesto aparentemente más poderoso (primer ministro o presidente) y tomar el control para perseguir tus fines suena irresistible, más si tienes una confianza desbordada en tu carisma, tus habilidades o tus capacidades. Por fortuna ni en Reino Unido, ni en Estados Unidos ni en México existe más ese centro de poder que, valga la redundancia, todo lo puede. ¡Y esas son buenas noticias! Por más que algunos piensen que, cuando ha llegado el gobernante adecuado, ese poder diluido constriñe como un córset, lo cierto es que estos candados, que son resultados del aprendizaje democrático, no existen por todo el bien que han traído consigo, sino por todo el mal que han evitado.
Todos quieren ser un líder fuerte, pero la fuerza del liderazgo no se construye dinamitando a las instituciones ni trabajando en esa zona gris que, si le rascas, encuentras en todas las leyes. Tampoco se construye de manera adánica, porque no todo tiene que crearse desde cero, y eso no significa ser complaciente con lo que se ha hecho hasta ahora.
Solo se me ocurren dos razones por las que seguir persiguiendo el mito del “líder politico fuerte” (lo de Thatcher, dice Runciman “fue una mezcla de asombrosa suerte, pragmatismo político y tino para elegir el camino de menor resistencia, todo ello disfrazado de resolución implacable”): a) eres un tirano, en cuyo caso me alegro de todos los candados que llimitarán tu poder; o b) eres un político con genuinas buenas intenciones que busca dejar un legado, en cuyo caso solo pido considerar a Runciman: “el caos no unirá un paisaje político fracturado. Lo fracturará más”.
Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.