Foto: Presidencia de la República

Las contradicciones de un demócrata

En sus ataques a los organismos autónomos, las organizaciones de la sociedad civil y los medios de comunicación, el presidente parece añorar un país en el que la opinión pública y la sociedad civil se subordinan.
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Desde el inicio de su administración, Andrés Manuel López Obrador lanzó una ofensiva contra los órganos autónomos y reguladores del Estado. Concebidos como un contrapeso a los abusos del poder, especialmente desde el Ejecutivo, el presidente ha recurrido a denostarlos públicamente en sus conferencias mañaneras con el pretexto de que resultan muy costosos para el país, demerita el valor del trabajo que realizan y ha buscado debilitarlos por medio de la asfixia presupuestal.

En la narrativa de López Obrador, estos organismos independientes solo han servido para facilitar el saqueo y el robo mediante la entrega de beneficiosos contratos y permisos a empresas particulares. Es bajo esta premisa que se hace necesaria la desaparición o la toma de estos, en tanto que estorban a la transformación que él encabeza y le impiden reorganizar al país de la manera en que desea.

De ahí los ataques al Instituto Nacional Electoral, al Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, al Coneval, encargado de medir la pobreza en México, al Instituto Nacional de Evaluación de la Educación, la Comisión Federal de Competencia Económica, al Instituto Federal de Telecomunicaciones y a otras instancias cuya existencia, nombre y funciones desconoce, pues, en su lógica, si el presidente no tiene conocimiento de ellas, con seguridad “es algo que no es esencial”.

Algo similar ocurrió con los grupos formados desde la sociedad organizada. Pese al apoyo que muchas de estas organizaciones le dieron y el papel que jugaron en fortalecerlo como opción electoral, el hoy presidente ha manifestado su desconfianza por “todo lo que llaman sociedad civil o iniciativas independientes”, ha usado su tribuna diaria para descalificarlas como interlocutoras legítimas al asegurar que antes eran pueblo, pero hoy están bajo control de grandes consorcios, de manera que hoy “todo lo que es sociedad civil tiene que ver con el conservadurismo”.

Como ya han advertido analistas como Sergio Aguayo, López Obrador reclama en el fondo la autoría exclusiva de ser quien desmontó el viejo sistema autoritario y de ser, con su movimiento, el genuino forjador de nuestra germinal democracia. De él es la paternidad de la transición; fue él quien logró la unidad de todas las causas y quien representa “a todas y a todos los ciudadanos, de todas las corrientes del pensamiento”. Las agendas de las organizaciones de la sociedad civil no son prioritarias para el gobierno, especialmente si no están dispuestas a alinear esas agendas con su proyecto nacional personal y a rendir su pluralidad e independencia.

De ahí su más reciente intento por manchar el trabajo de diversos actores sociales y medios, a los cuales acusó de recibir financiamiento del extranjero –específicamente de fundaciones internacionales– para oponerse a la construcción del Tren Maya.

Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, México Evalúa y Animal Político, entre otros de los señalados, pusieron en evidencia la guerra sucia desde la presidencia. Su trabajo en materia de análisis de políticas públicas, rendición de cuentas y transparencia, así como los trabajos periodísticos derivados de investigaciones en torno a temas de la agenda pública, responden a proyectos financiados mucho antes del inicio del actual gobierno, con propósitos completamente ajenos a “descarrilar” al lopezobradorismo, que claramente concibe la participación cívica como una amenaza.

Jesús Silva-Herzog Márquez construía por allá de febrero de 2018 un somero retrato de Andrés Manuel López Obrador. No era aún presidente, no había ganado la elección, pero ya era el caudillo que ve en toda discrepancia una conspiración. Y como encarnación del bien, cualquier duda sobre su proyecto político solo puede provenir de la perversión moral de críticos al servicio de los enemigos del país.

Esa línea de pensamiento es la que llevó al mandatario y a su movimiento a desacreditar durante la primera parte del año las protestas de miles de mujeres por la creciente violencia de género en México, así como asegurar que eran encabezadas por conservadores disfrazados de feministas con el fin de atacar a su gobierno o, incluso, que el millonario George Soros las financiaba con millones de dólares, reciclando un argumento de la ultraderecha estadounidense cuando miles de mujeres protestaban contra Donald Trump en 2017.

De ahí también se origina la reciente ofensiva contra la revista Nexos, sancionada e inhabilitada para celebrar contratos por supuestas irregularidades en el proceso para conseguir una página de publicidad del Instituto Mexicano del Seguro Social hace dos años. El hecho ilustra, para esa publicación, la atmósfera de hostilidad contra los medios críticos que impera en el gobierno. Periodistas, empresas de medios, organizaciones defensoras de derechos humanos a nivel nacional e internacional coinciden en el criterio de que, con base en estándares internacionales, la medida impuesta es desproporcionada y excesiva, constituye un mecanismo de censura indirecta y sienta un pésimo precedente para la libertad de prensa en el país.

José Woldenberg atinaba al decir que el presidente no reconoce ni valora el proceso democratizador que paradójicamente creó las condiciones para que ganara la elección de 2018. López Obrador parece añorar “el mundo de las unanimidades, de los medios alineados, sumisos, obedientes; de un poder de mando que ordena mientras los otros se pliegan; de un país monolítico que ha depositado en una sola persona la voluntad y las esperanzas de las ‘masas’, es decir, de una nación sin disidencia, sin voces disonantes, sin cuestionamientos al poder político”. Un país en el que la opinión pública y la sociedad civil se subordinan.

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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