El de los Porkys es un capítulo particularmente escalofriante en la historia de víctimas en México, cuyo origen es una estructura social que fomenta la violencia de género y un sistema jurídico que la encubre y la perpetúa. Hace algunas semanas, la víctima* de los Porkys recibió una estocada de los jueces que prometieron proteger sus derechos. Para entender qué sucedió, vale la pena hacer un recuento de los hechos.
En febrero de 2015 cuatro amigos subieron a un vehículo con una adolescente menor de edad en Boca del Río, Veracruz. La víctima narra que la rodearon entre dos, le quitaron el celular y le tocaron los senos. Tras levantarle la falda, introdujeron los dedos en su vagina mientras los otros dos veían y se burlaban. Después de unos segundos, uno de ellos le ofreció pasarse al asiento delantero para que la dejaran de molestar. Él mismo la violaría horas después, ya no en el coche, sino en una casa.
Meses más tarde, la menor presentó una denuncia por los hechos. El Ministerio Público calificó los actos como pederastia y dio inicio el procedimiento penal. Tuvieron que pasar dos años para que la Procuraduría de Veracruz, ante una enorme presión social y mediática, aprehendiera a dos de ellos.
Hace un año, Diego Cruz Alonso –uno de los capturados– se amparó contra el auto de formal prisión. Un mes después, el Juzgado Tercero de Distrito en el Estado de Veracruz, presidido por el juez de distrito Anuar González, otorgó el amparo argumentando que no se había acreditado jurídicamente la intención lasciva de los tocamientos y el estado de indefensión de la víctima.
En su sentencia, el juez no debate que los hechos hayan ocurrido como se narran. Es más, los considera acreditados. Pero nos dice que no está seguro si los tocamientos realizados por Diego Cruz Alonso tenían intención lasciva. Duda también que la víctima estuviera indefensa.
El fallo está plagado de deficiencias argumentativas y carece de perspectiva de género: no repara en la experiencia de la víctima ni se preocupa por el sentimiento de impotencia. ¿Pudo salir corriendo del auto? Quizá. Pero eso no es lo importante. Lo que debió haberse preguntado el juez es si ella se sentía capaz de salir en ese momento. Su argumentación es perversa y deficiente. Si bien esta sentencia solo deja sin efectos el auto de formal prisión y el proceso continúa, el que una persona acusada de cometer un delito grave no esté en prisión preventiva es ya una decisión de peso.
A mediados de enero, la Suprema Corte de Justicia de la Nación decidió no ejercer su facultad de atracción porque el caso no cumplía con los criterios de “trascendencia” y “relevancia”. Nuestro tribunal constitucional pudo haber dado un paso hacia adelante. Se nos ocurren, al menos, tres oportunidades perdidas.
La Suprema Corte pudo haber creado estándares. Estaba en condiciones de crear una serie de reglas que deban ser observadas y aplicadas a la función judicial. Estos estándares protegen derechos, ofrecen herramientas procesales y crean garantías de cumplimiento. Ciertamente, la víctima siempre puede recurrir a un tribunal superior para que este revise una sentencia revictimizante. Pero una política judicial sana crea controles ex ante. Aunque la autonomía judicial es esencial para construir un estado democrático de derecho, los jueces en todas las instancias deberían aplicar estándares que mejoren el acceso a la justicia. Punto.
La Suprema Corte pudo haber analizado la sentencia con perspectiva de género. Sobre todo, porque la propia institución lo reconoce como obligación del Estado mexicano en su protocolo. Un caso con alto perfil mediático y una clara inacción de la fiscalía local podría evitar sentencias como la del juez Anuar González en el futuro. Con todo el país viendo, le pudo haber dicho a los jueces cómo abordar la perspectiva de género.
Pudo haber apoyado a la víctima. Sentencias como esta son parte de la violencia sexual porque le imponen a la víctima obligaciones que no debería tener: probar su indefensión o adivinar la intención del agresor. El juez Anuar González le da más valor al dicho de personas que no estuvieron en el coche que a la misma declaración que la adolescente rindió frente a la autoridad. Es difícil entender cómo llegó el juez a semejante conclusión. Por ejemplo, la víctima le platicó lo sucedido a su mamá y sus amigas. Cuando fueron interrogadas, el juez advierte que existen variaciones en sus historias y las considera una contradicción. Cualquiera que haya visto una película de abogados sabe que no es lo mismo repetir una historia que narrar lo vivido.
Las víctimas perdieron de nuevo, ahora, a manos de la Suprema Corte. Los ministros tuvieron la oportunidad de estudiar el caso concreto y enmendar un error gravísimo. No lo hicieron. Pudieron ver hacia adelante y crear mecanismos para que esto no vuelva a pasar. Prefirieron dejarlo para después y el momento era ahora. La lección es clara: si queremos transformar nuestro sistema de justicia penal tenemos que perfeccionar todos los tramos, desde las policías locales hasta el máximo tribunal.
* Cuando una mujer denuncia un delito sexual, pasa por un horrible proceso victimizante en los medios, que incluye amenazas, descalificaciones e insultos. Por eso, y para enfocarnos únicamente en lo jurídico, que es la sentencia de amparo, los argumentos utilizados por el juez que la dictó y los efectos para el quejoso (Diego Cruz Alonso), hemos decidido no utilizar el nombre propio de la víctima en este texto.
Doctora en Derecho por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Es investigadora y catedrática del Instituto Nacional de Ciencias Penales y profesora de la licenciatura en ciencia forense de la UNAM