Atenas y Jerusalén
Aristóteles comienza su libro sobre la Metafísica (en realidad nombrado así por Andrónico de Rodas) con unas palabras que hubiera suscrito Voltaire en su jardín ilustrado: todos los hombres tienen el apetito de conocer. Esta es la promesa que la filosofía le hace al hombre: nuestro destino es ascender la caverna platónica de la ignorancia hacia el conocimiento.
Al mito filosófico de la caverna se contrapone el mito bíblico de la condición humana en el jardín edénico: la prohibición es la de comer del árbol del conocimiento del bien y el mal. La serpiente impulsa a la pareja humana primordial a la curiosidad del mundo. Una vez que Adán y Eva son tentados a desobedecer, ya no hay cabida para ellos en un lugar en el que la obediencia al designio divino es el único mandamiento. A partir de ese momento el hombre ingresa al orden natural. No por nada no existe ninguna palabra en la Biblia equivalente a lo que entendemos como naturaleza. En realidad physis es una palabra inventada por la filosofía, presente ya en Homero, un poeta-filósofo.
Así quedan perfiladas las dos actitudes fundamentales ante el mundo: la vida dedicada al libre escrutinio de la realidad fundado solo en la razón humana y la vida dedicada a la obediencia a un Dios inescrutable. Tertium non datum.
Cada una de estas dos actitudes se enfrentan al problema de la vida humana en sociedad. Así nacen la filosofía política y la teología política. Esta polaridad es primigenia y antecede cualquier régimen político. Puede entenderse la historia de las civilizaciones como un sístole y un diástole en donde teólogos y filósofos se enfrentan por el dominio del mundo.
Esto ocurre también en la modernidad. La revolución maquiavélica le prometió al hombre el dominio sobre la naturaleza y Francis Bacon el uso de la ciencia natural moderna para lograr el paraíso sobre la tierra. En términos políticos esto significó la emancipación del hombre de la tutela eclesiástica y también el establecimiento del Estado secular, en donde la religión es relegada a la esfera privada. Por eso Maquiavelo y Bacon deben considerarse los padres del liberalismo. De hecho, puede considerarse que el liberalismo es la mayor contribución de la filosofía política al predicamento moderno. Aunque la teología política también consideró la separación Iglesia-Estado (“dad al César lo que es del César”), lo hizo para relegar a lo que Hobbes denominó el Leviatán (la unión voluntaria de todos los hombres) a un papel secundario.
La ilustración del siglo XVIII fue el ejercicio propagandístico más impresionante en favor de la causa de la filosofía política en su batalla contra la teología política. Pero cometió el error de ilusionarse acerca de la absoluta compatibilidad del ser humano con su afán de conocer. No se dio cuenta que la teología política es una tentación permanente y que, mientras haya humanidad, habrá quienes busquen los consuelos de la vida orientada hacia la obediencia al designio divino.
Nuestro predicamento en el siglo XXI
El 12 de septiembre del 2001, millones de seres humanos buscaban en sus enciclopedias una palabra extraña que sólo parecían conocer en occidente los estudiosos del islam: jihad. El día anterior Mohammed Atta y sus compañeros habían asombrado al mundo al secuestrar cuatro aviones comerciales, dos de los cuales se estrellarían en las Torres Gemelas en Nueva York, mientras otro cometía el atrevimiento de destruir una parte del Pentágono, el templo del llamado “complejo industrial-militar” norteamericano. El cuarto avión estuvo tripulado por héroes cuya última palabra –nos dice Martin Amis– fue “amor.”
Junto con las torres en Manhattan cayeron las ilusiones de occidente de un mundo racional libre del influjo de las religiones reveladas. Le retour de Dieu tomó a tirios y troyanos por sorpresa. En los estrechos pasillos de los think tanks de la calle K en Washington D.C., los mandarines estudiosos de la política internacional ponderaban la tesis de Francis Fukuyama del fin de la historia y la idea de Samuel Huntington del choque de civilizaciones. Pero ni uno ni otro entendieron bien la dicotomía primordial de las pasiones humanas: la vida dedicada a la razón y la vida dedicada a la obediencia.
Casi dos años antes de la presencia de la jihad en Wall Street y el Potomac, un pelirrojo ex agente de la KGB tomó la batuta del gobierno de Rusia tras la inesperada renuncia de Boris Yeltsin, el oso amante del vodka. El sueño de una Rusia liberal había terminado, como si el despotismo de la estepa fuera el destino del mundo eslavo al este de los Urales. Pocos sabían que Vladimir Vladimirovich Putin sentía la nostalgia de la Rusia de los zares. El siguiente paso era hacia atrás: la tercera Roma de la iglesia ortodoxa regresaba del sueño al que la habían confinado Lenin y sus intrépidos bolcheviques. Putin veía lejos hacia el pasado pero también hacia el porvenir. Con él regresaba el impulso imperial de la teología política.
Nadie se percató del significado global de Putin como el teólogo de la geopolítica y de la imponente barba rasputinesca: Aleksandr Duguin. La telurocracia de la masa continental rusa podría doblegar a la talassocracia liberal y democrática de Estados Unidos. La intervención rusa en la elección que llevó a Trump al poder no puede verse separada de los designios teológico-políticos de Putin y de sus ideólogos salidos de las novelas de Dostoievski.
Sólo por falta de rigor filosófico y de sentido histórico es que llamamos populista al tipo de régimen que busca promover el imperio ruso. Lo que está detrás es mucho más fundamental: una forma de vida basada en la completa sumisión a un Dios inescrutable. Se podría hablar, en todo caso, de una teología política del populismo. No importa aquí la variable religiosa: Putin no tiene la idea extravagante de llevar la Iglesia ortodoxa a todos los confines de la tierra, sino que busca, más bien, generar una disposición hacia la autoridad, para que no se discuta críticamente, sino que se acate sin objeciones. En esto, Huntington se equivocó: la variedad de civilizaciones oculta la unidad primigenia de la teología política. Sería, desde luego, exagerado decir que Putin es el único promotor de la teología política. Su triunfo ocurre de manera independiente en diversas partes del mundo: es el signo de los tiempos. Karl Popper acierta en pensar que las alternativas son tiranía o sociedad abierta. Pero Popper no tenía oídos para ponderar que el fundamento de la democracia liberal, su razón de ser, es presentarse como la alternativa a la teocracia.
AMLO y la Teología de la Liberación de corte evangelista
El Doctor Angelicus logró en el siglo XIII la improbable proeza de fusionar dos tradiciones de pensamiento antitéticas: la filosofía griega y el nuevo testamento. A ese portento de la voluntad teológica le llamamos escolástica. Muchos siglos después, en las favelas y otros infiernos latinoamericanos, intelectuales de sotana tuvieron mucha lástima de los menesterosos que se fatigaban en las ciudades y pueblos latinoamericanos. De esta variedad de la compasión nació otra fusión tan inverosímil como la de Tomás de Aquino: el marxismo cristiano.
Así, el hombre de Treveris, discípulo de Hegel y estudioso de la economía moderna, se podía leer en clave de las parábolas del sermón de la montaña. Aunque la mayor parte de los clérigos que siguen esta enseñanza son católicos, también hay una variedad evangélica, que tuvo cierto auge, entre otros lugares, en Tabasco, en las épocas en que Andrés Manuel López Obrador crecía.
La teología de la liberación de corte evangélico es la adscripción religiosa de AMLO. De ahí viene su discurso en favor de los pobres y su sentido de justicia. Pero si lo vemos con detenimiento, lo que subyace es la predicación de lo más esencial de la teología política: la obediencia a los designios de un Dios misterioso. De ahí también la reiterada necesidad de AMLO de sustituir políticas públicas racionales por actos de fe. La teología política también prescribe, en la circunstancia moderna, el reencantamiento del mundo, para emplear una expresión cara a Max Weber. Esto es, la continua desinstitucionalización del Estado burocrático-racional y su conversión en las decisiones arbitrarias del líder. Así como Jesucristo exigió el amor total del ser humano a Dios, la teología política plantea una relación de amor entre el pueblo y su líder.
El regreso de eros a la plaza pública es uno de los efectos de la teología política en México y el mundo. Este amor se manifiesta por la voluntad del líder y puede prescindir de elecciones fiscalizadas por órganos electorales independientes. No es necesario agregar que el desprecio de la teoría marxista a la “democracia formal” fortalece la tesis de la teología política contra el sufragio universal. Finalmente, la teología política se define contra el desarrollo científico, pues lo considera un reflejo de la vanidad humana. Para AMLO gobernar no tiene ciencia porque, en última instancia, todo depende de la voluntad de Dios, que es enigmática. La política se convierte así en plegaria voluntarista. En el concepto “teología de la liberación”, el elemento primordial no es liberación sino teología. Visto así, el dato fundamental del arribo de AMLO al poder es el tránsito de gobiernos seculares a uno fundado en la teología política. En virtud de lo explicado, nada parece más crucial para entender nuestro predicamento. El conflicto entre Atenas y Jerusalén, entre filosofía política y teología política, es el gran tema de nuestro tiempo. No hay crepúsculo de los dioses.
(ciudad de México, 1967) es ensayista, periodista e historiador de las ideas políticas.