Lo woke como modelo de negocio

Uno de los supuestos cardinales de la izquierda progresista es que donde hay una necesidad hay un derecho.
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1.

La fantasía derechista de que lo woke es un complot marxista urdido en el mundo académico simplemente no resiste el más somero examen. En las universidades de élite que supuestamente son la fons et origo de la revolución cultural woke, la licenciatura más popular es economía, con las artes liberales en declive en casi todas partes, mientras que a nivel de posgrado estas universidades son fábricas de MBA. Una explicación mucho más creíble de lo woke es que no es política en ningún sentido valioso o potencialmente emancipador (salvo en lo que Adolph Reed, Jr. ha descrito sardónicamente como la diversificación de la clase dominante), sino más bien una demanda de reconocimiento, por un lado, y una demanda de constante promesa de alivio psicológico tal como lo encarna la fusión de la “seguridad” física y psíquica, por otro. Las relaciones humanas deben estar exentas de fricciones; si no lo están, significa que son opresivas y que urge eliminarlas.

    En este sentido, lo woke no es tanto una ideología como un modelo de negocio para una nueva cultura, que no solo es congruente con el capitalismo de consumo, sino que forma parte de él. La aversión al arte elevado puede venir envuelta en hojas sépticas cargadas de exigencias de representación y de “descentrar” las obras de hombres blancos heterosexuales, pero el verdadero desafío del arte elevado a la nueva sensibilidad woke es que el arte elevado es por definición exigente, es decir, el polo opuesto de la ausencia de fricción. El kitsch, en cambio, no tiene fricciones, por lo que, sea cual sea la intención original, el resultado del giro woke es hacer que el mundo sea un lugar más para el kitsch. Y a pesar de toda la retórica emancipadora, las humanidades académicas se han convertido en poco más que una cocina de pruebas para el suministro de envoltorio moral con el que envolver el proyecto capitalista de consumo. Por supuesto, como en todas las cocinas de prueba, a veces los chefs y dietistas se pasan de la raya. Pero las realidades del mercado relegan pronto esos excesos al gabinete de curiosidades (piadosas) en que se han convertido las humanidades.

    2.

    Ya sea Oyo o Benín, los mongoles o los Tang, todos los imperios son producto de la guerra y la conquista, y sus fundaciones son tan “coloniales” como las de Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Además, históricamente las naciones rara vez han sido monolingües o culturalmente homogéneas durante mucho tiempo. Nunca te darías cuenta de eso al ver los departamentos de humanidades de las universidades de la anglosfera (la versión más extrema se encuentra ahora en Canadá, cuyo abrazo a lo woke hace que Estados Unidos se parezca más a la Hungría de Orbán que al Canadá de Trudeau). Estos países producen resmas de ensoñaciones prelapsarias sobre las pacíficas costumbres de los pueblos indígenas, entendiendo por tales las culturas no urbanas y tribales, cuyo espíritu de cooperación se considera superior al espíritu occidental de competencia agresiva y agresión violenta, y cuyo conocimiento es al menos igual, y en algunos contextos superior, a lo que ahora se denomina con desprecio “conocimiento occidental”. Aun suponiendo que uno estuviera de acuerdo con este punto de vista, en un mundo que pronto contará con 10.000 millones de almas, más de la mitad de las cuales vivirán en ciudades, debería ser obvio que las formas de ser de pequeños grupos de personas que viven en grandes extensiones de tierra, y sin el conocimiento prometeico que es la tecnología, no tienen prácticamente ninguna relevancia para los retos a los que se enfrenta la humanidad, que son precisamente lo contrario: cómo mejorar un mundo en el que la mayoría de la población mundial ya vive en las pequeñas extensiones de tierra conocidas como ciudades.

    3.

    Derechos de boutique para identidades de boutique. Uno de los supuestos cardinales de la izquierda progresista, y de gran parte de la porción del liberalismo contemporáneo cuyo faro moral sigue siendo el movimiento de los derechos humanos, es que donde hay una necesidad hay un derecho. Hay mucho que cuestionar en relación con este punto de vista, sobre todo su rechazo frontal a cualquier insinuación que plantee que establecer un régimen legal de derechos en el mundo pobre que incluya aquellos derechos que los Estados simplemente no tienen los medios para proporcionar, al menos no plenamente –ingresos garantizados, por ejemplo, o incluso, en los países más pobres, una vivienda digna y una nutrición adecuada– es una de las formas en que los ideales del Norte Global ignoran complacientemente las realidades del Sur Global (además de permitirse el mayor solecismo intelectual y moral del movimiento de derechos humanos, que consiste en insistir en que la antipolítica del derecho internacional ofrece una vía de escape a los rigores e incertidumbres de la política real). Pero mientras la afirmación general de que donde hay una necesidad hay un derecho se refería a necesidades materiales como el derecho a la alimentación o a la vivienda, es decir, a necesidades que se pueden medir y cuantificar, gozaba de cierta coherencia. Ahora, sin embargo, la subjetividad radical que está en la base de la política de identidad ha hecho añicos todo eso. Porque si bien es posible ponerse de acuerdo sobre, por ejemplo, cuánta comida necesita una persona para prosperar, es imposible que nadie, salvo la persona o el grupo que expresa la necesidad, diga cuánto reconocimiento, afirmación o sensación de seguridad psíquica necesita o, como dirían ellos, a cuánto tiene derecho. Pero debería ser obvio que es imposible correlacionar la expansión contemporánea de las necesidades con una expansión similar del número de derechos. Y, sin embargo, como eso es justo lo que exigen muchos progresistas, debería ser igualmente obvio que no lo es.

    4.

    Dudo mucho que el objetivo de quienes han defendido y en gran medida conseguido hacer normativa la transformación Identitaria/woke/Teoría Crítica de la Raza del Complejo Académico-Cultural-Filantrópico fuera privar a los países del Norte Global y, sobre todo, a la Anglosfera, de la capacidad de conservar anticuerpos contra el dominio total del capitalismo de consumo. Pero sea cual sea el propósito original, es probable que ese sea el efecto más profundo y duradero de la transformación. Los críticos de derechas han calificado la educación “wokeizada”, identitaria, como un sistema para lo que un crítico francés llamó la fabricación de cretinos. Pero mientras que la cultura popular que, en nombre de la equidad, es el clavo con el que los identitarios necesitan despachar a la alta cultura de una vez por todas (solo sacar de su miseria a la Civilización Occidental en su forma degradada actual puede despejar el camino para una nueva alta cultura –que estoy prácticamente seguro que se creará en el noreste de Asia y en la India–). En realidad, lo que se fabrica no son cretinos, sino nuevas generaciones cuyo distintivo psíquico es una fragilidad iracunda, y cuyo equilibrio depende de las burocracias –sobre todo en sanidad, educación y cultura– que garantizan que esa fragilidad se alimente y se discipline al mismo tiempo.

    Publicado originalmente en el Substack del autor.

    Traducción del inglés de Daniel Gascón. 

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    David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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