La rebelión en la granja de un caudillo sin autocrítica

López Obrador no le habla a simpatizantes sino a fanáticos para los que no existe la posibilidad de perder.
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El 16 de septiembre de 2006, el movimiento de Andrés Manuel López Obrador, desconoció el triunfo electoral de Felipe Calderón que el Tribunal Electoral le había concedido por un escaso margen, y en un mitin en la Plaza de la Constitución renunció a convertirse en coordinador de un movimiento de resistencia civil. Sin realizar conteo de votos alguno, sin discusión ni debates, sus incondicionales pidieron a la multitud votar a mano alzada si su candidato debía autoproclamarse “presidente legítimo”, lo cual sucedió.

Días antes, el filósofo Luis Villoro ya anticipaba que la respuesta frente al fallo de la autoridad electoral no estaría a la altura. Para él la discusión de un proyecto nuevo de nación requería de tiempo para su debate, reflexión, serenidad y discusión pausada. No era algo que podía aprobarse en un acto declaratorio en el Zócalo al calor de un discurso. “No podemos estar de acuerdo con nombrar un nuevo presidente en rebeldía. Esto rompería, aunque solo fuera simbólicamente, el orden constitucional. Para sostener una amplia y permanente oposición lo que menos necesitamos son actos provocadores”.

La mañana del 20 de noviembre, en la víspera de que López Obrador se colocara una falsa banda presidencial y recibiera el aplauso de la asamblea convocada para avalar lo que él ya tenía decidido, Cuauhtémoc Cárdenas escribió un largo texto en el cual hizo pública su preocupación por la intolerancia, satanización y actitud dogmática en el entorno de Andrés Manuel para quienes no aceptaban incondicionalmente sus propuestas o cuestionaban sus puntos de vista y sus decisiones.

En su círculo de colaboradores cercanos —decía Cárdenas— no era difícil reconocer a algunos de los que habían instrumentado el fraude electoral y la imposición que le colocó la banda presidencial a Carlos Salinas el 1 de diciembre de 1988. Sin embargo, Andrés Manuel no pidió a ninguno explicación sobre su cambio de piel política y tampoco ninguno tuvo la honestidad de manifestarlo públicamente. Su liderazgo incuestionable ha inhibido el análisis y la discusión de ideas, propuestas y alternativas.

Sus simpatizantes hablan de él como “un caudillo anticuado que no conoce la autocrítica”, pero cuya mayor virtud respecto de otros políticos es que “representa un mal menor”. Académicos como Jesús Silva-Herzog Márquez han observado que para López Obrador no hay política digna que no sea obediencia total a su dictado y ha orillado a muchos a una disyuntiva elemental: aplaudirlo siempre o traicionar a la patria, porque “para el sectario, una diferencia de opinión es una falla moral”.

Si bien ha logrado consolidar una estructura para conformar su propio partido, la idea de lo que este debe ser, poco tiene que ver con aquel llamado a la formación del PRD, que en 1989 postulaba la necesidad de que la conducta personal de cada uno de sus miembros fuese la imagen tangible de aquello que proponía para el país y para la sociedad. Morena es una organización al servicio de López Obrador, quien “exige a sus seguidores una renuncia al juicio propio”.

Su fortaleza curiosamente radica en su discurso excluyente, en la polarización en el maniqueísmo que entraña hablar del “pueblo” como un bloque monolítico sin fisuras; compacto y portador de todos los valores. De ahí que su propuesta de una “República amorosa” y de una constitución moral que tuviese como eje el amor para promover el bien y lograr la felicidad se convirtiera velozmente en retórica vacía.

Al menos desde 2011 López Obrador ha dicho públicamente que en el país la democracia es prácticamente inexistente, y que bajo las condiciones actuales de competencia electoral hasta una vaca gana. Él sabe que no habla a simpatizantes, sino a fanáticos para los que no existe la posibilidad de perder o, más precisamente, que no pueden soportar la derrota.

El dueño de Morena desempolvó recientemente su fábula animal para asegurar que aquellos que trafican con la pobreza de la gente son capaces de postular y hacer ganar a una vaca o a un burro. Ha pronosticado una “rebelión en la granja” que acabará con la corrupción y que dará trabajo y bienestar a todos.

Con una ignorancia notable del contenido de la novela a la que parece aludir, el político ha terminado insertándose en el universo orweliano como el impulsor de la revolución animal que lo tendrá a él como guía moral. La rebelión en la granja (publicada en 1945) es encabezada por un cerdo que termina por convertirse en un tirano mientras asegura que está velando por la felicidad de todos y que impide a los demás hacer sus propias elecciones para evitarles la carga de adoptar decisiones equivocadas.

El déspota de la historia crea teorías conspiratorias que a ojos de los demás hacen evidente y natural que él sea el líder del movimiento, además de tener voceros dispuestos siempre a elogiar su sabiduría, la bondad de su corazón y su profundo amor por todos los animales, pero especialmente por las desdichadas bestias que él parece destinado a liberar con su piara de la ignorancia y la esclavitud.

En el prólogo de su libro, George Orwell reconoce que la obra sería menos ofensiva si la casta dominante que aparece en la fábula no fuera la de los cerdos que, además, consideran a las ratas sus camaradas. La ironía es que este sea el modelo de quien firma un libro publicado con el nombre Un proyecto alternativo de nación. ~

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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